33. Los malos sentimientos
Cruzamos las puertas de la ciudad de Nebula y nos encontramos con una visión desoladora de la ciudad vacía: no se veía ni un alma por la larga calle en donde caminábamos en silencio, donde lo único que se escuchaba era el silbido del viento.
En la puerta abierta de una casa, me encontré con un osito de peluche mancha de sangre y sentí las lágrimas en los ojos. ¿Cómo era posible que el mundo acabara así de mal? Cuando hace unos días no había ninguna sombra sobre nosotros...
La tristeza dio paso a la rabia, rabia dirigida a Sabela... Fue culpa de ella, ella y su hermano permitieron que la desgracia cayera sobre el Reino y... ¿para qué? ¿Qué ganaban con ella?
Los malos sentimientos me inundaban por dentro y eran un ansia que me aferraba la garganta. Algo de lo cual no me podía librar y en mi mente solo rondaba la idea de acabar con vida de una vez por todas.
Seguimos caminando hasta llegar a una plaza, que no tenía nada en especial. Además, mi estado de ánimo me impedía fijarme demasiado bien en los detalles, ya que, como decía antes, mi mente estaba completamente obsesionada con la Traidora, con la idea de encontrarla cuanto antes.
Allí nos paramos, Rodrigo y sus secuaces hablaban sobre algo, pero las palabras llegaban a mí sin interés. Que rumiasen lo que quisieran, que a mí me daba igual: a mí lo que más me importaba era dejar de estar allí clavada y continuar caminando, porque cuanto antes lo hiciéramos, antes encontraríamos a la Traidora.
Alejado de mí y también de los caballeros, se encontraba Abdón que miraba con aire distraído el volar de una mariposa. Me sentí irritada por él, a pesar de que era fuerte me hubiera gustado que no nos acompañase. Rodrigo se separó de sus compañeros y se acercó a él, tenía en el rostro una sonrisa peligrosa.
—Abdón, ¿os importaría que os hiciera una pregunta?
El aventurero de la mirada sombría lo miró durante unos instantes antes de contestar.
—Sí... pregunta...
—¿De verdad no sientes remordimientos por lo que le hiciste a mi familia? —preguntó Rodrigo y la sonrisa que tenía antes se le borró de la cara, ahora tenía una expresión de máxima seriedad y parecía estar muy atento a todo lo que salía de la boca de Abdón.
Este frunció el ceño y examinó con mayor atención a Rodrigo. Parecía que había pasado algo entre los dos, pero a mí ciertamente no me interesaba. Se podían matar entre ellos, si era eso lo que querían hacer.
—¿Tu familia...? No lo entiendo... —dijo Abdón, con una cara de suma idiotez en el rostro.
—¿Cómo que no lo entiendes? ¿Tanto mal has hecho en tu vida que no te acuerdas de cómo por tu culpa murieron mi mujer y mi hijo? —susurró Rodrigo, relampagueando la rabia en su voz.
—Yo... yo no recuerdo nada de lo que me sucedió desde hace veinte años... pero creo que no te recuerdo ni a ti... ni a tu mujer... ni a tu hijo... —dijo Abdón y, por lo menos a mí, me parecía que había sinceridad en su rostro.
Rodrigo pareció decepcionado por eso, chasqueó la lengua y lo miró durante unos instantes, quizás para ver si decía algo más. Entonces, meneó la cabeza de un lado a otro y una pequeña sonrisa apareció en su rostro.
—Te creo, pero eso no quita que no tenga que matarte —dijo Rodrigo.
—¿Lo que...? —preguntó Abdón, seguramente lo cogió por sorpresa la reacción de Rodrigo.
La espada de Rodrigo se introdujo por la boca de la calavera que adornaba la armadura negra de Abdón. La pequeña sonrisa que florecía en el rostro de Rodrigo se tornó siniestra mientras giraba la espada y su hoja se manchó de la sangre del aventurero sombrío.
El puño de Abdón golpeó al comandante en toda la cara, con tanta fuerza que el caballero salió volando unos metros hacia atrás y se derrumbó en el suelo. Durante unos momentos, permaneció derrotado, tumbado con una mano sobre la cara y la mirada fija en el cielo cubierto por densas capas de nubes.
—¡Comandante! —gritó Xacobo y se arrodilló junto a él intentando socorrerlo. Pero Rodrigo no necesitaba, ni quería ayuda ninguna y lo apartó de un fuerte manotazo que lo dejó tirado en el suelo y con la confusión pintada en la cara. Rodrigo tenía la nariz, la boca y el mentón manchados de sangre y su mirada destilaba odio puro.
