186. Rodrigo Rodríguez y la Gran Locura PARTE III DE I

 Rodrigo se quedó temblando como un flan sobre una lavadora en plena función durante un terremoto que provocaba gran conmoción. Era imposible lo que veían sus ojos, y era extraño que nadie más que él se sorprendiera de lo absurdo de la situación. Había gente, más o menos normal y corriente, que paseaba de un lado a otro lamiendo helados, leyendo tebeos, comiendo pipas, viviendo como si el mundo siguiera siendo normal, cuando se había convertido en una casa de locos.

Niños y niñas jugaban a la pelota con calaveras de ejecutados parlamentarios. Mujeres con pantalones vaqueros raídos, gafas de pasta y boinas ladeadas avanzaban con ímpetu para llegar a tiempo al cine, donde proyectaban una retrospectiva de un cineasta polaco al que le gustaba hacer películas sobre el apocalipsis. Hombres de avanzada edad y ojos curtidos por las lágrimas vagaban silenciosos por las calles, suspirando y recordando las épocas en que llevaban tal melena que se merecían el epítome de gran león del amanecer. Un señor con traje de funeraria y palidez de muerto batió los brazos como si fueran alas, logró despegar el vuelo y, con lágrimas en los ojos, se dispuso a dirigirse al sol sin recordar lo que le sucedió al desdichado Ícaro, cuando un disparo rompió la escena y el viejo volador cayó fulminado al suelo. ¡Habían sido unos malévolos ciervos armados con escopetas que...!

—¡Un momento, esto no es normal! —chilló Rodrigo Rodríguez, asustado, ya que unos instantes antes había aceptado el absurdo de la situación, y eso era peligroso. Sería como entrar en el País de las Maravillas sin intención alguna de volver a atravesar el espejo.

De forma frenética e inesperada, comenzó a arrancarse pelos de la cabeza como si eso fuera a solucionar algo, pero, para sorpresa de nadie, no solucionó nada; al contrario, lo empeoró todo. Pronto notó que los huérfanos cabellos se removían en sus manos, se dio cuenta de que no era pelo lo que se retorcía entre sus dedos, sino gusanos coloridos y alegres, con cabezas redondas, ojos lechosos y bocas decaídas con pocos dientes, un ruinoso desvarío de lo que ya es decadente y va a peor. Como carne de atropello de carretera, dejada demasiado tiempo en el refrigerador.

—¡Bienvenido seas al nuevo mundo, Rodriguín! —gritaron a todo pulmón los aberrantes gusanos.

Gritando, el opositor apretó las manos hasta convertir a los gusanos en zumo de lombriz, sintiendo de manera demasiado detallada cómo sus cuerpos reventaban y notando cada uno de sus órganos escurriéndose a través de su piel: el corazón todavía palpitante, los explotados pulmones, el poco apreciado páncreas y los intestinos llenos de tropezones malolientes.

Rodrigo no se sentía demasiado bien. Lo demostraba corriendo calle abajo, asqueado, mareado, horrorizado hasta la médula. Temía que aquello fuera el infierno y que él estuviera muerto, expiando sus pecados de una forma inútil, porque aquello era la eternidad y de allí ni Dios escapaba. Aunque sabía que tener ese tipo de pensamientos pesimistas no era nada bueno, no podía evitar pensar que todo lo que lo rodeaba era malo.

Salió de la empinada calle para darse de bruces con una estructura de columnas, columnas cuyo comienzo era un círculo más ancho que el final, final que se limitaba a ser una mera punta y sostenía un techo en el que se alternaban cristales, cristales sucios por la continua agua de lluvia que en esta deformada realidad era del color de la sangre, sangre llovida por las lejanas nubes de rostros flemáticos y lejanas ideas de felicidad, que se retorcían en aquellos instantes en sentimientos de rutinaria tristeza.

Más allá de la estructura de intenciones siniestras, se levantaba un balcón que ofrecía una hermosa vista de los arrabales de Santiago de Compostela. La naturaleza de agradable verdor nacía entre unas cuantas calles que se plegaban con humildad a los árboles que crecían sin hartazgo, a un lago que nacía al lado del Auditorio de Galicia, en el cual convivían patos, ocas, gansos y una pareja milenaria de cisnes. Al fondo, se elevaba con el letargo propio de los montes gallegos el Monte do Gozo. Todo aquel bonito escenario quedaba arruinado por criaturas de cuatro metros de altura, con redondas cabezas de una sola boca y largos apéndices que utilizaban para arrancar árboles y comérselos como si fueran brécol.

De todas maneras, poco importaba tal estructura y tal escenario. La atención de Rodrigo había caído en una persona sentada en un banco: un señor cuya cabeza era una barra de pan de centeno, de la cual se arrancaba pedazos para lanzarlos al suelo, y lo que venía a devorar aquello no eran palomas grises de ciudad, sino aviones de treinta centímetros de longitud que comían mostrando fauces con afilada dentadura.

