41. El enfrentamiento
Bueno, pues caminábamos por una calle de la ciudad, y yo arrastraba los pies por el suelo porque tenía un poco de fastidio en el cuerpo. Sí, estaba chafada en el ánimo y sentirme así no era normal en mí.
No lograra convencer a mi hermano de que lo mejor era que se fuera. Y no sabía si sería capaz de metérselo en su tozuda cabezota de cerdo, pero yo no me iba rendir, ni hablar del mocasín.
Pasamos al lado de un parque infantil vacío de los gritos y las risas de los niños. Uno de los columpios se meneaba de un lado a otro, puede ser que sí que hubiera chavales, pero que todos fueran fantasmas.
—¿Te interesaría saber cómo acabó mi historia? —me preguntó de pronto Maeloc.
—¿Lo qué? —le pregunté, no sabía a qué se refería, porque estaba absorta por lo todo lo que me contó el cerdo.
¿Qué era lo que me esperaba en la Arena? Suponía que tenía que pelear contra algo, pero la verdad es que la idea de volver a combatir no me gustaba demasiado: es que ya me morí demasiadas veces y no me apetecía hacerlo de nuevo.
Aunque una pelea era mejor que hablar, que domar las palabras era bastante difícil y mucho más intentar convencer a alguien de hacer algo que no quiere hacer. Y menos siendo un cabezota como lo era Fufu.
—De cómo me convertí en Maeloc —me dijo y yo asentí con la cabeza, cualquiera cosa que significase no pensar más en el cerdo.
—¿Por dónde íbamos? Oh, creo que acababa de perder a mi mujer y me quedé solo con mi hija. No fui un buen padre, en vez de preocuparme por ella en lo único que podía pensar era en hacer que mi mujer volviera a la vida.
—¿Es posible eso...? —le pregunté.
—No lo sé... Pero lo intenté con todas mis fuerzas, pensaba que estudiando magia sería capaz de encontrar la manera de hacerla regresar. Mientras mi hija crecía, lo único que yo hacía era viajar a lo largo del mundo buscando alguna manera de vencer a la muerte. Y me enteré de la posibilidad de contactar con seres superiores a nosotros, criaturas capaces de alterar la realidad... ellos se hacen llamar los Nuevos Dioses.
—¿Dioses como Helios? No sabía que había más de uno... —dije yo, por lo menos eso era lo que solía decir la Iglesia, aunque a mí esas historias no me interesaban demasiado. Es decir, creía en él y todo ese rollo, pero Helios era como un padre ausente que después de irse a por tabaco ya nunca más se molestó en regresar.
—Hay más... aunque es difícil hablar de ellos. Volviendo a mi historia, encontré un grimorio con un gran número de hechizos, siendo la mayoría de ellos falsos. Pero entre toda la maraña, me encontré con uno verdadero. Uno bastante poderoso: la invocación de una de esas criaturas...
—¿Hummm? ¿Eso es cómo un número de teléfono? Es decir, es como llamarlo... o algo por el estilo, digo yo.
—Podría ser llamado así, y es una llamada que están obligados a aceptar. Pensé que si invocaba a una de esas criaturas, podría recuperar a mi mujer.
—Pero salió un poco mal, ¿no?
Maeloc asintió con la cabeza.
—Se podría decir que sí.
—¿Y podría hacerlo? Lo de resucitar a tu mujer.
—No lo sé. De todas formas, mi invocación no iba a quedar sin recompensa. Me otorgó la vida eterna y me convirtió en su esclavo...
Asentí con la cabeza y no sabía demasiado bien qué pensar de la criatura que tenía a mi lado. Entonces escuché como el sonido de una fuente, pero venía de un callejón así que me entró la curiosidad.
Así que fui y me encontré con tipo grande pegado a una pared meando detrás de unos cubos de basura, pero no le vi el pito. Pero lo reconocí, porque tenía una de esas caras que no se te olvidan: era Abdón. Bueno, me pareció un poco de mala educación quedarme mirando, así que me di la vuelta y le dije:
—¡Lo siento! —exclamé, porque lo sentía de veras y también para que se diera cuenta de que alguien lo pillara en medio de la meada.
—Oh... —escuché decir y en nada el reguero dejó de caer —. ¿Eres tú la hija de tu padre? —me preguntó y yo primero asentí con la cabeza, pero me di cuenta de que quizás no podía verme bien asintiendo, ya que estaba de espaldas.
—Sí, sí... —Y como pensaba que ya tendría la zambomba guardada en los pantalones, me di la vuelta.
