18. La monstrua
Me encontraba flotando bajo un cielo rojo, sobre una marea negra que no paraba de moverse. Al principio pensé que se trataba de agua, pero al fijarme mejor descubrí que no era así: era personas hacinadas las unas con las otras. Sus rostros eran pura desesperación y alzaban sus raquíticos brazos hacia mí como si quisieran cogerme y arrastrarme a su miseria.
Sentí besando mi espalda un calor agradable y, al darme la vuelta, descubrí que en el cielo colgaba un sol dorado. Nació en mi corazón el deseo de acercarme a él y asirlo con las manos, pero me acordé de lo sucedido en el sótano de la Casa de Curación, de cómo Melinda, Laura y Rodolfo me dejaron sola. Eso me dolió y la desesperación comenzó a latir su veneno negro a través de mi cuerpo.
Me vi rodeada por una gran cantidad de brazos negros y no pude hacer nada para escapar, puede que ni quisiera hacerlo. Maraña de manos alrededor mía, manos de largos dedos, manos que se entrelazan en brazos, piernas, cinturas, gargantas, manos que me quieren hundir en el espeso hedor de una negrura infinita. No me importaba demasiado, quizás si compartía mi dolor con las otras almas en pena, este se hiciera más soportable.
Abrí los ojos en una habitación de diminutas proporciones. Había unas camas cerca de mí, pero no quería volver a dormir si no permanecer despierta para siempre jamás.
—¿Mami...?
Al intentar dar unos pasos, sucedió algo raro: mi cuerpo se cayó para delante y me tuve que apoyar con las manos en el suelo para no caer. Mis brazos era puro músculo y estaban cubiertos por un cabello rojo que me pareció precioso.
Para caminar tenía que utilizar brazos y piernas, como si fuera un gorila. Eso me pareció un poco raro porque me daba la sensación de que solía caminar utilizando las piernas. Intenté recordar mi pasado, pero mi memoria estaba vacía.
—¿Mami...?
Había una estantería llena de latas, cogí una y le di vueltas: estaba llena de letras raras que no entendía, pero por el olor que salía de ella supe que estaban llenas de comida. Me metí una boca y la trituré con mis dientes. Estaba rico.
—¿Mami...?
No estaba sola: cerca de mí hay una criatura rara. Era pálido, tenía una gran cabeza de ojos azules y un cuerpo de babosa. No le tuve miedo, sino que me pareció divertido verlo.
—Uh... Uh... Uh... —Esa soy yo riéndome.
Me acerqué a la criatura y rodeé su gran cabeza con mis brazos, apoyé mi mejilla sobre su amplia frente, él emitió un ronroneo bajo y creí que estaba contento. Me separé y decidí irme de aquella pequeña habitación. Salí y subí unas escaleras, arriba de todo pude ver el cielo nocturno. La criatura de la gran cabeza me seguía y decidí que le llamaría Cabezón.
En la cima de las escaleras me quedé mirando las estrellas, había tantas que era incapaz de contarlas. Apestaba a quemado así que decidí irme a ver qué podía descubrir en aquel sitio lleno de edificios. Estos no me gustaban: son grises y aburridos. Cabezón se apretaba a mí, quizás tampoco eran de su gusto.
Entre los tejados de las casas sobresalía una muralla de color rosado y eso me gustó tanto que decidí ir hacia allí. Aunque tenía miedo de que los monstruos que se escondían me atacasen porque si hay algo que temía de verdad era ellos.
—Monstruos —dije y las palabras supieron raras en mi boca porque era ronca y no me daba la impresión de que era mía. Intenté recordar quién era, pero mi cabeza dolía y el canto de las estrellas me distraía.
Decidí que lo más importante era llegar hasta la muralla de color rosa y caminamos. Pronto amaneció y eso me puso triste porque las estrellas se fueron una a una. A medio camino escuché un aullido de dolor y me quedé parada sin saber qué hacer, pero con el segundo grito me quedó claro que fuera quién fuera necesitaba mi ayuda.
Pronto llegué a una calle ancha y allí estaba uno de los míos: medía tanto como los edificios, pero pese a que era un gigante tenía problemas. Unos monstruos horrendos le hacían daño: sus cabezas eran calaveras ardientes.
Eran tres: uno era grande y tenía la marca de una araña en el pómulo de la calavera. Otro era más bajo y peleaba con una gran hacha, corrí en su dirección, esperaba pillarlo por sorpresa, pero cuando estaba cerca de él el tercero de ellos gritó:
—¡Iyipada!
Antes de poder tocarlo me pegué un buen coscorrón contra una especie de energía azulada. Retrocedí a toda velocidad y pensé que no debía atacar con tanta despreocupación. Me fijé en el monstruo que dio la alerta: era el más bajo y delgado de todos, le faltaba un brazo y tenía dañada la mitad de su cara.
