21. El reencuentro

Morí de nuevo, asesinada por mi mejor amiga. Con su frío hierro hiriéndome mis entrañas. Sería mucho mejor que me matase un desconocido, un monstruo, cualquier otra cosa que no fuera Lucía. No solo me robaba una de mis vidas, sino que también me rompía el corazón. Aparecí de nuevo en aquel lugar de oscuridad y esta vez me sentí peor que nunca.


894 vidas

Ya era de hora de que volvieras a morir, ¿no?


Me comí las ganas de darle una mala respuesta, fuera quien fuera se merecía mi rabia. Pero no lo hice y, en cambio, deseé con todas mis fuerzas volver a mi realidad, al Tiempo entre Segundos. Toda la oscuridad se derritió, regresando a aquel camino de tierra en medio del bosque donde dos casas de madera, ambos hostales, se oponían el uno al otro.

Unos brazos me agarraban e impedían que me moviera y Lucía caminaba en mi dirección, con la cara contraída por una furia inaguantable. Detrás de ella, un hombre grande con una cicatriz con forma de araña marcándole parte de la cara: Abdón.

Yo era la Traidora, aunque no traicionara a nadie. Aún podía matar a Maeloc, Hacha me lo dijo, gracias a su poder sería sencillo acabar con la vida del Rey de los Monstruos. Pues para demostrar a Lucía que yo no era la Traidora tenía que asesinar a Maeloc.

Al mirar a los pinos, sentí un horror tan grande que casi me ahogué en él. En el camino y entre los troncos de los árboles había cosas, cosas extrañas y desnudas, cosas que parecían seres humanos cuya carne parecía derretida. Se movían, incluso estando en el Tiempo entre Segundos se movían. Entre ellos, sobresalía el que más miedo provocaba en mí. Tenía una sonrisa con unos dientes que eran como cuchillas de afeitar, piel de ahogado, en el lugar donde tendrían que estar sus ojos había unos bultos que parecían llenos de pus y cerrados con unas puntadas que formaban cruces. Vestía de payaso, de payaso... era el que vi una y otra vez a lo largo de camino, encerrado en cuadros y ahora estaba libre.

—¡Tiempo para adelante!

Sentí la fuerza de los brazos impidiendo que me moviera y Lucía caminaba en mi dirección con la espada en la mano.

—¡Espera! —grité, pero no me hizo caso y la espada volvió a hundirse en mi estómago.

La oscuridad cayó de nuevo.


893 vidas

¡Bienvenida de nuevo!


—¡Oye, tú! ¡Si tienes algo en mi contra pues dímelo a la cara! ¡Déjate de ocultarte como un cobarde!

En la oscuridad se abrieron una infinidad de ojos. Ojos amarillos, con pupilas de gatos. Ojos arriba, abajo, izquierda derecha... Estaba rodeada por ojos y pensé que quizás no fue una buena idea gritarle, pero me daba igual. Entonces sonó una voz, que me rodeaba siendo imposible saber de dónde venía exactamente.

—Hola, Sabela —me saludó una voz femenina.

—¿Quién eres? —pregunté, dando vueltas, intentando encontrar el origen de aquella voz.

—Yo te di tu poder.

—No lo entiendo —dije, hundiendo la mano en mi melena rojiza.

—Soy una de los Nuevos Dioses y me gustas mucho, así que decidí darte un poder para que pudieras cumplir tu sueño —me contestó ella.

—Eso no me ayuda en nada... ¿No es que hay solo un dios, Helios? —me preguntó y ella se rio.

—¡No, no! Somos más. 

—Bueno... Oye, pues ahora que me hablas y eso, ¿me puedes ayudar? Estoy como atascada —le dije.

—¿Atascada? ¿Cómo puedes estar atascada? Tienes algo que es bastante parecido a la inmortalidad...

—¿No sabes cómo está el mundo de afuera? Segundos antes de mi muerte me están agarrando unos tipos así que no puedo hacer nada para librarme.

—Comprendo, un verdadero inconveniente. Quizás pueda ayudarte, ¿qué es lo que quieres, Sabela? —me preguntó.

—Bueno, cuando muero pues vuelvo atrás en el tiempo. ¿No? Justamente un poco antes de cuando me muero.

—No es exactamente eso... No se trata exactamente de viajar en el tiempo.