Entonces me di cuenta de que la situación buena no lo era mucho: para los Hijos del Sol yo era la Traidora y, por si fuera poco, al lado de mí se encontraba Maeloc. Tragué saliva, ¡aquello podía salir peor que mal, fatal!
Abdón se quedó mirando con intensidad a la momia negra y me daba la sensación de que estaba a punto de desenvainar el enorme mandoble de su espalda. Y no me veía con fuerzas de luchar contra un mastodonte como aquel.
—Oh... —dijo al fin Abdón —. Eres tú, Maeloc. No te había reconocido.
—Me alegra de volver a verte, Abdón. ¿Qué tal te encuentras? —le preguntó el Rey de los Monstruos y ambos se estrecharon la mano.
—No me quejo.
Yo me quedé bastante sorprendida.
—Pero qué estáis haciendo... ¿No se supone que sois enemigos? —le pregunté.
—Lo mismo puedo decir yo... —dijo Abdón, mirándome con aquellos ojos de calamar muerto.
—¡Sí, pero me enteré de que él no mató a mi madre! ¿Cuál es tu excusa para que no sea tu enemigo? —le pregunté, aunque la verdad es que no sé por qué estaba tan alterada en esos momentos. Eso de que no se peleasen era bueno para mí y para todos.
—Oh... Me lo encontré un día que iba por el bosque e intenté matarlo, pero luego hablamos y descubrí que no éramos tan diferentes él y yo —me dijo, y lo cierto es que tenía bastantes preguntas, pero contentar a mi curiosidad no era lo importante ahí.
—Vale, vale... Pero tengo cosas que contarte —le dije y entonces le empecé a decirle todo lo que sabía sobre la situación: que Fufu era el causante de que la Maldición estuviera entrando en el Reino y la cosa esa de que la Hermana del Dolor quería cogerlo para no sé qué rollo.
Él asentía con la cabeza y, de vez en cuando, decía: entiendo, oh, vale... Al final de mi explicación, dijo:
—Oh... vale... Entiendo... —Entonces se quedó callado un rato —. Yo también tengo algo importante que contar, supongo que si estás aquí es debido a que hablaste con Cornelio. Seguramente te diría que la Mano de Helios caería mañana al anochecer, pero se equivocó, pensaba que hoy era ayer y hoy es mañana. Es decir, hoy es hoy y entonces cae hoy.
—Pero que Mano ni que niño muerto, ¡a mí nadie me habló de esas cosas! —le dije.
—Oh... ¿Qué? ¿No te dijo nada Cornelio?
—¡Ni siquiera sé quién es ese señor!
—Qué raro... —comentó Abdón y se encogió de hombros —. Pero ahora lo sabes. La Mano cae hoy, no mañana.
—¡Pero esto es muy malo! ¡Que si cae sobre la Hermana del Dolor puede que se convierta en algo más peligroso y se cargue a todo el Reino!
—Oh... vale...
—¿Entiendes?
Él asintió con la cabeza y me dijo:
—Entiendo.
—Entones es más urgente que nunca que vaya a la Arena a convencer a Fufu de que se vaya de aquí cuanto antes... —dije.
—Voy contigo —me dijo Abdón y yo me alegré un montón: el tipo ese era bastante fuerte y, gracias a su ayuda, creía que sería más fácil salvar el Reino. Pero entonces me di cuenta de que había algo que podía hacer que también era importante.
—Vale, vale... pero antes, ¿podrías ir a buscar a mi padre?
—¿Godofredo también está en la ciudad? ¿Dónde?
—Se fue a la casa de una chica que trabajaba en la Casa de Curación de Menta, pero ahora que lo pienso no creo que sepas dónde está... —dije.
—Sí que conozco a las muchachas que trabajan con Menta —me dijo Abdón.
—¿Las conoces? —le contesté sorprendida.
—Claro, la Casa de la Curación es como la enfermería del Cuartel... En el Cuartel actualmente no tenemos porque ardió —comentó Abdón.
—¿Y sabes dónde vive? —pregunté yo, y él asintió con la cabeza.
—Claro... Entonces iré a buscar a Godofredo, espero que todavía continúe ahí... Veo que no tienes un arma... —me dijo y apareció un brillo de interés en su mirada.
—A mi hacha le salieron piernas y se fue corriendo —le dije.
—Entiendo... —contestó Abdón —. Entonces te puedo dejar un arma: tengo dos espadas que encontré hace unas semanas en una mazmorra, son bastante buenas y lo cierto es que tengo ganas de probarlas, así que...