—¿Dii naghalin ini nga bug? —dijo el del hacha.
Gruñí y di unos pasos a mi izquierda, sentí unas ganas inmensas de matarlos a todos. El puño del gigante se abalanzó sobre el monstruo de la cicatriz, la mano se hunde en el pavimento y todo tembló.
Grito de dolor, el brazo del gigante se desprendió del cuerpo y cayó al suelo. El monstruo de la cicatriz se lo cortó con el mandoble que manejaba con absurda facilidad. De la herida abierta de gigante le comenzó a nacer un segundo brazo.
—Dhala suto —dijo el monstruo de un solo brazo, sonó como una orden.
—¡¿Danshi nizai shuo shenme?! —gritó el monstruo del hacha y se volvió hacia mí.
—Izany dia lavo. Samy hafa izany. ¿Tsy hitanao ve? Heveriko fa raha mahita anao tsy misy favovana izy dia hanafika ano ary ho gaga izy raha mametraka fiarovan-danja aminao aho. ¿Tsy manaiky ve ianao? —dijo el monstruo del brazo.
—Chi mi. Shit. Tha mi an dochas gun obraich an litreachadh agad —dijo el monstruo del hacha y la tiró al suelo.
No sabía por qué se desprendía del hacha, pero aproveché la ocasión y me abalancé sobre él. Cuando estoy a punto de embestirle con mi cuerpo, volví a golpearme contra un escudo medio invisible.
De esta vez fue peor porque explotó y me lanzó por los aires. Choqué contra la pared de una casa y caí al suelo. Apestaba a pelo quemado, mi preciosa caballera rojiza estaba estropeada y eso me enfureció.
—Jy was heeltemal reg, Lucía —dijo el monstruo del hacha, que la recogió del suelo y se acercaba a mí.
—Qaphela —dijo el monstruo de un solo brazo que caminaba detrás de él.
Fue él quien creó el escudo, así que tenía que matarlo primero. Le lancé gruñidos al monstruo del hacha, amago con atacarle a él. Corrí en su dirección y el monstruo del hacha se preparó para pelear, pero lo salté con facilidad y me dirijo al monstruo de un solo brazo. Me atacó con su espada y cortó mi carne, dolor y sangre. No me importó, me tiré encima de ella y levanté el brazo al cielo, cerré la mano en un puño y me preparé para reventarle el cráneo llameante de un solo golpe.
Mi puño nunca bajó porque al mirar la calavera burlona me atacó la sensación de que lo conocía de algo.
—¿Lucía?
El nombre salió sin querer y no sabía de quién se trataba. Retrocedí con rapidez porque veía como el monstruo del hacha se acercaba a mí.
Miré al gigante, estaba tirado en el suelo y ya no tenía ningún brazo. Los que nacían era pequeños y crecían con lentitud, no creía que le fueran a crecer tan rápido como para servirle de ayuda en el combate.
Sollozaba pidiendo ayuda, pero yo no era lo suficientemente fuerte como para hacerlo. El monstruo de un solo brazo se levantó del suelo y se alejó sin dejar de mirarme.
El monstruo de la cicatriz se subió encima de gigante y este intentó quitárselo de encima, pero sus bracitos son incapaces de alcanzarlo y tampoco podía ponerse en pie porque también le cortaron las piernas.
El monstruo de la cicatriz le clavó el mandoble en el pecho y el gigante lanzó un aullido de dolor que pronto se extinguió. Ya no se volvió a mover porque estaba muerto y me sentí mal: viniera para ayudarlo, pero al final no pude hacer nada.
—Oye, colega, reconozco esa forma que tienes. ¿Por qué no eres un buen chico y te marchas? Sé que posiblemente estarás muy confuso, pero tú no eres como ese caído grande, tú eres diferente y es posible que consigas volver a ser humano. ¿Por qué no te marchas? —me dijo el monstruo del hacha.
—¿Qué estás diciendo, Godofredo? ¡Es un monstruo, todos los monstruos deben morir! —gritó el monstruo de un solo brazo.
Entendía que uno me quería matar y el otro le parecía bien que me marchara. Decidí que era mejor huir, ya que era imposible para mí vencer aquel combate y, además, ya se me agotaran todas las ganas de pelear.
Comencé a correr por la calle alejándome de ellos y no paré hasta llegar al edificio quemado. Allí me aseguré de que los monstruos no me seguían y fue así: la calle se encontraba vacía.
—¿Mami...? —escuché decir a Cabezón que subía por las escaleras del edificio quemado.
Me alegré de verlo porque cuando fui en ayuda del gigante lo dejara atrás sin darme cuenta, corrí hasta su lado para darle un abrazo. Después de eso, nos dirigimos al escudo rosa porque pensaba que en su interior estaríamos a salvo.