Rodrigo gritó de nuevo y a punto estuvo de tirarse de los pelos otra vez, no lo hizo porque recordó lo que había sucedido siete párrafos atrás. De hecho, había estado chillando un buen rato, casi diez minutos seguidos, un berrido que se estaba prolongando como un buen orgasmo, solo que en esta ocasión en vez de placer, lo que provocaba era dolor.

El desgraciado desdichado descolmado galopó por delante de la biblioteca municipal, la cual, de alguna manera inexplicable para el pobre podenco, se había transformado o, mejor dicho, monstruoficado. Ya no era aquella hermosa estructura de cristal que relucía al atardecer gracias a las caricias del bonito sol, que siempre solía acostarse detrás de la misma montaña. No, qué va. Ahora era una cosa fabricada de carne y pelo, orejas y bocas, ojos y brazos, de una longitud y una flacura que provocaban sensaciones de grima, asco y un cierto miedo que aumentaba poco a poco.

Multitud de literatos y personas de culta educación se presentaban frente al monstruoso edificio para rendir sus respetos y ofrecer sus sacrificios. Como no podía ser de otra manera, ya que se trataba de una biblioteca, los seguidores del monstruo presentaban novelas que eran devoradas con ansiedad y premura por aquella construcción. Libros que relataban historias sobre muchachas persiguiendo conejos blancos y cohetes que provocaban erecciones en fugitivos americanos, sobre caballeros que se enfrentaban a molinos y pastillas que aumentaban la inteligencia, reduciendo poco a poco la felicidad, sobre la escasa vida de los androides y...

De pronto, de una boca de la biblioteca salió despedido un vómito espeso. ¡Alguien le había entregado algo repugnante: era la Ley de Contratos del Sector Público! ¿¡Quién le había entregado semejante porquería!? De pronto, estalló una batalla entre los seguidores de aquel monstruo: gritos de pura furia que conllevaron bombardeos de puñetazos y mordiscos que arrancaban carne, algunas decapitaciones precipitadas seguidas de espectaculares patadas aéreas, y una lluvia de bolas de fuego que redujo al grupo a cenizas, las cuales fueron recogidas por unos barrenderos que pasaban por allí. Quedó en pie un único cultista de la literatura, el cual todavía se encontraba obsesionado por encontrar al malnacido que había dado de comer tamaña porquería a su bienquerida biblioteca.

Rodrigo se alejó a toda prisa, temiendo que aquel turbado un poco perturbado pensara que él había cometido el crimen. No, no lo había hecho; estaba demasiado ocupado corriendo, gritando y deslizándose poco a poco hacia la locura, incapaz de aferrarse a la cordura. Se refugió en un pequeño y estrecho callejón, esperando encontrar tranquilidad en el frescor de las sombras donde dormitaban unos cuantos gatos.

Allí había una muchacha, y era de lo más normal; tan normal que, si lo pensabas un poco, podría parecer anormal, pero Rodrigo pensó que era más normal que el pan y por eso mismo hizo algo sin pensar. ¿Para qué pensar si nunca vino nada bueno de hacerlo? Lo que hizo fue dejar que sus piernas de mantequilla cedieran frente a la rapaza, mientras lloraba con lágrimas de vivo carácter, mocos de verde radiactivo salpicando de sus orificios nasales, y abría la boca en un gesto de lástima un tanto patético, como el de un bebé que solo sabe berrear y no el de una persona presuntamente adulta.

Ella parecía normal. Miraba su móvil con una expresión habitual de aburrimiento mezclada con condescendencia, mientras revisaba fotografías de rostros de personas que podían, o no, ser reales. Su cabello era corto y funcional, su rostro medio redondeado con un ligero toque en el mentón que le otorgaba cierta dosis de personalidad, aunque no suficiente como para diferenciarla de una manera que pudiera considerarse anormal. Vestía una falda que le llegaba hasta las dos rodillas, y sus piernas terminaban en pies vestidos con dos zapatos.

Y también vestía una camiseta blanca con el dibujo de una nube que sonreía y de la cual brotaba un arco iris que se curvaba hasta caer sobre un caldero de oro, alrededor del cual bailaba un leprechaun, llorando de pura felicidad porque, por fin, podía pagar la costosa operación del corazón de su hija, que observaba la escena desde un hospital cercano. Pero la desgracia pendía sobre la familia, ya que la muerte sobrevolaba el hospital con una guadaña manchada de sangre. Sentado sobre el hombro de la dama pálida y susurrándole maldades se encontraba un segundo leprechaun, el hermano gemelo malvado del primero, que codiciaba desde hacía mucho tiempo el caldero de oro para gastarlo en operaciones de estética que solo necesitaba para alimentar su vanidad. La nube y este leprechaun se lanzaban miradas cómplices, ya que todo había sido un plan urdido entre ambos, pues habían sido amantes secretos durante décadas.