—¡Venga ya! Hasta yo sé que tiene que ser así. Aparezco justo antes de morir y si eso no es viajar en tiempo, córtame las piernas y llámame enana. ¿Si no es eso, de qué se trata?

—Oh, es complicado de explicar... ¿Por qué mejor no lo dejamos para más adelante? —me preguntó y estuve de acuerdo, tampoco es que fuera algo demasiado importante.

—Por mí, bien... además, sea lo que sea al final viene siendo lo mismo, ¿no? —dije.

—En eso tienes razón: el efecto es el mismo. Más o menos...

—Entonces... ¿Podría volver un poco antes? Es decir, no quiero aparecer segundos antes de que Lucía me clave la espada. Quiero volver más atrás, para no tener que enfrentarme a un problema que no tengo ni idea de cómo solucionar.

—¡Oh, vaya! ¿Pero eso no sería hacer trampas? —Los ojos pestañearon con rapidez y todos clavaron su mirada en mí, me sentí completamente desnuda.

—¿A quién le importa que sean trampas o no?

—Cierto, a mí no me importa. Además, podría ser divertido y considero que tienes razón: la situación en la que tristemente has acabado me parece un callejón sin salida y no sería justo que quemases todas tus vidas de esta manera, siendo asesinada una y otra vez por esa amiguita tuya. ¿A dónde quieres volver? ¿A tu infancia? ¿Quieres volver a ver a tu mamá? Podemos hacerlo.

Sentí una punzada en el corazón, un deseo inmenso de volver a ver a mamá.

—No. Ella murió y volver tan atrás... No, no quiero ni pensarlo. Donde quiero ir de verdad es el momento ese, en el que me quedé pensando si ir a la Posada el Pesebre o a la que se llamaba el Castillo. Está claro que elegí la que no debería haber elegido. Si Lucía no me ve, pues nadie sabrá que yo soy la trai... la que tiene la Marca —dije.

—¡Qué viaje más poco ambicioso! ¿De verdad no quieres volver más atrás?

—No —le contesté, sin demasiada seguridad.

—Pero si vuelves más atrás, podrías salvar a más gente... Podrías avisar a Nebula de lo que se viene encima o incluso podrías impedir el avance de la Nación de las Pesadillas, ¿no has pensado en eso?

—Ya, pero no sé qué tendría que hacer. Demasiado lioso para mí, prefiero hacer las cosas simples y ya está. Tú mándame a dónde te dije, ¿entendido...? Ahora que lo pienso, ¿tienes nombre o qué? —Todos los ojos se abrieron ligeramente como si lo que pregunté los pillara por sorpresa. 

—Claro que tengo nombre, boba. Me llamo Belisa.

—Pues bien, Belisa. Envíame a donde te dije y ya está.

—Perfecto, pero me temo que te costará cien vidas en total.

—¡Venga ya! ¿100 vidas? ¡Son demasiadas!

—Lo sé, pero es lo que cuesta retroceder hasta ese punto. ¿Crees que hago esto por maldad? No, no es cierto. Yo quiero ayudarte, eres mi elegida y me gustas mucho. No quiero ver cómo te mueres una y otra vez... Soy tu amiga, Sabela.

No sabía si debía confiar en ella, pero no me quedaba otra opción.

—Te doy las 100 vidas —le dije.

—Gracias por confiar en mí —dijo Belisa.

Aparecí en el Tiempo entre Segundos, de nuevo en aquel mundo gris y soso, los copos de nieve estaban colgados en el aire, congelados en el tiempo y le daban un toque raro e irreal a aquella escena, que me hacían sentir como si yo misma no estuviera allí, como si estuviera a punto de derretirme de la existencia.

—Tiempo... ya.

Caminé hasta la rotonda que tenía en el centro un poste de piedra con un sol sonriente grabado en ella. A ambos lados, dos hostales que se miraban el uno al otro como si estuvieran en un concurso de aguantar la mirada. A la izquierda, El Castillo y a mi derecha El Portal.

—Al portal ese, ni mirarlo —dije en voz alta, de hacerlo toda la tragedia se repetiría y moriría de nuevo.

El edificio del hostal El Castillo no era demasiado diferente al otro, al El Portal. Ambos estaban hechos de piedra, que se notaba a lo largo de la fachada, todas de un tamaño diferente. El tejado era similar al de las casas de Nebula, de una pizarra de un color oscuro que parecía negro o violeta.

