26. La hora de dormir
Después de que Melinda nos contara la historia de cómo se creó la Hermana del Dolor, el silencio cayó sobre la mesa y solo fue roto por los silbidos del camarero que, detrás de la barra, le daba brillo a una jarra de cerveza. La verdad es que me sentía con el ánimo por los suelos, ¿cómo una madre podía ser capaz de hacer algo tan terrible a su propia hija?
Papá me ocultaba algo, él era bastante transparente y cuando algo le comía la cabeza era fácil verlo: piel pálida, manos temblorosas y los ojos que no me miraban ni un segundo. Por otra parte, Rodolfo estudiaba a Melinda con mucha seriedad, supongo que sorprendido por todo lo que sabía la mocosa.
Laura también tenía el pico cerrado, pero no porque le afectase mucho la historia de Melinda. Sus preocupaciones tiraban por otro lado: la priva. El fastidio de ella cambió a felicidad cuando vio como la pequeña camarera traía la botella de licor café.
—¿Por qué estáis tan mustios, eh? —preguntó y se sirvió un chupito con los ojos brillantes —. De todas formas, por muy grave que sea el problema que nos amenace, una cosa está clara: todos moriremos. Hoy, mañana, dentro de 10 años... Y eso de morir tampoco es que sea tan malo, oye. ¡Miradme a mí, que ya he muerto una vez y aquí estoy tan contenta!
—Eso no me anima mucho... —dije y le cogí la botella, me serví un vaso.
—No se trata de estar animado, sino de... yo qué sé... ¡Vivir el momento! —dijo Laura y se bebió de un trago el licor, para después dar con el vaso un contundente golpe en la mesa —. ¡Coño!
Bebí un poco, pero no me sabía. No tenía ganas de emborracharme, lo que quería era encontrar una solución a mi problema. Para eso, lo principal era poner las ideas en orden, para saber qué hacer o qué dejar de hacer.
—Entonces lo de matarla mejor no. No sé, quizás sea buena idea liberar al Maeloc... si de verdad quiere ayudar... puede que sea la única opción —dije, mirando el vaso de chupito, lleno de negro licor.
O seguir el consejo del hacha y matarlo, robarle el poder y entonces encargarme yo misma de la Hermana del Dolor. Pero era demasiado peligroso, si no lograba matarla bien matada ella regresaría a la vida mucho más fuerte y más peligrosa.
—De todas formas, lo que está claro es que tengo que volver a Nebula —dije y la idea no me parecía nada atractiva. Papá me miró con cara de pena.
—¿Sabes que los Hijos montaron un campamento a las afueras de Nebula? Si intentas colarte en la ciudad, pues como que la cosa no acabará demasiado bonita—me dijo.
Me acaricié el cabello, sedoso y suave. Si era imposible volver a la ciudad, quizás lo mejor fuera olvidarse de todo aquel asunto y continuar mi camino, uno que me alejase de Maeloc, Nebula, la Hermana del Dolor, de los caídos y de los Hijos del Sol.
—¡Qué importa eso, bebamos, bebamos! —exclamó Laura, después de volver a llenar el vaso hasta el borde.
—¡Eso, bebamos! ¡Bebamos! —dijo con alegría Rodolfo, parecía que ya no le importaba demasiado Melinda y todos los secretos que guardaba en su cabeza.
Laura estalló en una carcajada, tenía una gran sonrisa en la cara coloreada por dos mofletes rojos. Entonces me acordé del poder de ella.
—Laura... ¡Tú me puedes volver a meter en la ciudad! Por el Huevo Celestial ese. ¿No podrías? Así no tendremos que pasar por el campamento, ¿no? —dije.
De inmediato, la sonrisa se le fugó del rostro.
—Serás cabrona... ¿De verdad tú crees que quiero volver a ese infierno? ¡Ni de coña! —gritó y se bebió un vaso de un trago, cuando intentó llenarlo descubrió con horror que a la botella no le quedaba ni una gota. Pero el sanador estuvo ágil y, nada más ver el problema, encontró la solución.
—¡Camarera, otra botella por favor! —pidió Rodolfo, llamando a la camarerita con un chasquido de los dedos.
—¡Es por el bien del Páramo! Si la cosa continúa así, todo va ir de mal a peor —le dije a Laura, quien puso los ojos en blanco y me soltó:
—A mí el Páramo me la suda.
—¡Es dónde vives ahora! —le dije, un poco molesta.
—¿Y qué? Mira, no creo que este Reino sea un lugar tan frágil y aunque no hagamos nada de nada, todo irá perfectamente bien. A veces, lo mejor que se puede hacer es no hacer nada. Y eso, en realidad, ya es hacer algo —dijo y recuperó la sonrisa boba.
