30. El regreso

A la mañana siguiente, me desperté en una habitación que no era la mía. Durante unos minutos, me quedé tumbada y revuelta entre las sábanas de la cama, confusa por despertar en un lugar extraño.

Pero al final recordé que por la noche hubo un rollo con Melinda y algo sobre unas pesadillas y entonces como que tuvo que venir a dormir conmigo. Sí, pero eso no explicaba demasiado bien como yo había acabado en su habitación.

—Supongo que roncaría... —dije, porque podía ser eso y también podía no ser eso.

Al final, me encogí de hombros y me dije que no importaba demasiado. Lo más importante de todo es que dormí bastante bien y me encontraba llena de energías. ¡Y bien que iba a necesitar cada gota de ella, que me esperaba un día de los chungos!

Necesitaba ropa, porque estaba en pijama y no era plan darle de golpes a los monstruos con esas pintas, ni tampoco ir a ver al Rey de los Monstruos así. Me fui a la habitación de Melinda, que en realidad era la mía, con la intención de ducharme y ponerme algo adecuado para pelear contra los caídos.

Ella ya estaba despierta y se sentaba en la cama con los pies colgando del borde. Leía aquel espantoso libro, que descansaba sobre sus rodillas, y un escalofrío bien frío me recorrió la espalda: esa cosa me gustaba menos que nada.

—Buenos días, Sabela —dijo ella con voz distraída —. ¿Dormiste bien, sin pesadillas?

—Buenos días... sí, muy bien... —le contesté y entonces le solté la bomba —. Oye, Mel. Creo que es mejor que te quedes aquí y no te vengas a Nebula.

La mocosa puso mala cara: la nariz arrugada como del asco, la boca con los bordes para abajo y la mirada entrecerrada mirándome como si fuera una mosca al que estaba más que dispuesta a aplastar.

—¿Se puede saber por qué? ¡Yo quiero ir! —exclamó con voz chillona de niña rata y, al momento, cerró el libro con fuerza.

Fue un sonido con fuerza, que me dijo bien dicho que ella no pensaba rendirse con facilidad. De hecho, ni con facilidad ni sin ella: Melinda no se rendiría y punto final.

—Es que puede ser peligroso... ya sabes, habrá muchos monstruos y cosas malas y si te pasa algo... —le fui comentando, pero ella hizo una pedorreta con los labios y luego agitó la mano.

—De mí no te preocupes, que ya he vivido un montón de adversidades durante toda mi vida. ¿Y crees que me ha sucedido algo malo e irreversible? ¡Nada de nada! —exclamó triunfante, pero también había otra razón de que no tuviera demasiadas ganas de que nos acompañara.

—Pero... tú estarás bien, ¿Qué hay de nosotros? Es que dijiste que toda la gente con la que fuiste de aventura terminó muerta... creo que eres una gafe, Mel.

Ella se colocó las gafas, que se le deslizaron nariz abajo y, durante unos momentos, pensé que la convencí. No, no estuve nada cerca de hacerlo.

—¡No intentes librarte de mí, señorita! —exclamó ella, súbitamente seria, subiéndose a la cama, supongo que para estar a mí misma altura —. Yo voy sí o sí y si pretendes dejarme atrás, encontraré otra forma de entrar en la ciudad. ¿Me entiendes o me entiendes? —dijo.

Asentí con la cabeza, sin energías para ponerme a discutir. Estaba segura de que si no la llevábamos con nosotros, ella se las apañaría para ir sola a la ciudad. Era mejor que nos acompañara, que así le podía echar un ojo para que no le pasara nada.

—Bueno... vale. Pero si veo que es demasiado peligroso te vuelves... —le dije.

—¿En serio puedo ir? ¡Qué bien! ¡Ya verás como no me pasa nada nadita! —exclamó ella y me dio un abrazo.

Ella se largó de la habitación, con una peligrosa sonrisa en la cara. Yo intenté no pensar en el problema que era permitir que la mocosa nos acompañara y preferí ducharme: fue una ducha bien larga, una de esas que deseas que nunca termina porque al hacerlo el día comenzaría. ¡Y sería uno largo y duro!

