40. El desacuerdo

Fufu se revolvió entre mis brazos, casi como si le estuviera dando un ataque.

—¿Pero qué haces, idiota? —le pregunté y me regaló un buen mordisco, aprovechó mi dolor para saltar de mis brazos —. ¡¿Por qué me mordiste, imbécil?!

Me miré la mano y tenía las marcas de sus dientes. Estaba por cabrearme bastante con él, pero el cerdo se me adelantó lanzándome una mirada que chispeaba rabia.

—¡¿Pero qué acabas de decirme?! ¡¿Qué significa eso de que me vaya a vivir a la Nación de las pesadillas?! —gritó y al hacerlo, las patas de araña del caído se movieron con violencia.

Eso no era bueno, era malo.

—Eeehhh... —balbuceé, no era capaz de encontrar las palabras adecuadas y además estaba viendo como mi hermano comenzaba a crecer un poco más y como su bonita piel rosada se oscurecía.

Más pronto que temprano, era grande como un perro pastor y los dientes de su boca se fueron afilando: si me llegara a morder con aquella dentadura nueva me haría sangre sí o sí.

—¡¡Contéstame!! —rugió y acompañado el grito, las patas del cara araña se movieron con violencia.

Pensé que ser honesta sería lo mejor.

—Tú... tú... eres como... atraes a la cosa grande esa, a la Hermana del Dolor. Te siguió hasta casa, te siguió hasta la ciudad y ella... Bueno, ¿tú sabes de la Maldición? Convierte a la gente en monstruos, a los que se siente mal, plan deprimidos... Se llaman caídos. Como ese tío de ahí. —Con un movimiento de cabeza, señalé al hombre de la cabeza de patas de araña.

—Ahora lo entiendo... Ella era quién cantaba, ¿no? —dijo Fufu, y puso una sonrisa que no era para nada buena.

Era como una de lobo, y sé que resulta raro que un cerdo sonría como un lobo, pero así lo viví y así lo cuento.

—¿Cantaba...?

—¿Ella me seguirá a dónde vaya? —me preguntó Fufu, yo ricé un rizo de mi pelo.

—Eso dicen...

Fufu lanzó una carcajada y las patas de la araña se movieron con excitación.

—¡¿Entonces por qué no convertir todo el Páramo Verde en un paraíso para los monstruos y los humanos?!

Ser honesta no fue una buena idea.

—No, no... Si la Hermana del Dolor sigue avanzando... creo que muchos humanos se convertirán en caídos y los que no, pues como que morirán un poco. ¿Eso es lo que quieres?

Fufu asintió con la cabeza.

—Si todos somos iguales... ¡Si todos somos iguales, habrá por fin paz! Los humanos siempre estáis haciendo daño, matando cosas, robando, destruyendo... Si la Hermana del Dolor os convierte a todos en monstruos, entonces todos seremos iguales y todos seremos felices.

Me tiré con fuerza del mechón de pelo que me rizaba y me hice un poco de daño.

—¡Eso no tienen ningún sentido!

El cerdo me miró con pena, como si yo fuera demasiado idiota para entenderlo. Era cierto que entender no lo entendía, pero eso no quería decir que fuera una idiota. O que el hecho de que yo fuera idiota no tenía nada que ver con que lo entendiera o dejara de entender.

—Pero sí que lo tiene, hermanita... Los humanos hacen daño a humanos. ¿Eso no es cierto?

—Hombre... Sí, a veces... —le dije, en las noticias solían poner cosas de asesinatos y robos y rollos así. Y a mí me dispararon en la mano. Es cierto que los humanos pueden ser unos idiotas de campeonato.

—Pero... ¿Los monstruos hacen daño a los monstruos? ¿Alguna vez has visto a un monstruo matando a otro monstruo, hermanita? —me preguntó y seguía sonriendo, no me gustaba demasiado aquella sonrisa.

Jugué con un mechón de cabello mientras hacía memoria, pero nada venía a mi mente.

