35. El corazón de los caídos
No podía dejar de pensar en cómo la Araña se escapó de mis manos y me ponía muy malo del estómago. Podíamos haber tenido una lucha de las buenas, pero el muy idiota aprovechó la menor oportunidad para largarse.
Tampoco me gustó nada de nada que el comandante nos mandara a buscar al tipejo ese, porque me daba a mí que las heridas que había sufrido lo habrían debilitado demasiado como para que me diera un combate de los buenos.
Por si fuera poco, el día comenzaba a ponerse peor y peor: las nubes iban pasando de gris a negro y hasta comenzaba a caer una lluvia de esas ligeras y que apenas mojan. Pero me daba a mí que pronto comenzaría a llover con verdaderas ganas.
Por lo molesto que estaba, iba en silencio y con la cabeza para abajo, siguiendo a Fernando que parecía que sabía a dónde iba. A él se le daba bien eso de encontrar personas que no querían ser encontradas, y a mí pelear. Que también era una de las cosas que más me gustaban.
—Era mejor habernos ido con el comandante, seguro que pelear contra el Rey de los Monstruos es más interesante que hacerlo con la Araña... —dije, no porque tuviera ganas de hablar, pero es que el silencio de la ciudad comenzaba a ponerme nervioso.
—La Araña es un contrincante bastante fuerte, ¿acaso no te gusta eso? —me preguntó él.
—Si estuviera normal, pues sí. Pero está herido... —le contesté, caminábamos por una calle de piedra, un poco estrecha con el suelo brillante por la lluvia.
Y no se veía a nadie: ni una persona, ni un monstruo, ni nada de nada. Me hubiera gustado mucho que todos los que vivían en la ciudad fueran ya unos monstruos y vinieran a por nosotros, por el tema de que luchar contra una manada de ellos sería bastante interesante. Pero nada de nada: la ciudad permanecía vacía y silenciosa, solo el ruido de nuestros pasos y la lluvia cayendo cada vez con más fuerza.
A mi derecha aparecieron unos soportales, para pasar a ellos había unas cuantas columnas con sus arcos. Esperaba encontrar en la oscuridad de allí a alguno caído, o incluso estaría medio bien ver a la Araña. Por muy herido que fuese, sería mejor pelear contra él que seguir caminando por aquella ciudad vacía de todo.
—Oye, Hernando... ¿Qué importancia tiene que la Araña esté herido? Sea como sea, seremos nosotros quien lo matemos —decía Fernando.
A mí lo de matarlo me daba igual, lo que me gustaría era tener un buen combate contra él, pero no creo que mi hermano fuera capaz de entender. No nos parecemos demasiado, ni por fuera ni por dentro. Él es delgado y yo soy robusto, él es bajo y yo soy alto.
Además es bastante feo con unos pómulos salientes que le dan un aspecto de viejo, cuando en realidad no lo es. Pero supongo que lo compensa en parte porque es bastante listo. Además, mi hermano utilizaba un rifle para pelear. Y si el arco es el arma de los cobardes, el rifle era de aún más cobardes.
Me quedé parado en frente de un edificio que tenía la puerta tirada en el suelo: creí descubrir unas sombras que se movían en el interior. No me había equivocado, pronto salió afuera uno de esos caídos, que tenía aún una forma más o menos humana. Es decir, la mujer aquella tenía dos brazos y dos piernas y una cabeza. No se había monstruoficado por completo, pero tampoco es que fuera algo agradable de ver.
Le nacían bultos por todo el cuerpo que la deformaban bastante: en la pierna derecha le crecía un bien grande en el muslo y también en la pantorrilla, y la izquierda era un desastre total que se encontraban tan deformada que ni la podía doblar, así que para caminar tenía que ir arrastrando el pie.
Además, también tenía bastantes protuberancias en el estómago, una bien grande en el hombro, que hacía que la cabeza le quedase inclinada hacia la izquierda y otra le nacía en la frente, deformándole bastante el rostro. Por último, su ropa estaba manchada de sangre, al igual que la boca, sus alrededores y el mentón.
Se acercó a mí, con bastante lentitud, y me hizo pensar que eso de los caídos era un poco fraude. ¿No se suponía que eran peligrosos? Le di un buen puñetazo en toda la cara y se cayó al suelo, pero en nada volvió a levantarse y, a pesar de que le había roto la nariz, no parecía que le doliera nada.
Me fijaba en su rostro, ya que cambiaba constantemente: la cara parecía que en vez de estar hecha de carne, era como barro o algo semejante. Un ojo le iba para arriba, otro para abajo y la boca se volvía más larga. Y el bulto de la frente le palpitaba, casi parecía que estaba a punto de explotar.