—¿Tienes alguna espada que sea un hacha? —le pregunté y me di cuenta de que pregunté la pregunta un poco mal, pero como creía que se entendía no me corregí.
—No... Son espadas —dijo él.
—Entonces nada, que yo no sé cómo se hace para pelear con una.
—Entiendo... Adiós —dijo él y se dio ya vuelta, fue todo tan brusco que me dio por pensar que quizás le ofendí por eso de no querer usar sus espadas.
Bueno, pero lo importante es que ahora iba recibir ayuda de Abdón y papá y eso estaba bastante genial.
—¿Continúanos? —me preguntó Maeloc y yo asentí con la cabeza.
Seguimos caminando y al final de calle nos encontramos con una pequeña plaza, de esas recónditas que se refugian del alboroto humano. Me gustaba el sonido de la fuente que estaba como en el medio, el agua corriendo era tranquilizador y me hacía pensar en tiempos mejores. Y también en Abdón meando, la verdad. Quizás estaría bien venir allí con Lucía, pero la Lucía buena que no me quería meter hierro malo en el cuerpo.
Había un café chiquito que tenía la fachada como de color verde oscuro y muchas flores en la ventana, que ocultaba su interior mediante unas cortinas blancas. La terraza estaba formada por una serie de metas metálicas y con decoraciones de filigranas.
Entre las mesas corría un caído pequeño, el más pequeño que viera en mi vida. Tenían un cuerpo como de huevo unas piernas rechonchas y unos brazos larguiruchos. Corría de una mesa y hasta pararse en frente de una, y los bracitos llegaron hasta arriba, tocando la superficie hasta encontrase con unas galletas que venían de acompañamiento a un café. Las cogió y se las metió en la boca, la verdad es que para ser un caído era bastante cuco.
En una esquina me encontré con una estatua de Xoan de Ningures, pero se me hizo rara porque era bastante realista. A decir verdad, se parecía a un tipo al que le pintaron de gris y tenía un sombrero a los pies, con algunos uno cuantos soles dentro.
Entonces me di cuenta de que no era una estatua, ¡era una de esas personas que se hacían pasar por estatuas! ¿Acaso intentaba torear el temporal haciéndose pasar por una estatua? No sabía decir si era una gran genialidad o una estupidez de las más grandes.
La tranquilidad del sitio se rompió pronto con una extraña voz que daba la impresión de que hablar, lo que se dice hablar, no se le daba muy bien. Incluso peor que a mí, que por lo menos se me entiende lo que digo. Pues bueno, va el tipo y me dice:
—Zoy Dodigo de Tapizonda, comandante de los caballedoz de la Hemoza Doza... y zeré la pezona que te matadá...
Pues la verdad es que no entendí ni pota. Solo que se llamaba Dodigo y poco más, quizás que me quería matar o algo por el estilo. Pero lo cierto es que no sonaba muy amigable el tipo y me daba a mí que buscaba problemas.
Miré a mi lado, para ver si Maeloc entendiera algo de lo que el tipo raro me dijo. Pero el muy capullo se estaba escapando, escalando por la pared de una casa como si fuera una persona araña.
—El Rey de los Monstruos... más bien el de las gallinas... —dije, y miré al tipo que se me acercaba.
Dodigo, pues así dijo que se llamaba, llevaba armadura bastante bonita, tenía la cabeza bastante quemada y sin nada de pelo, me dirigió una mirada de puro odio. La verdad es que creía que con aquellas quemaduras no debería ir por la calle, sino en la Casa de Curación. Pero allí no le podían tratar porque Melinda la quemó.
No sabía por qué, pero el tipo ese parecía que me tenía una tirria de cuidado, supongo que podría ser por eso de que ahora la gente me consideraba la Traidora. Pero... ¿Cómo sabía que yo era ella?
Puede que lo adivinara porque iba acompañada de Maeloc, pero de todas formas eso era un poco como sacar conclusiones rápidas y precipitadas. Aunque también era cierto que yo era, en teoría, era la Traidora.
La flor de la armadura me dijo que pertenecía a los caballeros de la Hermosa Rosa y entonces me acordé de un tipo que conocí, de cuyo nombre no me acuerdo, que pertenecía a esa orden, pero que se lo comió un caído.
—¡Pepadate pada modid! —me gritó, con el rostro enrabiado por completo, como un perro furioso y ladrando salpicaduras de baba.
—Pero qué me dices... —le dije, porque no entendía demasiado nada de lo que salía de su boca.
—Nada de lo que digaz te zalvará... —dijo él y se acercó a mí, llevaba en la mano su espada, que tenía la empuñadura con la forma de los pétalos de una rosa.