No tardamos demasiado en estar en una calle cortada por el escudo rosa y con cuidado apoyé uno de mis dedos en él. Allí dónde mi dedo cayó surgieron círculos que se abrieron y agrandaron a su alrededor, no sentía ningún peligro.
En el interior el panorama cambió y aunque los edificios tenían la misma forma sus colores eran diferentes: vivos, alegres, alocados... El cielo tampoco era del azul grisáceo del otro lado, sino que tenía la suavidad de un amarillo limón.
Había amigos por todas partes y sus formas eran curiosas, sin que ninguna fuera igual al otro. Me fascinaba ver cómo podemos tener cuerpos tan distintos: había uno que era como un champiñón que creció un montón, otro era una gigantesca nariz con dos piernas y dos bracitos, pero la más sorprendente de todas sobresalía por encima de los tejados: era como una mujer desnuda, de piel pálida y con unos cabellos que se comportaban como si estuvieran metidos en el agua.
Escuché una canción y me olvidé de mis amigos: era una melodía hermosa y sin letras, ni tampoco estaba acompañada de instrumentos. Hipnotizada, seguí el rastro de la canción hasta llegar a una plaza abarrotada de amigos. Entre ellos estaba Gustavo y ya no tenía piernas de rana, sino que eran largas y finas, lo que le proporcionaba un toque bastante elegante.
Su cabeza no cambió nada: seguía siendo triangular y con tres ojos negros a ambos lados. Me acerqué a él, era bastante más alto que yo, y le toqué una pierna para ver cómo se sentía. Él me miró y me olisqueó, creí que me reconoció porque me dio un lametón en la cabeza.
El cantante se encontraba en mitad de la plaza, encima de la cabeza decapitada de un hombre de poderoso pecho. Él era raro, como una persona, pero de más de dos metros de alto y tenía el cuerpo cubierto de vendas negras, de los pies a la cabeza. Además, llevaba en el pecho una cerradura atada por candados que le rodeaban la cintura, le caían por encima de los hombros y se unían en el centro de su espalda. En su cara cubierta por las vendas, se adivinaba el brillo de unos ojos de color rojo. Al fijarse en mí, la canción se cortó y dijo:
—Por favor, dejadme solo.
Mis amigos se apresuraron a dejar la plaza y yo también lo hice. Lo intenté por lo menos porque el cantante habló de nuevo y me dijo:
—Por favor, ¿te podrías quedar? Me gustaría hablar contigo.
Así que me quedé allí, aunque tampoco se marcharon Cabezón ni Gustavo. Al cantante pareció no importarle nada porque no repitió la orden. Saltó de la estatua decapitada y se acercó a mí, sus movimientos eran suaves para alguien tan alto como él.
—¿Acaso no eres una criatura curiosa? Por alguna razón, no te has convertido por completo. Resta en tu alma fragmentos de la humanidad perdida. ¿Eres uno de los intentos de la VHX de utilizar las gemas del corazón para crear soldados más fuertes? —preguntó el cantante.
—¿Uh...? —dije, no tenía ni idea de lo que hablaba.
Él me tocó en la frente con su largo dedo y se rio.
—Sí, eso es lo que te pasó. Y además una Marcada, precisamente la de Las 900 vidas. Es curioso que hayas venido a mí tan pronto teniendo en cuenta el destino que le esperaba a esa persona. ¿Sabes quién soy yo?
Negué con la cabeza.
—Mi nombre es Maeloc, encantado de conocerte. ¿Me podrías decir tu nombre?
Al intentar recordar mi nombre, sentí como si me metieran un clavo en la frente y me atravesara todo el cerebro.
—Oh, ¿no lo recuerdas? Supongo que es natural, teniendo en cuenta tu transformación. De todas formas, tienes la Marca de Las 900 Vidas, ¿sabes qué significa eso?
Negué con la cabeza.
—Tú puedes ayudarme —me contestó él.
La idea me gustaba bastante y asentí con la cabeza.
—Me alegra ver que quieras hacerlo, pero ahora mismo tú no eres tú. O por lo menos, no una completa. Necesito que vuelvas a ser humana —dijo y eso me confundió, yo no creía que fuera una humana.
—Uh... —dije.
—Tienes que recordar la persona que eras antes de tu transformación, ¿entiendes? Busca en tu memoria. Lo que tienes que encontrar es tu nombre y entonces es posible que puedas volver a ser un ser humano—dijo Maeloc.
Cerré los ojos y busqué en mi interior: estaba llena de niebla espesa y sentía cien clavos ardientes atravesándome cada centímetro de mi cabeza. Pero me esforcé más para encontrar mi nombre en mitad de todo aquel dolor. No recordaba nada sobre ser una humana y cuando estaba a punto de rendirme un chispazo iluminó mi cerebro. ¡Me acordé de algo maravilloso, de algo que nunca podría olvidar! ¡Mi hermoso cabello de fuego!
—¡Sabela, me llamo Sabela! —grité entusiasmada.
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