En la boca de la chica vivía un chicle, el cual disfrutaba de ser mascado y de ser inflado. Se agrandaba, se agrandaba hasta llegar a ser tan grande como la cabeza de un chimpancé, y luego llegaba la explosión orgásmica. Era un ciclo que se repetía una y otra vez, pensando el chicle que sería para siempre e ignorando que acabaría tirado en el suelo, convertido en un círculo grisáceo que miles de pies pisotearían una y otra vez, final que, a decir verdad, también le encantaría.

Rodrigo se agachó frente a la muchacha. Con lágrimas en los temblorosos ojos, le dijo con una voz que poco le quedaba para ser considerada de desquiciado total:

—¡¿Tú ves lo que está pasando?! ¡Esto no es normal! —gritó Rodrigo. El globo explotó. Con la lengua, se metió el chicle en la boca y continuó mascando.

—Meh —dijo, y se fue, no de una manera normal, sino que sus pies se pegaron a la fachada de un burdel cercano y caminaron por ella como si fuera una mujer araña. Llegó al tejado, donde había una conjura de gatos, y continuó su camino, perdiéndose entre las palabras de esta banal historia.

Entonces Rodrigo lo entendió: el mundo se había vuelto loco, y no le quedaba más remedio que abrazar la locura. No de una forma llorosa, no encerrado en una habitación de paredes blancas, no con ideas de desesperación y suicidio rondando el laberinto de su mente, sino con la alegría de que nada importa y, por eso mismo, la vida merece ser vivida. Además, eso significaba que ya no tendría que estudiar para las oposiciones. ¡Era libre de hacer lo que quisiera, de romper el capullo y convertirse en una mariposa!

Con movimientos rápidos, se despojó de su ropa y se abalanzó al absurdo total. Lágrimas espesas escapaban explosivamente de sus ojos; en esos momentos no eran de tristeza, sino de una pura y desmedida alegría por haber recuperado una libertad que en realidad nunca había tenido. Solo ahora, en unos segundos que se arremolinaban, se abalanzaban, se mordían y se copulaban entre ellos en un tremebundo espectáculo en el que la penuria había sido aniquilada.

—¡Soy libre, soy libre, soy libre, por fin! —gritó, saltó salto tras salto, saltando saltarín, asaltando su antigua perspectiva de lo que era su antigua mentalidad. Abrazaba por completo la descolocada locura, porque la cordura solo le servía para encerrarse en su habitación, estudiando leyes más aburridas que el Levítico, durante hora tras hora tras hora tras, días que se convertían en meses, y meses que eran igual de largos que años que sabían a eones y que, en realidad, eran más largos que la misma eternidad —. ¡Nunca más, nunca más, nunca más! ¡Libertad, libertad, libertad! ¡Abajo los estudios!

Su avance rebelde fue interrumpido por alguien que le chistó. De nuevo se encontraba en la calle donde vivía. El irritante chistar procedía de la terraza del bar Galia; el hombre cerdo lo miraba con una desaprobación que Rodrigo no comprendía. El individuo porcino se acercó a él y le arreó con la "Coz de Galicia" en la cara, mientras en su rostro se adivinaba un gran cabreo.

—¡¿Se puede saber qué estás haciendo yendo desnudo por la ciudad?! —gritó el cerdo, con una vena en la frente que amenazaba con estallar.

—Es que... Ya sabes... La Gran Locura y eso... ¿No somos libres? —preguntó Rodrigo, de pronto demasiado consciente de su desnudez, con su falo colgando desvergonzado entre sus piernas.

—¿Y por eso te parece normal ir desnudo? ¡Hay niños por la calle! —le gritó, señalando a un grupo variopinto de niños y niñas de todas las formas y colores. Uno medía dos metros, otro tenía una cabeza que parecía un globo a punto de estallar, y dos eran más o menos normales, sin nada que les hiciera destacar en la vida.

—Además, tienes que venir a estudiar, Rodrigo. Dentro de poco se van a celebrar los exámenes de la oposición; ¿no te los querrás perder, verdad? —le preguntó el edificio en el que vivía, que había regresado a la calle, puesto que tenía una obligación que cumplir.

Rodrigo asintió con la cabeza y, arrastrando los pies, se acercó en dirección al edificio. Parecía que, pese a que la Gran Locura había irrumpido con fuerza en el mundo, él no se libraría de tener que estudiar durante toda su vida, toda su vida, toda su vidaoda su vida, toda su vidaoda su vida, toda su vidaoda su vida, toda su vidaoda su vida, toda su vidaoda su vida, toda su vidaoda su vida, toda su vidaoda su vida, toda su vidaoda su vida, toda su vidaoda su vida, toda su vidaoda su vida, toda su vidaoda su vida, toda su vidaoda su vida, toda su vidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidatodasuvidavidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidavidavidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaidaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAARRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRRGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGGHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top