No me enteraba mucho de lo que salía de su boca, pero lo cierto es que sus intenciones era bastante claras: quería hacer mucho daño, hasta posiblemente matarme.
—¡No me mates! —le grité, le dije a la Belisa que yo no iba morir tan pronto y me gustaba eso de ser capaz de cumplir mis promesas.
Pero se lanzó hacia mí con tanta rapidez que no tuve tiempo de reaccionar y pronto el mundo dio vueltas y vueltas y vueltas y más vueltas hasta que se paró. Fue raro, porque mi mirada iba a ras de suelo y pude ver a mi propio cuerpo de mí. Y sin cabeza, ya que el muy imbécil me la quitó con un solo ataque.
Primero, le intenté cortar la cabeza, pero logró esquivarme en el último momento. Fue extraño, pues estaba completamente seguro de que la había cogido completamente por sorpresa, pero en el último momento dio un paso atrás y la punta de mi espada le pasó rozando por el cuello.
Ella retrocedía, sumergiéndose entre las mesas de una cafetería. Había una cosa moviéndose entre ellas, pero no le presté mayor atención: mi mirada estaba fija en la Traidora y saboreaba el momento: pronto la mataría.
Intenté enterrar mi espada en lo más hondo de su estómago, pero antes de que el hierro pudiera penetrar en su piel se hizo a un lado chocando contra una mesa y haciendo que unas copas cayeran al suelo. De nuevo había tenido la sensación de que ella no podía haber hecho nada para librarse del ataque. No obstante, había reaccionado a tiempo.
Había pensado que la Traidora sería fácil de derrotar, pero era más hábil de lo que pensaba y ciertamente tenía mérito que ella lograse esquivar dos ataques consecutivos. Además, ni siquiera iba vestida para la pelea: llevaba chanclas, un pantalón corto y una camiseta de tiras. Lo cierto es que ni siquiera tenía un arma.
Se podría pensar que es indigno pelear contra una contrincante como aquella, pero teniendo en cuenta que ella era la Traidora, yo no sentía ningún tipo de culpabilidad. El fin justificaba los medios y era bien cierto que un mundo sin ella, era un mundo mejor.
Al retroceder, la Traidora le propinó una patada a un caído diminuto que correteaba entre las mesas. Este emitió un chillido de dolor y mi enemiga giró la cabeza para ver de qué se trataba. No me miraba, era imposible que le diera tiempo a esquivarme: me lancé sobre ella.
Pero logró esquivarlo: justo en el último segundo agachó la cabeza y mi espada sesgó el aire. Al mirar hacia abajo, descubrí en su mirada un brillo feroz y su brazo derecho se había transformado: ya no era humano, sino de bestia. Más grande, más fuerte y cubierto de un pelaje rojizo.
Su puño fue directo a mi estómago, pero sus movimientos era demasiados lentos y no tuve ningún problema es esquivarlo. Cuando el ataque cruzó el aire, pude ver como se dibujaba en su rostro una amarga decepción. Era mala peleando, era muy mala. Aunque lo cierto es que si me llegase a dar con ese ataque, no habría problemas.
Pero ni en un millón de años podría llegar a tocarme. Lo único que hacía bien era esquivar cada uno de mis ataques, como si ella supiera exactamente lo que yo iba a hacer. Entonces entendí lo que estaba pasando: ¿No se llamaba Las 900 Vidas su Marca? Ella me miraba como un corderillo asustando y seguía retrocediendo, hasta que se golpeó la espalda contra el escaparate de la cafetería. No tenía escapatoria.
—Tienez novecientaz vidaz. Ahoda lo entiendo... ¡Novecientaz vidaz! Zi te muedez... ¿Qué zucede? ¿Que vuelvez al pazado? Pod ezo zabez todoz miz movimientoz.
—No digas tonterías... Vidas... Vidas no hay más que una —contestó la Traidora, pero yo ya había comprendido la forma en que sus poderes funcionaban.
Yo la mataba, pero ella regresaba a un punto anterior de su muerte con el conocimiento de cómo esquivar mi ataque. Pero pese a tener esa ventaja, ella era incapaz de utilizar dicho conocimiento para lanzar un contraataque, pues era bien cierto que nuestros niveles de destreza y poder era bien diferentes.
—Ez un poded intedeszante... ¿Cuantaz vidaz te quedan? No hace falta que me conteztez. Aunque zupongo que ez juzto, para poded ganame en combate necezitaráz tantaz o incluzo máz vida. Vamoz, zigamoz peleando. Hazta que me matez... o hazta que no te queden máz vidaz.
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