—¡Mataz! ¡Mataz a eze cabdón! —chilló el comandante, señalando al aventurero.
Acto seguido, Rodrigo se levantó, dispuesto a proseguir la lucha contra Abdón. Pero las piernas le flaquearon y sus rodillas besaron el suelo, el golpe que le había propinado el aventurero fue bastante duro.
Un disparo estalló en el aire y una bala se hundió en el hombro de Abdón, pero él logró mantenerse en pie, como si el balazo no fuera nada más que el picotazo de un mosquito.
Hernando intentó aplastar al aventurero con su martillo de guerra, pero todo el golpe se lo llevó el suelo, ya que Abdón lo esquivó con facilidad. A pesar de haber recibido un espadazo en el estómago y un balazo en el hombro, Abdón seguía moviéndose con agilidad, como si aquellas heridas no fueran para él más que una ligera molestia.
Retrocedía, paso a paso, hacia un estrecho callejón que se retorcía hacia el interior de la ciudad y, por encima de nuestras cabezas, de una pared a otra, había un tendal con ropa colgada: unas camisetas, calzoncillos, pantalones... seguramente ya nadie reclamaría aquellas prendas.
La mano derecha de Abdón se alzaba con la intención de agarrar la empuñadura de su mandoble. Pero no llegaba a desenvainarla, como si dudase en entablar combate contra los dos vice comandantes.
Xacobo se había levantado del suelo y la forma en que su boca permanecía abierta le otorgaba un aire idiota. Con movimientos torpes, desenvainó la espada y la hoja temblaba, vaivenes involuntarios imposibles de parar. En ese estado, no creo que ni lograse derrocar a un trasno sin brazos.
—No... ¿No nos vas a ayudar? —me preguntó, puesto que yo permanecía alejada de la escena, sin la espada en la mano. Ante tal idea, me dieron ganas de reír.
Si bien era cierto que el aventurero no me caía bien, tampoco tenía ganas de involucrarme en su asesinato. Prefería mantenerme neutral y esperar a que todo terminase cuanto antes, pues lo que más deseaba se encontraba en el interior de la Nación y no en esa patética trifulca.
Abdón se llevó la mano izquierda al hombro, allí donde recibió el disparo, y al apartarla tenía una bala en ella. De forma alargada y manchada de sangre, la examinó unos momentos antes de tirarla al suelo. Fernando bajó el rifle un poco.
—¿Cómo te has quitado la bala de dentro? No deberías haber podido hacerlo —le preguntó.
—Yo... No lo sé... —respondió el aventurero, ganándose una corta risa del caballero delgado, quien le dijo:
—¿De veras? Supongo que no importa... —dijo Fernando, ya dispuesto a apretar el gatillo y terminar con todo aquel circo.
Pero Hernando apoyó la mano sobre el cañón del rifle.
—No le pegues un tiro, quiero luchar cuerpo a cuerpo, quiero comprobar si es fuerte de verdad —dijo, acercándose al aventurero con paso decidido, con el martillo en las manos.
Una mueca de disgusto apareció en el rostro de Fernando, pero no hizo ninguna tentativa de disparar, ni siquiera abrió la boca. Aunque mantenía el arma apuntando a Abdón, seguramente si la pelea entre ambos brutos no acababa bien él se encargaría de equilibrar la balanza a favor de los caballeros de la Hermosa Rosa. Hernando se acercó a Abdón, aunque el caballero era bastante grande Abdón lo era más.
—¿No huirás de mí, verdad? —preguntaba Hernando.
—No quiero pelear contra vosotros... —contestó Abdón, con tono amargo y daba la sensación de que de verdad le desagradaba la idea.
—Mala suerte, yo sí que quiero pelear contra ti —le dijo Hernando.
Yo permanecía a un lado, observando como aquellos idiotas se peleaban, entendía que Abdón le había ocasionado algún mal a Rodrigo. Pero aun siendo así, no creía que fuera el momento adecuado para solventar aquel problema.
Xacobo tenía la espada desenfundada y retrocedía con la boca abierta, alejándose del enfrentamiento, afectado por todos los acontecimientos que lo rodeaban, le picaban y le llenaban de preocupaciones.
Retrocedió hasta que su espalda se golpeó con el escaparate de una tienda de ropa en donde finos maniquíes lucían coloridos vestidos que no cumplían con el decoro de la situación.