Y eso fue lo que sucedió: reventó y sentí un dolor en la mejilla, me llevé la mano allí y vi cómo tenía los dedos manchados de sangre. La cosa aquella me atacó con algo que le había salido del bulto y la idea de que algo tan débil y tan patético tuviera el valor de hacerme daño me cabreó.
Le di un fuerte empujón y de nuevo se fue al suelo, quedándose bocarriba. Inmediatamente, le aplasté la cabeza con mi martillo y fue bastante sorprendente que eso no la matara en el acto.
La carne molida comenzaba a hincharse como un si fuera globo y pude darme cuenta de que no formaba de nuevo la cabeza de la mujer, en vez de eso se convertía en algo diferente y a mí eso me parecía una cosa de verdad fascinante.
—¿Podrías matarla sin romper la gema? —me preguntó mi hermano.
—¿Y cómo se hace eso? —pregunté.
—Solo tienes que hacerle daño hasta que a la gema no le quede energía, así no se podrá regenerar.
—Oh, vale... —dije yo y entonces le aplasté primero el brazo izquierdo, luego el derecho y después me encargue de las dos piernas.
Al final la cosa esa acabó siendo un torso humano, pero aun así continuaba viva y seguía regenerado la cabeza, los brazos y las piernas. Los miembros también se inflaban y me di cuenta de que el ritmo que seguían era semejante al latido de un corazón.
A mí lo que más me interesaba era mirar cómo se iba formando la cabeza, que ya nada tenía que ver con la mujer que una vez había sido. Le nacía sin necesidad de cuello y era como un bulto deforme con un tamaño menor a una cabeza normal.
La carne se le abría formando unos ojos, la nariz y la boca también, pero estaban mal colocados: los ojos no iban a la misma altura y ni siquiera eran del mismo tamaño, la boca no estaba completamente en horizontal y la nariz le quedó bastante cerca de la frente. De pronto, la cosa exhaló un gemido y se murió por fin, parando la regeneración en el acto.
Fue ahí cuando Fernando clavó un cuchillo en el pecho de la criatura y después le hizo un tajo hasta un poco más debajo del estómago. Pasó los dedos por la herida abierta, para dejar a la vista el interior de la cosa aquella: el olor era algo bastante desagradable.
El interior era un completo desastre, vale que yo no soy un experto en anatomía humana, pero tengo una idea de donde están más o menos las cosas. Pero en ese interior los órganos estaban mezclados sin ton ni son.
—Perfecto... —dijo mi hermano cuando sacó la gema, que no la tenía justamente el pecho, sino entrelazada con los intestinos.
La limpió con un pañuelo y había en su rostro una impresión que me decía que tenía algo en mente. La gema del corazón tenía un color rojo oscuro y no tenía forma de corazón, era como una piedra cualquiera. Por lo menos en cuanto a la forma.
—¿Perfecto el qué? —le pregunté.
—¿Tú quieres ser fuerte?
—¿Yo? Claro... ¿Quién no querría serlo?
—Sígueme, te voy a enseñar un pequeño truco que creo que te gustará mucho —dijo él.
Entramos en la casa de la que había salido la cosa aquella, estaba oscuro y apestaba a metálico. Era por la sangre, había un montón de sangre por las escaleras retorcidas que subían hacia arriba. Tanto en los escalones como en el suelo.
Al llegar al primer piso vimos a un hombre tirado en el suelo, delante de una puerta abierta. No era ningún caído, solo un muerto cualquier con la cara desfigurada por mordiscos.
Fernando entró en la casa y yo lo seguí, el interior era un desastre completo: muchos muebles tirados en el suelo, destrozados por lo que debería haber sido una pelea descomunal.
Al pasar al lado del salón, vi unos pies pequeños que salían detrás de un sofá. Estaban sobre un charco de sangre, así que era imposible que estuviera vivo. Y tampoco se había convertido en un caído.
—¿Puede que esa mujer caída viviera aquí? —le pregunté a Fernando.
—Vi una fotografía de ella con su familia en el suelo —me contestó él.
—Qué mal... —dije, lo que le pasó a esa ciudad era bastante malo, a los que habían permitido que sucediera todo aquello los debían de colgar o mejor algo peor para que sufrieran más antes de morir.
Fuimos a la cocina, que era un poco pequeña y estrecha, pero tenía bastante mejor aspecto que el resto del piso. Es decir, allí por lo menos no parecía que hubiera ocurrido la pelea del siglo. Y entonces Fernando puso una olla al fuego con agua dentro.
