192. El señor Oink y la mano incorrupta

Ustedes no saben lo que han hecho porque no lo conocen como yo, que lo tuve a mis órdenes en África como jefe de una de las unidades de la columna a mi mando; y si, como quieren va a dársele en estos momentos España, va a creerse que es suya y no dejará que nadie le sustituya en la guerra, ni después de ella, hasta la muerte.

Miguel Cabanellas Ferrer (General del ejército español)


Fran se sentó en una de las sillas frente a la pantalla de cine y, con un gesto amistoso de la mano, animó al señor Oink a hacer lo mismo. Este se acomodó a su lado y sobre una mesilla con patas de león que se alzaba entre ambos, descansaba una caja excesivamente ornamentada.

—Supongo, mi querido amigo, que te estarás preguntando cómo supe que llegarías del futuro en este preciso momento y por qué mandé a uno de mis hombres a encontrarte y traerte ante mí, ¿no es así? —preguntó Fran, esbozando una sonrisa que dejaba al descubierto dientes irregulares y amarillos, enmarcados por una boca que apestaba a cebolla, daba la impresión de que se las comía como si fueran manzanas. 

El señor Oink negó con la cabeza con tanta rotundidad que sus orejones le golpearon la cara, con sólida amabilidad.

—Pues no. Son como cosas que pasan, ¿no? —respondió, provocando en Fran una risa estridente que provocó un salto en el señor Oink, quien lo miró con cautela mientras Fran destapaba la caja que descansaba sobre la mesa.

—¡Pues pensarás otra cosa cuando te lo cuente, oye! ¡Mira, mira, y quédate con la boca abierta! —exclamó Fran, mientras sacaba de la susodicha caja una mano amputada, de una blancura prístina y a la cual le faltaba el dedo meñique. Sin ningún tipo de vergüenza, Fran la colocó delante del hocico del hombre marrano. Nuestro amigo estuvo a punto de apartarla de un manotazo, pero en lugar de eso, se echó hacia atrás, haciendo que las patas de la silla emitieran un sonido estridente.

—¡La madre del cordero! ¡¿Pero por qué tienes eso?! —chilló el señor Oink; Fran se quedó en el sitio, con una sonrisa congelada en el rostro y todavía levantando la mano.

La reacción del señor Oink era de lo más normal, puesto que suele ser anormal llevar en los bolsillos manos amputadas. Gestos como estos ayudaban a crear una imagen de Fran un tanto negativa y, poco a poco, llegaba a la conclusión de que aquel individuo no tenía el gallinero precisamente lleno de gallinas.

—¡Es la mano incorrupta de Santa Teresa de Jesús! ¿No la conoces? —preguntó con voz excitada Fran, meneando la susodicha de un lado a otro, ante la incomodidad del señor Oink.

—¿Pero cómo voy a conocer a esa señora? —contestó, aunque lo cierto es que sentía unas ganas crecientes de marcharse de allí, ya que aquel Fran no terminaba de agradarle del todo. Se frotaba nervioso las manos, preguntándose si la verdadera razón por la que lo habían llevado hasta él era quedarse con una de sus preciosas pezuñas.

—No me conoces a mí, no conoces a Santa Teresa. ¿Qué trágico futuro es ese del que vienes? Seguramente uno en el que la Casa de la Vida ganó. Deberías saber que Santa Teresa fue una gran mujer que impulsó la reforma de la Orden del Carmen y fundó a los Carmelitas Descalzos. Pero no hizo solo eso, también escribió varios libros de gran importancia como... —Fran seguía hablando, pero el señor Oink no le prestaba atención. Mientras daba rienda suelta a su lengua, aquel sujeto acariciaba la mano como si fuera un gato. Sus ojos, abiertos en exceso, estaban inyectados en sangre, peligrosos, y conectados a una mente completamente patas arriba. —Esta mano es una reliquia de gran poder, esta mano a veces me habla y todo. Me dice lo que tengo que hacer. Me habló sobre tu llegada.

—Las manos no pueden hablar, no tienen boca —señaló. Fran no le prestó atención y seguía ensimismado con la mano incorrupta.

—Bueno, qué historias las que te cuentas. Pues ya se está haciendo un poco tarde, ¿no? —dijo el señor Oink, adoptando una postura que indicaba claramente su intención de levantarse de la silla y marcharse. Aquel mundo al que había llegado le parecía demasiado maravilloso como para desperdiciarlo con gente como aquella. Estaba seguro de que, fuera de las cuatro paredes del ostentoso palacio, encontraría personas más interesantes. Al escuchar sus palabras, Fran lanzó una risa que sonaba como uñas arañando una pizarra.

—¿Sabes que tú eres especial, amigo mío?

El señor Oink se quedó boquiabierto.

—¿Yo? ¡Qué va! Si soy de lo más normal. Supongo que lo dices por mi cabeza de cerdo, pero tampoco creo que sea para tanto, ¿no? —preguntó el señor Oink. A veces se preguntaba por qué no era como los demás, por qué había nacido con una cabeza de cerdo en lugar de una humana.

En una ocasión se le ocurrió pensar que su situación era parecida a la del hermano de Sabela, Fufu. Al igual que él, Fufu era un cerdo parlante, aunque un cerdo completo. El señor Oink pensaba que, cuando creciera, Fufu acabaría siendo como él: un humano con cabeza de marrano. Sin embargo, como murió y volvió al pasado, supuso que nunca lo descubriría.

—Sí, tu cabeza. Es a lo que me refería, pero tu cabeza es la señal de que eres uno de los Elegidos de Dios. Al igual que yo, amigo mío, al igual que yo —dijo Fran. Entonces, colocó la mano sobre su mentón y, con un fuerte tirón, se quitó una máscara, dejando a la vista su verdadero rostro: el de un cerdo. 

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