Algo alargado cayó sobre el hombro de Xacobo. Dedos de una mano de una palidez cadavérica, dedos larguiruchos y de nudillos nudosos, dedos que terminaban en unas uñas afiladas y resquebrajadas.
Repiquetearon en la armadura del chico, sin que este se diera cuenta. Pues él estaba demasiado ensimismado en la batalla que estaba a punto de comenzar entre Abdón y Hernando.
Sin embargo, sí que se percató de que lo observaba fijamente y él me devolvió la mirada. No sé qué creyó que pasaba, pero puso una sonrisa trémula, una que apenas daba aguantado en el rostro.
—Las cosas se están poniendo feas —me dijo, intentando no perder la compostura.
La mano se cerró sobre el cuello del caballero y lo levantó en dirección al tejado. El sonido metálico de la espada cayendo, los pies golpeando desesperadamente el ventanal de la tienda y la boca se le abría en un terrorífico gesto de gritar mudo. Golpeaba con la mano la muñeca del monstruo, pero todo intento de zafarse era inútil.
Mi mirada subió hasta descubrir en el tejado a un caído con unos brazos larguísimos y, para su extensión y delgadez, eran ridículamente fuertes. El monstruo tenía unas piernas cortas y musculosas, que terminaban en tres largos dedos y un cuerpo panzudo y de pechos caídos. Carecía cuello, y su rostro estaba ocupado en su gran parte por una boca de la cual le caía una lengua hinchada, movida por una gula de carne humana.
Sonó un disparó, que se hundió en el único ojo del caído y este se quedó congelado, parando la subida del muchacho. Durante unos segundos, pensé que podríamos salvar al joven caballero. Me fijé en él, las uñas de la criatura le habían atravesado la garganta, y la sangre se escurría entre los largos dedos, manchando la piel pálida de rojo.
La herida de la cabeza se cerró con rapidez y el caído volvió a subir al cadáver hasta su boca, en donde sus dientes se cerraron por encima de la nariz hundiéndose con facilidad en la carne, el hueso se quebró, provocando un sonido que se escuchó en toda la plaza. Por lo menos ya estaba muerto cuando eso sucedió.
El monstruo permanecía sobre nuestras cabezas comiéndose el cadáver de Xacobo. La sangre se escurría por las tejas hasta llegar al precipicio en donde se juntaba y caía al suelo, parecía como si el tejado llorase continuas lágrimas rojas. Lo único que se podía escuchar era el masticar del monstruo, los ladridos de algún perro perdido en la ciudad y el soplar del viento a través de la plaza.
Hernando lanzó un grito rabioso y le habló a Fernando:
—¡Se ha escapado, el muy cobarde se ha escapado! ¿Te puede creer que giré la cabeza para mirar por qué disparaste y cuando volví a mirarlo ya se fue? —dijo el grandullón, con la cara roja y le lanzó una mirada al cadáver de Xacobo —. Buen momento has elegido tú para que te mataran...
—Vamoz —dijo Rodrigo, dándole la espalda a Xacobo
—¿Nos vamos? ¿No piensas eliminar a ese caído? —le pregunté y él me miró, la belleza natural de su rostro estaba severamente dañada por el golpe que le había propinado Abdón.
—No, no medece la pena el ezfuezo... —dijo, me dio la sensación de que tenía más que contarme acerca de ese hecho, pero cerró la boca y se sumió en un mutismo de niño malcriado.
—Una mierda lo voy a dejar ahí... —murmuró Fernando y apunto al caído con su rifle.
Realizó unos cuantos disparos a la pierna de la criatura, haciendo que perdiese el equilibro y cayera al techo, destrozando una gran cantidad de tejas. El cadáver de Xacobo cayó desde lo alto y al chocar contra el suelo sonó a metálico.
El caído intentó agarrarse al tejado y sus dedos se aferraron al borde, para su desgracia, su largo brazo fue incapaz de aguantar con el peso de su cuerpo y quebró con un sonido que me recordó al estallido de un látigo.
Se pegó un buen golpe contra el suelo, justamente con su fea cabeza en la cual se abrió una gran brecha por la cual le salió un poco de cerebro hecho papilla. Una de las piernas yacía muerta debido a los disparos y el brazo con el que intentó agarrarse al borde era un muñón, uno del cual le comenzaba a crecer un nuevo miembro. Era como ver crecer la rama de un árbol a gran velocidad.
Debido al daño en las dos extremidades, levantarse le era imposible y a cada intento le fallaba el escuálido brazo y se golpeaba la cabeza contra el suelo haciendo que más y más cerebro se escurriera de la herida, manchando el pavimento.