Empujé la puerta, y fui recibida por un calor agradable que espantó el frío invernal del exterior. Me froté las manos, y troté rápida a recepción que estaba siendo atendida por una chica de más o menos mi edad.

—¡¿Dónde hay comida?! —pregunté, sin darle ni tiempo a que abriera la boca.

—Sí, claro... —contestó ella y su mano se levantó hacia una puerta coronada por un letrero con una de las más hermosas frases de toda la existencia: Comedor.

Me lancé a la puerta y me vi metida en un largo pasillo que parecía no tener fin. Fui rápida, pero mis piernas no llegaron a correr porque tampoco era para ir armando barullo. Cuadros de comida aparecían colgados de un lado y al otro, cuadros a los cuales no prestaba atención, pues me interesaba más la comida de verdad que la pintada. Escuché una voz fuerte, de las que le gustan mucho gritar y reír: era la de papá y venía del final del corredor. Me quedé paralizada por una corriente de sentimientos que me nublaron la vista por las lágrimas.

—¿De verdad se quedó mi hija en esa ciudad horrenda? ¡Mi hija! ¿Rodeada de horrendos monstruos? No puede ser... ¡Ya se lo dije yo, ya se lo dije...! ¡Sabela, que es peligroso eso de ser aventurera! Y ahora... ahora mi hija... Pero estoy seguro de que va a estar bien, claro que sí... ¡Es imposible que le pase nada malo a mi niña! ¡Porque es una bruta de cuidado, la pobre! Os lo digo de verdad, eh. Que no sé yo a quién salió mi Sabela... Que una vez, cuando tenía once años, se emperró en comerse una caja de bombones y eso que eran mis bombones, y yo le dije: Sabela, que si comes muchos bombones te vas a poner más gorda que la vaca de Lucía. ¿Y sabéis lo qué hizo? ¡Me pegó tan fuerte en el estómago que me dejó tirado el suelo, eh! ¡Con once años que tenía la muy bruta! Y entonces va y me dice: ¡No llames vaca a Lucía! ¡Qué es mi más mejor amiga! Bueno, lo dijo así... que hablar, lo que se le dice hablar no es que lo hiciera muy bien... Ni antes, ni ahora. Pero bueno, ¡yo no llamé vaca a Lucía, sino que tenía una vaca en su casa! Eso fue después de que viniera una tía suya de no sé dónde y la Lucía dejó de vivir en mi casa y su tía tenía así como unas gallinas y la vaca... pero menudo puñetazo tenía mi niña... ¡Y ahora que es grande, mil veces peor!

Corrí hasta llegar al comedor y allí no había demasiada gente: en la barra del bar había dos mujeres riéndose escandalosamente, una de ellas tenía puestas unas orejas de conejo y también había un viejo sorbiendo sopa.

Papá se sentaba en una redonda, acompañado de tres personas. Pero no eran desconocidos, eran Melinda, Laura y Rodolfo. Sentí un alivio inmenso al verlos porque ya pensaba que no los vería nunca más en la vida.

—Hola... —dije.

Papá se levantó sin decirme nada y me dio uno de sus grandes abrazos de oso, cubriéndome la frente con uno de esos besos que picaban por la barba que llevaba siempre. Cuando se separó de mí vi que tenía los ojos llenos de lágrimas y lo mismo se podía decir de mí.

—¡Sabela! ¡Deberías estar muerta! —me dijo Melinda, tenía un tenedor en la mano y en el plato del que comía había patatas fritas, un huevo y salchichas.

—¿Querías que estuviera muerta o qué, mocosa? —le dije y le revolví sus magníficos cabellos de fuego. Ella se dejó hacer, mientras bajaba la mirada.

—¡No, jolines, qué cosas dices! ¡Qué me dio mucho disgusto cuando vi que te quedabas atrás! Me pone muy contenta que hayas vuelto, Sabelita... —añadió, con una tímida sonrisa en la cara.

Laura tenía una jarra de cerveza en la mano, cómo no, y sus ojos grises parecían incapaces de mirar a los míos, evitándome de manera evidente. Quizá se sintiera culpable por lo sucedido.

Yo no le guardaba ningún rencor, no fue culpa suya. Más bien de una, que a veces es un poco torpe y con tendencia a tropezar. Laura removía una media tortilla, moviendo con el tenedor pedazos de un lado al otro del plato, sin llevarse nada a la boca.