Aunque tenía la confianza de que al final, todos volveríamos sanos y salvos a aquel mismo lugar y entonces nos reiríamos de todo lo sucedido y nos maravillaríamos de la aventura que acabábamos de tener. Estaba equivocada.

Luego de terminar la ducha, me vestía con unos pantalones vaqueros cortos, una camiseta de tiras de color blanco y unas chancletas. Era todo lo que necesitaba para estar cómoda, para poder pelear y para... aún no sabía qué iba hacer con el asunto de Maeloc. ¿Perdonarle la vida o matarlo? Si lo mataba, todo el mundo sabría que yo no era la Traidora y podría ser de nuevo la amiga de Lucía, pero...

—Bueno... ya tendré tiempo para pensar... que aún queda un poco de tiempo antes de llegar donde está él—dije al terminar de vestirme, sin poder quitarme de encima las dudas que me asaltaban las tripas.

Cuando bajé al comedor, todos estaban allí llenándose la barriga. Rodolfo me dio los buenos días y yo pedí unas tostadas con mantequilla, unos huevos revueltos y dos salchichas: quería comer bien, porque no estaba segura de que hubiera algún local abierto en Nebula.

Después de terminar de comer fuimos a recepción y salimos al exterior del hostal El Castillo. Bueno, salieron Rodolfo, Godofredo y Laura que yo me quedé con Melinda en un último intento de convencerla de que se quedara. No tuve demasiado éxito.

—¡No, Sabela! —me riñó con la cara toda enfurruñada —. ¡Jolín, que antes dijiste que podía ir con vosotros y ya tengo la ilusión en el cuerpo! ¡No me va a pasar nada de nada, que te lo digo ahora!

Asentí con la cabeza, comprendía que discutir con ella era como darle puñetazos a una pared. Me dispuse a salir del hostal, pero justo volvía a entrar papá y me di un buen golpe contra él.

—¿Qué pasa?

—No salgas, que está la Lucía... —me dijo y yo me estremecí: me dolía la barriga, un sentimiento frío de desgarro que me llegaba hasta el alma.

Aún no comprendí por qué ella decidió atacarme antes de hablar conmigo e intentar solucionar nuestros problemas con palabras. ¡Y luego era yo la bruta! No dije nada y me quedé allí dentro, frotándome las manos con nerviosismo: ¿Lograría hacer que me perdonase, volveríamos ser amigas o me odiaría hasta el fin de mis días? La puerta del hostal se abrió de nuevo y, junto a un golpe de aire frío, apareció Rodolfo y me dijo:

—Ya se ha marchado tu amiga, Sabela.

—Ya no estoy tan segura de llamarla amiga... —dije, sintiéndome triste.

Hacía un poco de frío en el exterior, pero la nieve no había cuajado: lamenté un poco salir con solo una camiseta de tiras y unos pantalones cortos, pero necesitaba ropa ligera para poder moverme bien cuando tuviera que pelear.

El ambiente era tranquilo: los dos hostales se levantaban en un camino perdido en la inmensidad de un bosque cuyos árboles se levantaban sobre los tejados de las construcciones haciéndolos pequeños. Se escuchaba el viento soplando, y el piar de unos pájaros.

Nos pusimos en camino, en dirección al Huevo Celestial. Yo iba delante, Melinda caminaba a mi lado y un poco atrás Laura acompañada de Rodolfo. Papá iba el último, con cara de entierro y en vez de caminar, parecía que arrastraba los pies por la tierra del camino.

—¿Te pasa algo, Laura? —le pregunté y ella me miró con unos ojos inyectados en sangre. Ya desde el desayuno, ella no se quitó de la cara una expresión de perro apaleado. Ella soltó una risa de condenada a muerte.

—¿Aparte de que estoy yendo a una ciudad llena de monstruos? Pues sí, estoy de resaca. Me duele la cabeza como si me la estuvieran partiendo, ¿no crees que será mejor dejarlo para mañana? —me preguntó, con una esperanza que la destrocé al instante.

—No, las cosas mejor hacerlas cuanto antes.

Un gemido ahogado escapó de la garganta de ella y volvió la mirada a Rodolfo.

—¿Y tú cómo haces para estar tan contento? —le preguntó.