—Puede que tengas razón... que si vamos... alguno de nosotros podría acabarse muerto —dijo papá, con la cabeza baja.
Me di un golpe en la frente.
—Oh, no... Que rompí el Huevo de un cabezazo... —dije al recordar aquel desgraciado accidente.
—Pero Sabelita... que bruta eres... ¿Por qué hiciste algo así? —me preguntó Melinda, mirándome con cara de pena. Y con cara de sueño también, pues los ojos se le cerraban y la boca se le abría a fuerza de bostezos.
—No lo hice queriendo. De todas formas, si está roto... pues nada se puede hacer... —dije.
La noticia le sentó de maravilla a Laura.
—¡Pues ya está decidido! No nos vamos, yo no quiero ir. El mundo no se va a acabar así como así. ¡No es tan frágil! Creo yo... y sí lo es, ¿qué importa? ¿Por qué amargarse ante lo que es inevitable? ¡Bebamos, bebamos y bailemos mientras el mundo se desmorona a nuestro alrededor! —gritó Laura y se pimpló otro vaso de licor café.
Melinda lanzó un bostezo grande como un mundo y dijo:
—Los Huevos... son duros de verdad... seguro que no está roto... —Ella luchaba por mantenerse despierta, pero el sueño era un duro competidor.
—Que se hizo muchas grietas, Mel —le dije y ella se frotó los ojos.
—Se regeneran... los Huevos... se regeneran... —dijo Melinda, con mucho esfuerzo la pobrecita.
—Gracias, mocosa... —dijo Laura, lanzándole una mirada envenenada a Melinda.
Rodolfo paladeó el licor café que le trajo la camarerita y levantó el vaso al cielo, mientras apoyaba la otra mano en el pecho y decía:
—¡Oh, qué delicioso está este licor! Es un perfecto pago por todas las desventuras que hemos vivido hasta el momento y las que viviremos mañana, sin lugar a dudas.
Laura le miró con un asombro que no le cabía en la cara.
—¡¿Pero tú qué dices!? ¿¡Tú quieres ir también!? —le preguntó Laura, Rodolfo asintió con la cabeza y volvió a llenarse el vaso.
—¿Por qué no? Tiene toda la pinta de que será una aventura digna de ser vivida. Sinceramente, creo que deberías llevarnos a la ciudad y no deberías preocuparte por tu seguridad, Laura. Ya que no dudaré ni un segundo en utilizar mi vida como escudo si con eso consigo salvar la tuya —dijo Rodolfo, guiándole un ojo.
Laura se quedó en silencio e inmóvil como una estatua. Rumiando las ideas durante unos largos segundos, discurrir que fue roto por el rápido movimiento que hizo al llevarse el vaso a la boca y beberse el contenido de un trago.
—¡Pues que no se diga de mí que soy una gallina! Os llevaré, pero solo os llevaré. No pienso alejarme ni un milímetro del Huevo y si veo que hay problemas, pues me doy el piro y adiós muy buenas, pues eso... ¡No voy a arriesgar mi pellejo, nada de nada, ni de coña! —dijo, con una resolución que seguramente nació del bebercio.
—Yo también iré... Pero no creo que ella deba. —dijo papá y con un movimiento de cabeza, señaló a Melinda. Al final, el sueño la venció y dormía con la cabeza apoyada en la mesa.
—Claro...—dije, ella solo tenía diez años y las niñas de su edad no deberían pasar el día en una ciudad llena de monstruos —. Bueno, mañana será un día muy largo. Me voy a dormir.
Primero, me levanté de la silla y, como no podía dejar a Melinda allá sobando, le cogí la mochila y me la colgué del hombro. Después levanté a la mocosa con cuidado para no despertar. Por último, me dirigí a papá que también se levantó de su silla.
—¿Sabes cuál es su habitación? —le pregunté y él asintió con la cabeza.
—Te llevo ahora. Yo también voy dormir —me contestó.
—Yo tengo que pasar por recepción, a pillarme un cuarto para mí —dije, que con lo hambrienta que estaba cuando llegué al hostal, pues me olvidara por completo de reservar una habitación.
—No hace falta, ya lo hice por ti —dijo papá.
—Gracias —le dije, preguntándome cuando tuvo tiempo de hacerlo porque desde que yo entrara en el comedor, papá no se levantó de la silla para nada.
Nos despedimos de Laura y Rodolfo, quienes no tenían ninguna intención de dejar de beber por el momento, y nos fuimos rumbo a nuestros cuartos.