—Lo que me imaginaba... Eso es lo qué voy a hacer... ¿Y tú qué harás? ¿Estás conmigo?

Bueno, hacer lo que mi hermano decía era justamente lo contrario a lo yo que pretendía que hiciera.

—Oye, me parece una idea horrible. ¿No te importa lo que le pase a papá y a Lucía?

—¡No me hables de papá! ¿Sabes que la última vez que lo vi me dejó a mi suerte? ¡Estaba a punto de ser devorado por una boca gigantesca y va el muy idiota y no hizo nada para salvarme! Y Lucía... Ella también intentó matarme, pero no te preocupes, ahora está de mi parte. Aunque está muy enfadada contigo... y creo que lo entiendo, porque ahora me estás enfadando a mí.

Un escalofrío me subió la espalda.

—¿Dónde está Lucía?

—Eso no importa ahora, ¿estás conmigo o estás en contra mía? —me preguntó.

—¡No sabía que tenía que elegir nada! —le contesté.

—Yo tengo la razón, ¿por qué no lo ves? Tú sabes que son los humanos los que hacen daño... ¿Por qué no me ayudas? —me preguntó, pero para mí era imposible hacerlo: simplemente no podía permitir que el resto del Reino se convirtiese en una imitación de esta ciudad.

—Pero qué dices, loco... No, qué va, qué va... Lo que tienes que hacer es irte a la Nación de las Pesadillas y que todo vuelva a la normalidad. Sí, puede que Lucía me quiera matar, pero... uh... bueno... ya se le pasará... —dije.

Me mordí el labio inferior: tenía que haber una forma de convencer a Fufu de que se marchara, pero no era capaz de dar con la combinación correcta de palabras. Fufu soltó un resoplido y dijo:

—Supongo que al final no eres más que una humana... ¡Así que no mereces vivir en mi mundo perfecto! ¡Ataca! ¡Ataca a mi hermana! —gritó, dirigiéndose al cara araña.

—¿Pero qué estás diciendo? —pregunté yo, sin poder creer que Fufu estuviera intentando matarme.

Era malo, la verdad. Ya no era solo que mi mejor amiga quisiera hacerme papilla, ni que todo el Reino estuviera deseando patearme el culo, sino que mi hermano también me quería dar caña de la mala.

El hombre con la cabeza con patas de araña se levantó y dio un paso torpe hacia delante, tan torpe que hasta casi tropezó. Y sin quererlo, ni beberlo, me veía metida de nuevo en una pelea.

Busqué a Hacha que debería estar en el cinturón, pero allí no había nada más que nada y me acordé de que también tuve una pelea con ella. Las cosas no me estaban saliendo demasiado bien ese día...

No sabía si Fufu quería matarme de verdad o no, no quería creer que el cerdito con el que me críe quisiera hacerme daño. Decidí que lo averiguaría y solo había una forma de comprobarlo: ver si me mataba o pisaba el freno antes de hacerlo.

Así que me puse delante del caído y le dije:

—Soy toda tu... —Pero antes de que tuviera tiempo de acabar la frase, una de las patas salió disparada en mi dirección y se me clavó en la garganta.

De la sorpresa y el dolor di unos pasos para atrás y la pata mortífera se le arrancó del rostro. Dolía bastante y se me llenaba la boca de sangre, la verdad es que me arrepentí un poco de esa idea.

—¡¡¡Sabela!!! ¡¡¡No!!! —gritó mi hermano con los ojos llenos de lágrimas y galopaba en mi dirección.

Yo me caí al suelo, y solo tenía fuerzas para morirme. Pero, y a pesar del dolor, sonreía: Fufu se encontraba a mi lado con los ojitos llenos de lágrimas. No quería matarme, aunque me mató, pero lo lamentaba. Creí que todavía había esperanzas para que entrase en razón.

Así me morí otra vez y me fui al lugar oscuro donde iba cada vez que la palmaba. Solo que ahora no era negrura total, sino de un amarillo tirando a ocre. Además, estaban todos aquellos ojos que me miraban con demasiada intensidad.