—Oye... Sabela... Siento mucho lo que pasó. Digo sobre eso de dejarte atrás... ¡Cuando aparecimos en el bosque lo primero que hicimos fue intentar volver, coño! Pero... No pudimos, fue como si el Huevo Celestial estuviera jodido... que no respondía, vamos... —explicó Laura.

—Es que se rompió un poco. Hubo como un pequeño accidente... —dije, sin querer profundizar demasiado en lo que sucedió.

Arrastré una silla de otra mesa y me puse entre Melinda y papá. Este tenía en el plato churrasco, unas costillas de ternera que cogía con las manos y se las comía con una delicadeza que no parecía propia de él. Normalmente era un poco bruto.

Rodolfo me miraba, con el brillo del alcohol en la mirada y su rojo en las mejillas. Como no, tenía un vaso de vino en la mano y me daba a mí que no era el primero, ni sería el último.

—¡Es un verdadero milagro que hayas salido viva de la ciudad! Una hazaña sin precedentes, pues el lugar donde nos habíamos refugiado estaba siendo asediado por una legión de caídos. ¿Cómo es posible que hayas logrado escapar de ese lugar infernal? No es que me queje, pues me alegra enormemente que estés de nuevo entre nosotros, pero uno no puede evitar sentir curiosidad. —Él comía una triste ensalada, de todos los platos que ellos comían, era el que menos atractivo tenía para mí.

Abrí la boca con la intención de contestarle, pero mi estómago volvió a rugir y me di cuenta de que había cosas bastante más importantes. Además, en ese momento una camarera pequeñita y sonriente surgió a mi lado. Llevaba en la mano una pequeña libreta y en la otra un lápiz, ya preparado para escribir todo lo que quería comer, todo lo que quería beber.

Pedí churrasco, pero no de cerdo. Yo esa carne no la como, ni la comeré jamás. También muchas patatas fritas, aunque suponía que ya vendrían con el churrasco yo quería dejar bien claro que quería muchas. Y, por último, una jarra de cerveza porque estaba sedienta y quería beber. Después pensé en contarle a Rodolfo todo lo que me pasó en la ciudad, pero era complicado y me daba pereza. Así que le dije a papá:

—¿Qué pasó con mi hermano?

Melinda lanzó un suspiro y dijo:

—¡Jolines! ¿Tú tienes un hermano, de esos de verdad? ¡Yo siempre quise tener uno, pero mejor una hermana! Es que los hombres son unos pesados —dijo echándole una mirada a Rodolfo y luego soltando un suspiro de cansancio.

—Bueno, es adoptado. Pero eso a mí me importa poco. Y además es un cerdo, uno de verdad —le contesté y ella se quedó con la boca abierta.

—¿Qué...? ¿Pero cómo que un cerdo? ¿De qué estás hablando? —preguntó Melinda y su mirada pasó rápida de mí a papá, de él a Laura y, por último, acabó en Rodolfo.

—¡Oi! ¿Un cerdo dices? ¿De esos que tienen hocico y la cola rizada? —me preguntó Laura.

—Y además habla —le dije, ya que ese era un dato de vital importancia.

Laura se encogió de hombros, y le dio un largo sorbo a su jarra de cerveza. Ella, al igual que Rodolfo, no paraba de pimplar ni un segundo. Bueno, después de todo lo que vivimos, me parecía normal querer soltarse la melena un poco y beber.

—¡¿Pero cómo que va a hablar?! —dijo Melinda —. Perdona, Sabelita. ¡Pero los cerdos no tienen cuerdas vocales! Es virtualmente imposible que un cerdo hable. Y eso sin contar que su cerebro...

—Pues habla —le contesté.

Laura se encogió de hombros y dijo:

—A mí ya no me sorprende nada de este mundo... Después de hablar se bebió lo que le quedaba de la jarra y se levantó, para ir a la barra y pedirse una nueva.

Rodolfo, después darle unos humildes sorbos a su vino, dijo con una voz cantarina:

—A mí tampoco me sorprenden las maravillas que nos podemos encontrar en este Reino, pues lo extraordinario pronto se convierte en ordinario. Aunque he de decir que nunca deberíamos de perder esa capacidad de asombro tan ligada a la infancia. Pues de hacerlo, nuestro Reino dejaría de ser tan interesante y se convertiría en un lugar realmente pequeño.

—Los cerdos no deberían hablar... —murmuró Melinda.