No hice nada por Xacobo cuando la criatura lo irguió en el aire con aviesas intenciones, puesto que tal acción me había cogido por sorpresa. Pero por lo menos podría darle muerte a la criatura, ya que no solo acabó con su vida, sino que también le comió la cabeza entera.
Desenvainé mi espada, y como siempre que entraba en modo de combate, el mundo se ralentizó a mi alrededor. Los torpes movimientos que la criatura hacía al intentar levantarse eran perceptiblemente más lentos.
Caminé en su dirección, manteniendo la calma: que era lo que debí haber hecho cuando me enfrenté a Fufu y a los trasnos. En una situación normal, enemigos de ese nivel no deberían haber sido un problema, pero en esos momentos mi vida era un caos monumental y todo lo que podía haber salido mal, salió peor.
El ojo del caído giró en mi dirección, en apariencia y a pesar de su tamaño era uno que se asemejaba al de un humano. Poco tiempo dispuse para examinarlo, pues pude ver como en la frente, la carne formaba ondas como si fuera el agua de un estanque en el cual hubiera caído una piedra.
Algo salió disparado de la frente, una aguja hecha de hueso que, con una puntería envidiable, se dirigía a mi garganta. Esquive el ataque con facilidad, pues fue torpe y predecible.
Atacó unas veces más, lanzando aquellos largos pinchos que pretendían perforar mi carne, pero no logró alcanzarme en ninguna ocasión. Al acercarme, él intentó huir arrastrándose por el suelo y lanzaba chillidos patéticos por la boca, incluso lloraba gruesas lágrimas por su único ojo.
Le ataqué con la espada, provocándole una profunda herida gracias a la cual descubrí la localización de la gema del corazón. Se la arranqué del cuerpo pinchándola con la punta de mi arma y, nada más hacerlo, la criatura se quedó inerte.
Me acerqué la gema al rostro y pude descubrir como en la superficie carmesí comenzaban a nacer pequeñas islas de carne. Si le daba el tiempo suficiente, la gema podría crearse un cuerpo nuevo y continuar devorando a los desdichados ciudadanos de la urbe. Arrojé el corazón al suelo y se rompió en tres pedazos, poniendo fin a la miserable existencia de aquella criatura.
Me volví en dirección a los caballeros, ellos charlaban ajenos a mi combate contra el caído.
—Vaíz a id a pod la Adaña —dijo el comandante a Hernando y Fernando.
—Oh —dije, porque había comprendido que él hablaba de esa manera porque el golpetazo que recibió de Abdón le había roto los dientes.
—¿Nosotros, comandante? ¿No lo quieres matarlo tú? —le preguntó Hernando.
Rodrigo abrió la boca, pero no llegó a decir nada. Pensé que quizás no le gustaba demasiado la forma en que hablaba ahora y prefería mantener una estricta economía de palabras.
—Ez máz impotante la Taidora —dijo.
Ahora ya no era tan imponente, más bien diría que impotente.
—No nos importa encargamos de ese aventurero, comandante —dijo Fernando, con una sonrisa que no auguraba nada bueno.
Hernando no parecía tan ilusionado como su compañero, pues dijo:
—Aunque no sé si será un rival demasiado digno. Es que con eso de que le atravesarás las tripas con el hierro y que el amigo le diera un disparo, pues a lo mejor ya está muerto y todo.
Rodrigo negó con la cabeza.
—No lo zubeztimez —le dijo y después volvió su mirada a mí —. Tú y yo idemoz a pod la Taidoda, ¿vale?
Asentí con la cabeza, pero cada vez me gustaba menos la idea de acompañar a Rodrigo en aquella aventura. Durante unos momentos pensé que sería genial estar acompañada con Sabela y vivir aventuras con ella, pero pronto me acordé de que ella era la traidora.
Nos separamos de los dos vice comandantes, los dejamos en aquella plaza presidida por la estatua del hombre calvo. Ese acontecimiento no me importó nada en absoluto, incluso me alegré de separarme de aquellos dos cazurros, pues su compañía no me era especialmente grata.
Rodrigo y yo caminamos en dirección a la frontera con la Nación de las Pesadillas y entre los dos no surgió ni el más mínimo conato de conversación, siendo el silencio lo único que transpiraba. Tampoco me importaba y esperaba separarme de él lo antes posible.
A medida que avanzábamos por las pétreas calles de Nebula, me esperaba encontrar con más y más caídos. Pero la ciudad permanecía en un estado somnoliento, carente de acción, inanimada. Más que una urbe, parecía un cementerio.