—Buenos días, Sabela —me dijo Belisa.

—De buenos nada, que me morí... —le contesté.

Flotaba en medio de aquel amarillo y eso me hacía sentir perdida en mitad de la inmensidad.

—No creo que sea bueno que te mueras tantas veces... —me dijo con voz insegura.

—Bueno, no es que quiera morir... —le contesté.

No sabía si sentirme contenta: Fufu se arrepintió de matarme, pero lo hizo de todas formas.

—Ya... pero morirse tantas veces... —dijo, hablaba con miedo.

—Bueno...

Esa contestación corta no le gustó demasiado a Belisa.

—¡Pues a ver si haces algo para evitarlo! ¿Acaso crees que crear dimensiones sale gratis? ¡No, pues no lo es! Estamos llamando la atención de unas criaturas muy desagradables...

—¿Pero qué dices de cruzar dimensiones? —pregunté.

—Oh... no quería decir eso... —se apresuró a decir y todos sus ojos evitaron mirarme: esa tipa me ocultaba algo.

—Bueno, pues lo dijiste. ¿Qué es eso de cruzar dimensiones? Mi poder no tiene nada que ver con eso, lo que yo hago es... —Me quedé un momento callada, pensando en la mejor manera de describir lo que yo hacía —. Viajar en el tiempo, ¿no? Justo antes de que muera... voy allí y pista.

—En cierta manera... —Después de decir esto dio un largo suspiro de derrota —. Tu poder es... más complicado que viajar en el tiempo. Cada vez que mueres, permaneces muertas... por lo menos en esa realidad y se crea otra dimensión desde cero hasta el momento en que estás a punto de morirte. Entonces sería como... si inyectase tus recuerdos en esa nueva Sabela. ¿Entiendes?

—Pues no demasiado...

—¿Cómo te sientes ahora al saber la realidad sobre tu verdadera naturaleza, Sabela?

Me encogí de hombros, no me sentía diferente ni por malo, ni por bueno.

—Bueno, no cambia nada, la verdad. Es decir, sigo siendo yo. ¿No? Tengo mis recuerdos... sigo pensando igual... lo que quiero hacer es exactamente lo mismo... No sé. Más o menos el poder sigue siendo lo mismo, ¿no?

—¡Pero no lo es! Cuando te mueres, permaneces muerta para el resto de la gente que vive en esa dimensión. ¿Recuerdas cuando Lucía te clavó un cuchillo en todo el estómago?

—Como para olvidarlo... —le contesté.

—Pues esa dimensión sigue existiendo: hay un Páramo Verde en que has sido asesinada por ella... Es decir, el poder que te doy no es el de resetear la realidad.

—Ya veo... pero no es algo que pueda hacer nada para cambiar, ¿no? Supongo que lo que puedo hacer es intentar tener más cuidado con eso de morir...

Me di cuenta de que creara una dimensión en la que Fufu me mató y eso no me gustaba demasiado.

—Eso estaría bien, Sabela. Lo mejor es no morirse más, por lo menos no hasta encontrar una buena muerte —me comentó Belisa.

—Pero solo cuando sea muy vieja —puntualicé yo.

—Eso sería lo ideal, ¡espero no verte en mucho tiempo! —me dijo la voz.

—Yo también lo espero... —le dije.

Pero era evidente que la iba a ver más temprano que tarde.

Volví de nuevo a la realidad. Croquetamente, al Tiempo entre Segundos, uno de mis lugares menos favoritos. Lo peor es que, para no variar, no estaba sola: detrás de mi hermano, congelado con una sonrisa bastante siniestra en el rostro, había uno de esas horrendas criaturas deformes, rosadas y desnudas.

Él también sonreía mucho, y enseñaba unos dientes amarillos y mal formados, tan largos que más que de persona, parecían como de conejo. Todo en él era horrendo, él era una persona que no debería existir y todo en él me producía una inquietud muy grande.