—Bueno, bueno... ¿Pues qué hay con él? ¿Cómo es que no está contigo? —le pregunté a papá, sintiendo una punzada en el corazón. Papá lanzó una risa nerviosa y no me aguantó la mirada.

—Bueno... Está bien... pero no sé dónde está exactamente. Pasaron muchas cosas y... es complicado. ¿No hace mucho calor aquí? —preguntó, después de soltar una corta risita aguda y coger otra costilla.

Bien sabía que él me estaba ocultando algo, pero me parecía a mí que no estaba mintiendo del todo cuando me decía que estaba bien. El marrano se las podía arreglar bien por él solo, que a pesar de todo no era un completo inútil.

Además, me olvidé un poco del tema cuando pusieron mi bandeja de churrasco. Me relamí los labios, pero vi que pusieron dos chorizos que yo no pedí. Y seguramente fueran de cerdo, como lo era mi hermano. Entonces volví a pensar en él. ¿Y si por algunos de esos giros del destino aquellos chorizos rojos como la sangre estaba hechos de la carne de mi hermano?

Negué con la cabeza, era bastante improbable que fuera así. No creía que el destino me fuera a dar un golpe tan bajo y, de todas formas, no me comí eses chorizos y centré todo mi apetito en el delicioso churrasco, las crujientes patatas y la refrescante cerveza. Necesitaba recuperar fuel, porque delante de mí se abría un futuro complicado.

—¿Y la Lucía? ¿Qué le pasó? Es que la vi y tenía como la cara medio fastidiada y le faltaba un brazo —dije y me sentí mal.

A pesar de que me mató dos veces, me seguía preocupando por ella. Todo era fruto de un malentendido y estaba completamente segura de que al final ella recuperaría la razón y volveríamos a ser las mejores amigas. Al escuchar esto, papá lanzó un bufido de caballo.

—¡La Lucía dices! ¡La que parecía la más normal e inteligente de las dos y ahora resulta que está más tarumba que un tambor! Lucía... ¡Sí está al lado, en el otro hostal, te digo yo! Un momento... ¿La viste de verdad...? Ella no te vio, ¿no? —me preguntó papá.

—Qué va... No me vio, por lo menos no en esta vida —le contesté.

—Pues mejor que mejor, esa niña tiene unas ideas muy raras en la cabeza. Como que tú eres la Traidora del que hablan en la tele. ¿Lo escuchaste? ¿Te enteraste? Pues dicen que el tipo ese tiene la Marca de Las 900 Vidas. Y se supone que como que va a ayudar a Maeloc de no sé qué, algo que le hace una cosa que es buena, pero si se libera del trasto como que es malo. ¿Te enteras? Y Lucía cree que eres tú, pero por lo menos no se lo anda diciendo a todo el mundo, que si no, malo... Me lo dijo a mí, y también a Abdón, nos dijo que eras tú... ¿Y sabes lo que quiere hacerte? ¿Lo sabes?

—Matarme.

—¡Mematar! —chilló papá, pillando por sorpresa a la Mocosa de Melinda que pegó un salto en su asiento, se derramó en su camiseta la leche que estaba bebiendo y luego se le quedó mirando, poniendo morritos —. Digo... matarme... ¡Matarte! Sí... Y yo le dije que estaba mal, que tú no eras la traidora y todo ese rollo y... Pero son tonterías. ¿Cómo vas ser tú la traidora?

Dejé de comer durante unos instantes, sin apartar la mirada del plato. Pensaba si decir la verdad o callarme como una fruta, pero soy una persona honesta y confiaba en aquellas personas.

Una era mi papá y las otras tres, aunque las conocía de poco, no me parecían del tipo que me iban dar la puñalada. Pero eso mismo pensaba de Lucía y acabó matándome dos veces seguidas.

Me encogí de hombros, si resultaba que alguno de ellos se chivaba lo único que tenía que hacer era morir y perder 100 vidas más. Prefería confiar en la gente y no ser una paranoica.

—Pero sí que tengo la Marca esa... la tengo en... el cuerpo. Y me encontré con Maeloc, pero... Yo no soy la Traidora. Él me dijo que quería que lo liberase de una cosa que tiene colgada del pecho, como un candado a lo grande. Pero yo no estaba segura de querer hacerlo, a pesar de que me dijo que él no quería la guerra, sino la paz con los humanos. Sin embargo... no sé... me dejó irme para que lo pensase. Haga lo que haga, yo no voy a traicionar a la humanidad. 

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