Aunque de vez en cuando, en las ventanas de alguna de aquellas casas bajas de piel de piedra aparecían rostros humanos rodeados por la oscuridad que observaban nuestro avance. Pero ellos permanecían en silencio, simplemente nos miraban con una expresión extraña que quizás se pudiera describir con el miedo de tener esperanza.
Supuse que gran parte de los habitantes de la ciudad se habían encerrado en sus casas por miedo a la presencia de los caídos, lo cual yo consideraba como un comportamiento razonable. Aunque lo triste era que los Hijos del Sol pretendían lanzar sobre sus cabezas la Mano de Helios y borrar la ciudad de la existencia. Pero yo no iba a permitir que sucediera tal cosa: acabaría con la amenaza, y de esta manera ya no habría ninguna necesidad de que se lanzase nada sobre la urbe.
—Ya llegamoz... —dijo Rodrigo, se encontraba justo delante de una bocacalle.
Me coloqué a su lado y descubrí que la frontera nacía unos metros más adelante, cortando un estrechísimo callejón de paredes blancas, aunque bastante sucias. Era un espacio ínfimo y, de ser un poco más estrecho, tendría que caminar de lado para poder avanzar.
La frontera tenía la apariencia de una muralla de energía carmesí, en la cual no cesaban de bailar venas negras, venas moradas... la frontera ardía en una llama eterna y casi podía sentir su calor. Levanté la mirada, queriendo descubrir donde acababa, pero daba la impresión de que llegaba incluso a penetrar a través de la capa de nubes que volvía gris la realidad. De hecho, aquella muralla antinatural era la única pizca de color que se podía ver en aquel día: su rojo era vivo, al contrario que los tonos muertos que nos rodeaban.
Ciertamente, era una visión deslumbrante y que te dejaba sin aliento, un fenómeno inaudito y sin parangón, capaz de estremecerte por dentro y hacer que te vieras diminuta, como un copo de nieve en medio de un alud. Había belleza en aquella extraña visión, pero una carente de humanidad.
Nos quedamos observando la frontera unos largos minutos inactivos, en los cuales el único movimiento era el que hacían nuestros pechos al respirar. Detrás de ella, el peligro de caer y convertirse en un monstruo aumentaría y era bastante posible que el número de caídos aumentase.
Rodrigo no daba el paso al interior, se limitaba a observar la frontera con una expresión inescrutable en el rostro. ¿En qué estaría pensando en esos momentos? No me importaba en absoluto, ya no quería tener nada que ver con él, ni con su orden de pazguatos, ni tampoco con sus promesas de recuperar mi ojo y mi brazo. Llegué a la conclusión de que no merecía la pena recuperarlos, si el precio a pagar era estar bajo la bota de alguien como él.
—¡Bah! —solté, súbitamente irritada por la presencia de Rodrigo: me molestaba que se hubiera quedado allí pasmado, sin moverse y sin decir nada, petrificado como una estatua.
Sin decirle una palabra, me adentré en el estrecho callejón y avancé en dirección a la frontera. Paso a paso, la callejuela fue estrechándose y me dio la angustiosa sensación de que las paredes querían aplastarme.
Morir olvidada en aquella ciudad perdida, era impensable que eso sucediera. De encontrar la muerte, por lo menos que fuera después de haber cumplido mi misión, de haber evitado que la Mano de Helios cayera sobre la ciudad.
La frontera relucía a unos pocos pasos, con un brillo que hizo que me olvidase de la sensación de aplastamiento. De pronto, me entraron unas ganas inmensas de traspasar aquella muralla y acceder a la Nación de las Pesadillas.
Me quedé en frente de la frontera, obnubilada por los pequeños detalles que danzaban en la superficie de la frontera. Al fijarme, las formas creaban imágenes, pero cambiaban con una rapidez tal que no podía decir qué eran o qué dejaban de ser.
Miré hacia atrás, Rodrigo permanecía en el comienzo del callejón y no me miraba, su mirada se alzaba por encima de mi cabeza. Daba la sensación de que el caballero estaba hipnotizado por la frontera.
No me importaba dejarlo atrás, incluso lo prefería. Únicamente me había unido a él para poder entrar en la ciudad, después de eso lo que hiciera o dejara de hacer no me incumbía en lo más mínimo. Di un paso al frente, atravesé la frontera, entré en la Nación de las Pesadillas, la oscuridad me rodeó.
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