Después de dejar a Melinda en su habitación, papá me llevó a la mía. En completo silencio y tan raro estaba aquella noche que yo quería preguntarle qué era lo que le rondaba la cabeza.
Aunque no tuve tiempo para hacerlo, nada más entrar en mi habitación papá desapareció sin dejar rastro. Todo era muy sospechoso y estuve a punto de ir a buscarlo, pero no lo hice porque estaba muy cansada y lo único que quería hacer era planchar la oreja.
Sobre la cama de la habitación había una maleta y al abrirla descubrí que, seguramente papá, metió allí ropa mía y también la foto de mamá conmigo de cuando era una bebé. ¿De verdad estaba pensando en liberar al monstruo que bien pudo ser la causante de su muerte? Sin embargo, él me dijo que no la asesinó. ¿Pero podía confiar en la palabra del Rey de los Monstruos? Ya no sabía qué pensar...
Me quité la ropa del tío que me encontré en el bosque, menos los zapatos. Me libré de ellos durante la cena porque me apretaban los pies bastante. Al estar desnuda, me miré la barriga: ahí estaba las tres cicatrices que me hizo el caído gorila. Me pasé los dedos por ellas y me fijé que había una cuarta cicatriz que no se notaba tanto: era justo donde Lucía me clavó la espada. La verdad es que aquella fue la que más me dolió de todas. Se suponía que ella era mi mejor amiga, ¿por qué me odiaba tanto?
La verdad es que las cicatrices eran bastante feas. En las pelis, suelen ser superatractivas, pero las que tenía yo daban un poco de grima. Mamá también tenía la cara marcada, con unas cicatrices que le salían de la comisura de la boca. Y no la hacían precisamente guapa, sino que hasta daba un poco de miedo. Bueno, a mí no porque era mamá.
También tenía una marca allí por donde el pobre de Oink me cortó el brazo. Esa no se notaba mucho, solo si te fijabas. Al pensar en el pobre señor cerdo, sentí pena: él no se merecía morir de aquella forma tan horrenda.
Después, me puse mi propia ropa interior y mi pijama y, por último, me metí en cama. No tardé demasiado en dormir, pero tampoco tardé demasiado en despertar. Pues alguien llamaba a la puerta y, aunque me hice la dormida, los golpes se fueron haciendo cada vez más y más fuertes.
Me levanté de la comodidad de la cama y fui a abrir la puerta, entre bostezos que tenían morriña de la almohada. Era Melinda, ella vestía con una camiseta larga que le llevaba a los pies y tenía el cabello revuelto. Además, portaba en la mano aquel libro con ojos que daba un poco de mal rollo. Por lo menos, ahora tenía los ojos cerrados como si estuviera dormido.
—¿Qué pasa, Mel? —le pregunté.
—¡Jolines, no soy una mocosa!
—¿Pero qué dices...? Dije Mel, no mocosa.
—¿Oh? ¿En serio? ¡Gracias! —dijo la mocosa.
—Bueno, bueno... ¿A qué viniste aquí? Es tarde y tengo sueño.
—A ver... Es que... ¿Podía dormir contigo hoy? A ver cómo lo digo... es que hay un monstruo debajo de mi cama —me dijo ella.
Eso era raro: los monstruos no viven debajo de las camas, viven en bosques, cuevas y cosas del estilo.
—¿No habrá sido una pesadilla, eh? —pregunté, bostezando.
—¡Qué no, jolines! ¡Qué hay uno debajo de mi cama y no me deja dormir! Es molesto cuando pasa... ¿No...? —me preguntó, como si fuera común encontrarse monstruos escondidos debajo de tu cama.
Estuve tentada de cerrar puerta y pista, pero la verdad es que a la mocosa se le veía un poco afectada: temblorosa como la última hoja de un árbol en medio del invierno.
Lo mejor sería ir a su habitación y enseñarle que no había ningún monstruo debajo de la cama. Después, irme a dormir que bien lo necesitaba: mañana iba ser un día de lo más intenso.
Todo esto me demostraba que ella aún era una niña. Pues a pesar de todo, le seguía teniendo miedo a monstruos imaginarios que acechaban debajo de su cama. Le revolví su precioso cabello porque me apetecía hacerlo y le dije:
—Bueno, pues voy ver qué tipo de monstruo es.
—¡Jolines, que eso puede ser la mar de peligroso, Sabelita! —dijo ella y yo negué con la cabeza.