A pesar de que Rodolfo continuó bebiendo con Laura, parecía que el alcohol no le afectó nada de nada. Incluso iba con una sonrisa de oreja a oreja, como si en vez de ir a una ciudad infectada de monstruos nos fuéramos a la playa. Además silbaba, lo que aumentaba su imagen de felicidad.

—¿Acaso hay algún motivo para no estar contento, Laura? Ayer fue una noche estupenda, incluso diría que inolvidable. Y, para redondear tal acontecimiento, hoy vamos a vivir una gran aventura. Quien sabe, puede que cuando acabe el día nos hayamos convertido en héroes de leyenda... —dijo Rodolfo, guiñándole un ojo a Laura.

—O podemos acabar todos muertos... —murmuró ella.

—¡Es por aquí, es por aquí! —dijo Melinda, señalando un camino de tierra que se desviaba del principal. Incluso había un cartel que indicaba que, a poca distancia y por allí, se iba a un Huevo Celestial.

Nos adentramos en el bosque y recordé al hombre que dejé en medio del pinar en la tarde del día anterior. Un poco de culpabilidad me tocó el corazón y casi estuve a punto de decir que podíamos ir a mirar a ver si seguía en dónde lo dejé, pero había cosas más importantes que hacer.

Pronto, llegamos allí donde estaba el Huevo Celestial. Se erguía en el medio del bosque, rodeado por un montón de altos pinos. El objeto se encontraba en el interior de un pequeño edificio de cristal para que se pudiera ver el interior, con una puerta que estaba tirada en el suelo.

—La gente ya no tiene respeto por nada... —dije yo, pues pensé que fue cosa de los gamberros.

—Fuimos nosotros, ¿Cómo te crees que saldríamos de ahí dentro? —me dijo Laura.

—Oh, es cierto —dije, comprendiendo que, al aparecer allí dentro, no tendrían más manera de salir que a lo bruto.

Nos acercamos a la puerta derribada y había allí un cartel que decía: Los Huevos Celestiales son una serie de objetos extraordinarios que se encuentran a lo largo y ancho del Reino. El origen de dichos artefactos es desconocido, pues surgieron después de la Gran Locura y, aunque hay muchas teorías al respecto, la comunidad científica no ha llegado a ningún consenso. A pesar de no conocer su origen, la función de los Huevos Celestiales está clara: sirven para transportarse de una localización en cuestión de segundos. Desgraciadamente, el uso de dichos artefactos es sumamente complicado y únicamente un pequeño grupo de personas puede activarlos.

Yo me toqué mi hermoso pelo rojo, mientras una idea rondaba mi cabeza y decidí que sería bueno sacarla al exterior:

—¿Por qué está aquí fuera? ¿No se supone que es un objeto valioso? —pregunté yo.

Era cierto que estaba cubierto en el interior de un edificio, pero pensaba que si alguien quisiera robarlo no lo tendría muy difícil. De hecho, la puerta ya estaba bien tirada en el suelo así que no debería ser demasiado difícil que viniera alguien lo cogiera y se lo llevara a su casa.

—¿Y a dónde quieres que lo lleven, Sabelita? —me preguntó Melinda —. Los huevos no se pueden mover: eso es un delito. Supuestamente tienen que quedarse donde se encuentran y... mira, que si te atreves a intentar llevarte uno pues te meten una multa de cuidado. O la cárcel incluso. Te digo que no merece la pena, pero dejémonos de charla y vámonos a la ciudad. ¡Tengo ganas de ver al Rey de los Monstruos cara a cara! A lo mejor él sabe dónde está mamá, que el ser Rey de cualquier cosa te da mucha información... ¿Te puedes creer que Libro, a pesar de saber muchas cosas, no sabe dónde está, eh?

—Ya veo, ya... ¿Y por qué había uno en el búnker de Menta entonces? No creo que ese sea su lugar de origen precisamente... —dije y Melinda frunció el ceño y se metió el dedo en la nariz.

—Pues no sé... supongo que tiene algo que ver con que sea un sitio del VHX. A ellos lo de seguir las reglas no les va demasiado.