Es que era como un humano, pero los cambios que había en él hacía que fuera imposible que fuera uno. Aun así, no era una transformación tan grande y casi podía pasar por un humano. Pero en ese "casi" es donde nacía el temor que me provocaba.

—¡Tiempo para delante! —grité.

Una de las patas del caído cara de araña se venía justo a mi garganta y me acordaba de cómo era morirse ahogada por tu propia sangre. No era de las mejores muertes.

Pero de esta vez la menda estuvo más rápida y le agarré la extremidad antes de que tuviera tiempo de hacerme muchísima pupa. Se la arranqué de la cara y después le pegué un buen puñetazo en toda la cabeza.

Retrocedió unos pasos y agitó la cachola, como si estuviera confuso. Yo miraba su cuerpo, intentando encontrar donde estaba su gema. Vi un bulto justo en el pecho y no pensé, di un paso adelante y le pegué con todas mis fuerzas ahí. Me dolió la mano un poco, porque golpeé algo duro que debía ser su corazón.

Aunque tengo que decir que mereció mucho la pena, porque del tremendo puñetazo que le di, le destrocé la gema del corazón y se cayó al suelo ya sin ninguna vida en el cuerpo. Me miré la mano con la que le di el golpe y me quedé con la boca abierta: la tenía cubierta con un pelo rojizo y juraría que era más grande de lo que recordaba.

—Pero qué... —me dije a mí misma y agité el brazo, el pelaje desapareció y mi brazo volvía a ser el de siempre.

No era el momento de preocuparse por esas pequeñeces: lo que tenía que hacer era convencer a mi hermano, el cerdo, de que lo que pretendía hacer estaba muy mal.

—¿Quieres escucharme de una vez, Fufu? —pregunté y él apretó los dientes.

—¡Jamás de los jamases! ¿Por qué no me escuchas tú, imbécil idiota? ¡¡Yo tengo razón!! ¡¡Yo!! Vosotros los humanos sois malos, malos de verdad y solo sabéis hacer daño... ¡Si todos fuéramos monstruos el Páramo sería un lugar mucho mejor! —gritó y comenzó a llorar.

Yo no supe que decir y me quedé con la boca abierta, deseando tener más cabeza para decir cosas inteligentes y convencerlo de que no tenía la verdad. Pero por mucho que pensaba, no encontraba nada para decir.

Es cierto que los humanos podemos ser unos idiotas, pero no creo que la solución fuera convertirlos a todos en caídos. Antes de que mi lengua le diera tiempo a poner mis pensamientos en orden, Fufu volvió a berrear:

—¡Ya está bien! Ya veréis lo que soy capaz de hacer... Ya lo verás... Si me quieres encontrar, estaré en la Arena de Nebula, hermanita. La verdad es que ya me esperaba que fueras difícil... y te tengo preparada una bonita sorpresa... —dijo y entonces, se lanzó en dirección a la ventana y saltó por ellas.

Yo lancé un grito porque pensaba que se iba espachurrar contra el suelo, pero nada más lejos de la verdad: dos grandes alas le salieron de la espalda y se fue volando al cielo.

—Y ahora vuela... —gruñí, observando como Fufu surcaba los cielos como si fuera una paloma con sobrepeso.

Me quedé en el salón un rato más, mascando aquella terrible derrota. Y la verdad es que tenía el alma un poco al nivel de los pies, pero tenía que seguir para delante, porque si me quedaba allí no avanzaría nada de nada. Así que salí de la casa y me encontré de nuevo con Maeloc.

—Dijiste que podías manejar a los caídos, pero uno de ellos casi me rebana el cuello —le dije, no estaba cabreada ni nada, pero tenía curiosidad para saber lo que me contaría.

—¿Fue tu hermano el que lo controló? —me preguntó Maeloc —. Ciertamente es raro... Lo siento, no sé la razón de que ellos también le obedezcan a él.

—Ya... Me dijo dónde estaría. En la Arena... intentaré... bueno, no sé qué intentaré hacer... es que ni sé que tiene preparado para mí. Pero algo haré... 

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