—No creo que sea el mejor momento para comer... —le dije, y estaba un poco extrañado por el comportamiento de mi hermano —. ¿No se supone que tenemos que buscar a la Araña?
—Lo que estoy preparando es bastante mejor que una comida normal y corriente —me contestó.
Yo me quedé callado, si no quería contarme de que iba la cosa, no le haría más preguntas. Miré en el frigorífico y me cogí una lata de cerveza, después me senté en una pequeña mesa que había al lado de la pared.
El tic tac del reloj de pared sonaba demasiado, uno de esos sonidos capaces de irritarte hasta la médula. Así que lo cogí y lo tiré al suelo, haciendo que dejase de sonar. No creía que a la familia que de la casa le fuera a importar ni mucho, ni poco.
—¿Te acuerdas del anciano que conocimos del VHX? —me preguntó Fernando, rompiendo por fin el silencio.
Nada más hacer la pregunta, metió dos gemas del corazón en el agua hirviendo de la pota. Eso me dejó bastante confundido.
—¿Pero qué estás haciendo...? ¿Y de dónde salió la segunda? —le pregunté, porque solo le había visto sacar una gema de la cosa que me había cargado yo.
—Del caído que mató a Xacobo. ¿Te acuerdas o no? Del hombre del VHX digo, no del monstruo que mató a nuestro compañero —contestó Fernando.
Me rasqué el mentón, el nombre me sonaba de algo. Y de pronto se hizo la luz: un viejo de voz suave y unos ojos azules que daban un poco de inquietud.
—¿Xaquin? —pregunté, él era un conocido del comandante y era el que nos había dado la información de donde se encontraba uno de los poblados de las makash.
Fernando asintió con la cabeza.
—Él parecía saber bastante sobre las gemas del corazón y a mí es un tema que me interesa bastante. Estuvimos hablando y me contó un detalle bastante interesante sobre ellas, sobre cómo utilizarlas para volverte más fuerte, mucho más que una persona normal.
—No habrá que comérselas... —pregunté, no me apetecía demasiado meterme una cosa de esas en la boca. Sobre todo teniendo en cuenta de dónde habían salido.
Fernando puso una de sus sonrisas inquietantes.
—Exactamente.
—Oye, Fernando... Que a mí eso de volverme más fuerte pues como que me cunde bastante. Pero... tampoco es que quiera convertirme en una de esas cosas —le dije, los caídos eran unos seres deformes y no me parecía a mí que pensaran demasiado. Era unas cosas que lo único que podían hacer era matar personas, por lo menos así me parecía a mí.
—Seguirás siendo quién eres ahora, solo que mucho más fuerte —dijo Fernando y es cierto que yo confiaba mucho en mi hermano, pero no podía decir lo mismo del viejo del VHX.
—¿Cómo puedes estar seguro? —le pregunté.
—¿Crees que iba a hacerlo si no estuviera completamente seguro de que funcionaría? He visto cómo pasaba —dijo.
—¿De qué estás hablando?
—Xaquín realizó lo que sería una demostración privada —me contestó —. Además estaba con el comandante, así que no creo que tuviera el valor de intentar engañarnos.
Asentí con la cabeza, lo cierto es que no creo que hubiera nadie capaz de engañar al comandante. Él no era una persona acalorada, sino que era alguien frío y calculador que no dejaba que absolutamente nadie le pillase desprevenido.
Aunque también era cierto que Abdón le había propinado un puñetazo que lo dejó sin dientes, pero ¿quién se iba a esperar que tuviera tanta fuerza después de que le metiera tanta espada en el estómago?
—Entiendo... vale, si tú crees que está bien, pues vale —dije yo, porque ciertamente no veía ninguna razón para no hacerlo.
Sin decir nada más, Fernando sacó los corazones del interior de la olla y los puso en un colador. Después lo colocó debajo del grifo del fregadero y dejó caer agua por encima hasta que se quedaron menos calientes.
—Coge uno —ordenó mi hermano y yo obedecí.
Ahora eran diferentes: su color era más fuerte, menos oscuro y brillaban también. Además, eran bastante blandos y daba la sensación de que estabas cogiendo un trozo de carne. Y en esos momentos, ya no había vuelta atrás.
—Come —dijo mi hermano y yo obedecí.
Me lo llevé a la boca y le di un buen mordisco. Mis dientes se hundieron en la piedra y era como si fuera un trozo de carne cruda. La verdad es que no fue desagradable en absoluto, sino que sabía bastante bien.
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