—Bueno, eso no es problema nuestro. Es más, es genial que lo tengan porque así podemos ir directamente. Ala, arreando, que el Reino no se va salvar solo —dije yo y entramos en el interior de la construcción que tenía en su interior el Huevo.

El objeto era como un huevo un poco más alto y grande que yo. Brillaba ligeramente, parecía que tenía una luz blanca en su interior que perdía y ganaba fuerza continuamente. Además, salía de él un ligero calor que me resultó agradable, ya que con lo poco vestida que iba era imposible quitarse de encima el frío.

Pues estábamos todos alrededor del Huevo Celestial, ya bien preparados para volver a la ciudad y comenzar a repartir leña. ¿Y qué pasaría con el Rey de los Monstruos? Todavía no tenía ni la más mínima idea de qué hacer, pero estaba segura de que, antes de encontrarlo, tendría la respuesta. Teníamos las manos sobre el Huevo y esperábamos a que la resucitada nos llevara a la ciudad. Pero estaba tomándose su tiempo.

—Vamos, Laura. Date brillo —le dije y ella me miró con cara de estreñida.

—¡Oi! ¡Mira, yo os llevo, pero me vuelvo de inmediato, que después ya no me necesitáis para nada! ¿No?

—Ah, no, no... —dije yo destrozando sus esperanzas de nuevo —. Tú te quedas con todos, que si tenemos que hacer una escapada a toda velocidad vas a ser más útil que... uh... no se me ocurre nada que decir...

Un gemido escaló por su garganta y se apartó unos pasos del Huevo Celestial.

—Pero... pero... ¡Nos vamos a una jodida ciudad llena de jodidos monstruos, joder! ¿No estáis preocupados o qué? ¡Qué nos podemos morir, hostias ya!

Yo me encogí de hombros.

—Tengo más de ochocientas vidas para gastar así que cero dramas.

—¡Claro, pero el resto tenemos una sola vida, por Dios! —gimió la resucitada y después, lanzando un bufido de gata encharcada, se volvió en dirección a Melinda.

—¿Y tú qué, mocosa? ¿Quieres morir o qué?

La niña soltó una risa de pura confianza irrompible.

—Morir yo... ¡Qué yo tengo la suerte del diablo, atontada! Puede que cosas horribles pasen todo el rato a mi alrededor, pero a la Melinda no le pasa nunca nada de nada... ¡Uh! Un momento... ¿Ahora tú también me llamas mocosa?

Laura no le hizo mayor caso y señaló a Rodolfo.

—¿Y tú qué? ¿También te la pela o qué?

—¡Oh, a mí la muerte no me asusta, Laura! Quizás sería mejor decir que soy un enemigo natural de la cobardía, pues no la considero bella en ninguno de sus aspectos. De esta manera, ¿cómo podría yo, un amante de la hermosura en todas sus vertientes, mostrar miedo ante la muerte? Si me encuentro con ella, será cara a cara y con una sonrisa en la boca.

—Tú lo que eres es tonto del culo... —dijo Laura meneando la cabeza de un lado a otro y después se volvió al último: a papá —. ¿Y tú qué, Godofredo? ¿A ti te da igual eso de la misión suicida?

Papá ni la miraba, sino que sus ojos estaban fijos en el cielo, con el ceño fruncido y una expresión de tal seriedad que pocas veces se había visto en su cara de bruto.

—¡Que te estoy hablando, leches! —gritó Laura.

—Eh... ¿Qué...? —dijo papá, volviendo a la realidad.

—¿A ti no te importa morir?

—¿Qué... ya estamos en Nebula? —preguntó mirando a su alrededor —. No estamos en Nebula...

Laura abrió la boca, pero las palabras murieron antes de salir. Entonces, se volvió en mi dirección, con las piernas convertidas en flan, los ojos brillantes y a punto de romper en lágrimas.

La verdad es que me daba mucha pena, como ver a un gatito abandonado. Pero yo no podía ceder ni un nada: teníamos que ir a la ciudad sí o sí y ella debía quedarse con el grupo, porque si teníamos que irnos de la ciudad con el nabo entre las piernas pues ella debería estar junto a todos para utilizar cuanto antes el Huevo Celestial.