—¡Qué va, qué va! Si los monstruos son como los perros que... uh... eso de que tienen más miedo ellos de ti que yo de... ti... —dije y bostecé, contagiando a Melinda.
Me dirigí la habitación de la mocosa y abrí la puerta. Me quedé congelada, ya que unas gigantescas patas que parecían como de araña salían de debajo de la cama y acaban en manos humanas que revolvían las sábanas como si estuvieran buscando algo, o a alguien. Cerré la puerta.
—¿Qué clase de monstruo es, Sabelita?
—Espera... —murmuré.
Pensé que quizás lo que había visto no era más que una pesadilla despegada de mi sueño que aún no se había diluido en el temprano despertar. Volví abrir la puerta y de nuevo me encontré con aquellas largas patas saliendo de debajo de la piltra. Cerré la puerta.
—¿Sabes lo que es, eh? —preguntó Melinda.
—Pues... Sí, quizás lo mejor es que duermas conmigo.
—¡Qué bien! Jo... es que es molesto cuando pasa eso...
—¿Qué dices? ¿Esto es algo que te sucede a menudo o qué?
—Jolín, es vergonzoso. Es Libro, que a veces cuando duerme se lee sus propios hechizos y pasa lo que pasa —dijo Melinda, mirando con media sonrisa triste a Libro, que continuaba con los ojos cerrados.
Yo no quise saber más, que a veces saber cosas te pueden meter en problemas chungos. Pues nos fuimos a mi habitación y me metí en cama. Melinda lo hizo también y, por fortuna, como era pequeña no ocupaba demasiado espacio vital. Por desgracia, en esos momentos no podía pegar ojo. Al cabo de un rato dije:
—Oye, Melinda. ¿Estás despierta?
—Estoy contando ovejas para dormir. Llevo cien... ¡Pero todas tienen como patas de araña! No es demasiado agradables eso de tener monstruos debajo de la cama, ¿a qué no, Sabelita?
—Quería hacerte una pregunta, ¿qué haces tú sola por el mundo adelante? ¿No tienes familia?
—Jolines, Sabela... ¿No te conté ya que estoy buscando a mamá? Después de que mi pueblo ardiera decidí que yo...
—¿Tuviste algo que ver?
—¡Jolines, que fue un accidente! —dijo, con tristeza.
—Ya veo... ¿Y qué hay de tu mamá entonces?
—Ella... Desapareció antes de que ardiera el pueblo. Yo pensaba ir detrás de ella porque no me gustaba mucho estar en el pueblo y prefería estar con ella... ¿Pero sabías que era la mejor de la clase?
—No debía haber muchos niños en esa clase... —le contesté.
—Pues no... Estaba mi amigo Bernán, que era muy grande y un poco bruto. Uxía, muy presumida ella como una mona vestida de seda. También Severino que era un chico muy serio y muy responsable. Y Casia, que llevaba unas gafas muy grandes —me dijo Melinda —. Pero bueno, después de todo el desastre del pueblo me fui a buscar a mamá... pero es difícil... no encontré ninguna pista de mi mamá. Ella se llama Ramona.
—Mi madre también se llama Ramona... Es decir, se llamaba.
—Oh, ¿se cambió el nombre?
—Murió.
—¡Jo, qué mal! Lo siento mucho, Sabelita. Si mi mamá estuviera muerta pues... Jo, ni quiero pensar en eso que me pongo a llorar mucho... Un momento... Ahora que lo pienso mejor, ¿y si tu mamá y mi mamá son la misma mamá?
—¿Qué me estás contando...?
—Pues seríamos hermanas, siempre quise tener una hermana. Las hermanas son geniales, son como amigas, pero como están obligadas por sangre no pueden enfadarse mucho contigo y dejar de hablarte y si es tu hermana mayor entonces te tiene que proteger de las cosas malas. ¿No es así, Sabelita?
—¿Pero cómo va ser eso posible si te acabo de decir que mi mamá está muerta, Mel? Y tienes como diez años, ¿no? Y hace más de diez años de su muerte, así que imposible.
—Pero es que puede ser como una muerte falsa... Como en los cómics de Solman, que a veces se muere, pero luego resulta que no lo está. ¿Nunca pensaste en eso, eh?
—No, no... Que me lo dijo papá. Él no me mentiría —le conté y Melinda lanzó un suspiro cargado de decepción.
—Oh, entonces supongo que no somos hermanas... —dijo.
Continuamos hablando un poco más, pero de cosas sin importancia y al poco rato la mocosa se quedó sobada. Y como yo no podía dormir, decidí bajar al comedor de nuevo. A ver si aún estaban por ahí Rodolfo y Laura.
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