Con mucha pena, ella me dijo:

—Sabela... Sé que tú quieres protegerme, pero una vez vayamos dentro... ¡Quién saber qué va a pasar! No quiero morir... Ya he muerto una vez, no quiero volver a repetirlo... ¿Por favor?

Abrí la boca, no salió nada y retorcí un mechón de mi cabello, pero las ideas estaban congeladas y lo único que podía hacer era quedármela mirándola y poco más. Por fortuna, Melinda se dio una palmada en la frente y una gran sonrisa se dibujó en su cara de niña:

—¡Por supuesto! ¿Cómo no se me ocurrió antes? ¡Sé la solución perfecta para todos, Laura!

—Qué vas a saber tú... —murmuró Laura, con la desconfianza bordada en la mirada.

Melinda no le hizo caso al comentario y desenfundó el arma que llevaba colgado del cinturón para, acto seguido, lanzárselo a la resucitada. Ella cogió el objeto y le dio vueltas en las manos, dubitativa.

—Esto es... ¿Una pistola?

—No, no... ¡Qué va! ¿Pero no sabes qué las armas esas de disparar balas solo las puede tener el ejército o qué? ¡Es un revolvarita! Un arma mágica que, para ser sincera, mucho éxito no tiene porque es un poco complicada de utilizar. Solo ciertas personas de gran talento como yo son capaces de hacerlo. ¡Soy especial! —exclamó, con la sonrisa agrandándose tanto que le daban un toque de locura al rostro.

—Sí, ya veo... —murmuró Laura dándole vueltas al arma —. Creo que sé cómo utilizar el chisme este y por probar tampoco voy a perder demasiado...

—Sí, tú prueba. Normalmente, no creo que pudieras utilizarla, pero gracias a tu habilidad tengo la plena confianza... —decía Melinda y continúo hablando, pero no le hice caso porque quería ver si Laura era capaz de utilizar el arma.

Ella salió de la pequeña construcción y levantó el revolvarita al cielo. Apretó el gatillo y de inmediato una gran bola de energía morada salió del cañón y fue hacia el cielo arrasando con hojas, ramas y hasta el tronco de un pino.

Dejó dibujado en la vegetación círculo casi perfecto que dejaba a la vista el cielo, por fortuna parecía que la bola de energía no provocaba incendios. Una alegría malsana apareció en el rostro de Laura, quien miraba el arma con chiribitas en la mirada.

—¡Oi! ¡Esto es maravilloso! ¿Habéis visto el chupinazo que pegó el trasto este? ¡Hostias tú, que con esto me podría bajar a no sé cuántos bichos de eses! Ahora lo entiendo, ahora entiendo a los americanos... ¿Quién querría dejar de lado este... este poder, este inmenso poder? —La voz de Laura fue perdiendo volumen hasta convertirse en un susurro y al poco de terminar mi miró con unos ojos tan penetrantes que casi era como si estuviera desnuda —. Está bien, Sabela. Creo que... podré quedarme con vosotros. Pero si veo que mi vida peligra, no os prometo nada: lo más seguro es que me largue corriendo al Huevo Celestial. ¿Entiendes?

Me encogí de hombros, no tenía demasiado sentido preocuparme por el futuro porque, de todas formas, lo que tenía que pasar iba pasar y si no pasaba, ¿por qué preocuparme? Con renovadas energías, Laura entró de nuevo en la construcción y se colocó al lado del Huevo. Después, nos lanzó una mirada de pura impaciencia.

—¿Qué? ¿No nos vamos o qué? ¡No es que tenga ganas de hacerlo, pero las malas cosas es mejor hacerlas lo más rápido posible! —exclamó Laura.

—¡Pues claro que sí! —exclamé yo, encantada con aquel nuevo aspecto de la mujer.

Nos pusimos todos alrededor del Huevo, coloqué las manos sobre él y sentí el calor palpitante del objeto. Como si estuviera vivo, aunque eso era una idiotez porque los objetos no suele estar vivos. Laura puso sus manos también sobre el Huevo Celestial y nada más tocar las yemas de sus dedos la superficie, una luz blanca y cegadora nos rodeó por completo. Por fin íbamos a la ciudad de Nebula, aunque si supiera todo lo que me iba a pasar dentro de ella no tendría tantas ganas de llegar. 

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