17. El dolor

Bueno, al dar un paso adelante todo el miedo se fue. Quizás fue porque al pelear todo se volvía más sencillo: solo tenía que matar todo lo que me quería comer y parar cuando ya nada quisiera hacerlo. Agarré a Melinda por la mochila esa rectangular que llevaba y la tiré para atrás con todas mis fuerzas:

—¡¡Eeehhh!! —chilló la mocosa y por encima del hombro vi cómo se pegaba un trompazo contra el sofá.

La mano caía sobre mí y levanté el hacha sobre mi cabeza, coloqué la hoja hacia arriba y apoyé el largo de la empuñadora sobre mi antebrazo izquierdo y este sobre la frente. La mano me cayó encima, el hacha se hundió en la carne de la palma y la sangre resbaló espesa por la hoja, besó el mango de madera y se escurrió por mi frente.

La fuerza con la que me intentaba aplastar era inmensa y tenía que utilizar hasta la última gota de energía para no acabar estrujada. Alrededor de mis pies, el suelo se rompió en fisuras y me hundí un poco, tal era la fuerza del gigante. Apreté los dientes, intenté levantar el hacha para lanzar un contraataque, pero era imposible. Lo único que podía hacer era resistir para no morir aplastada como una hormiga.

Escuché un sonido como de mojado, como si alguien acabara de romper un huevo sobre el suelo. Vi cómo algo resbalaba pringoso desde la ventana, por la pared y se deslizó por el suelo un poco: era un caído y tenía unos brazos de esqueleto, sin nada de carne entre piel y hueso.

No tenía piernas... bueno, sí que tenía: creo recordar que arrastraba unas minúsculas, de bebé, que no le servían para nada. Su cabeza estaba partida en dos formando una boca que, como si fuera un pez, no paraba de abrirse y cerrarse provocando fuertes chasquidos.

Se acercaba, utilizaba los brazos para moverse, ya que las diminutas piernas solo pataleaban en el aire. Tenía unos dientes afilados y no dudaba de que él quería morderme, pero si intentaba hacer algo moriría aplastada por la mano del gigante.

—¡Bola de fuego! —gritó Melinda y las llamas rodearon al monstruo.

Aullidos de dolor. Se movió de un lado a otro como pez fuera del agua, pero no sirvió para librarse de las quemaduras, solo para que el fuego saltase a las cortinas que ardieron en seguida y eso salvó mi vida: las lenguas de las llamas comenzaron a lamer la muñeca de gigante y, por los gritos que venían del exterior, no le gustaba demasiado.

La presión sobre mí se aflojó y retiró la mano, tan cansada estaba que me caí al suelo. En el borde de la ventana aparecieron largos dedos y pronto surgió una cabeza calva y, por último, un ojo grande y redondo como la luna, negro como un pozo sin fondo. No podía apartar la mirada del ojo, un estallido de luz en su interior, una chispa blanca que tan pronto surgió, desapareció. Me dejó con la boca abierta, con ganas de más.

—¿¡Se puede saber a qué estás esperando!? ¡Tenemos que irnos de aquí ahora mismo! —gritó Laura y tenía toda la razón. 

Meneé la cabeza, borrando la fascinación que aquel ojo me provocaba y utilicé el hacha como apoyo para ponerme de pie. Me di la vuelta, justo en el momento en el que, entre las cortinas ardientes, el caído del ojo metía todo su brazo en el interior del salón.

Cerca de mí, se encontraba Melinda, pero algo no iba bien: su mirada estaba perdida, se movía de un lado a otro y antes de tener tiempo para preguntarle qué le pasaba, se fue para el suelo. La atrapé antes de que se diese un golpe y me susurró:

—Mi límite de bolas... —dijo antes de desmayarse por completo, la cogí en brazos.

Laura se encontraba detrás del sofá y miró a la niña con preocupación.

—¿Está bien? ¿No estará...? —dijo, negué con la cabeza y se la pasé a ella, porque me imaginaba que mi hacha aún podía ser útil.

El caído del ojo metió medio cuerpo en el interior del salón, no le importaban nada las llamas, incluso cuando se quemó parte de su piel. Y aun teniendo en cuenta esto, se movía con lentitud, parecía casi que se pensaba cada pequeño movimiento de su cuerpo. Y no apartaba la mirada de mí.

De nuevo, el color surgió en el negro de sus ojos: ahora fue rojo, como sangre a presión sobre una pared en blanco. Me corté la palma de la mano con el hacha, me abrí un tajo para distraerme con el dolor y olvidarme del ojo y me encaré a Rodolfo, quien también tenía la mirada perdida en el nuevo caído, le di un empujón.

—Oye, ¿qué hacemos ahora? Vamos, tú eres el listo de los tres, ¿no?

Él se me quedó mirando unos segundos con la boca abierta, de una forma que no daba la sensación de que ni siquiera fuera listo, en general digo. Y cuando temía que ya se nos fuera, contestó con voz segura.

—La compuerta. Tenemos que ir a la compuerta. Si logramos entrar, nos salvaremos.

No mencioné nada sobre la contraseña, no era necesario perder el tiempo con discusiones: lo que de verdad hacía falta era tener un objetivo, aunque luego resultase ser un callejón sin salida. Dejamos el salón y nos fuimos por el corredor, parecía más largo y estrecho que por la tarde, era como si también el propio edificio estuviera en contra nuestra.

Escuché sollozos, cortos, tristes, continuos... no eran de un caído. Era Laura, lloraba en un tono bajo y sentí una punzada en el corazón, un sentimiento de pena o compasión o algo semejante.

Al doblar una esquina, nos encontramos con una visión poco esperanzadora: había un caído tapándonos el paso, ocupando todo el corredor, justo el mismo corredor donde se encontraba la escalera que iba hasta la compuerta. El caído era una pelota de carne de la que le salían un sin fin de brazos que formaban un espeso matorral de codos y manos con dedos largos como las patas de una araña.

Miré atrás, por encima del hombro: se acercaba hacia nosotros el caído del ojo, yendo a cuatro patas, sin prisas, pero sin pausas. Él era como un hombre con las proporciones mal hechas: la cabeza era demasiado grande, los brazos y piernas largos y flacos, el cuerpo con la forma de un tubo, pero con michelines y carne de aspecto fofo. Además, tenía un solo ojo, uno en el que era fácil perderse, de esta vez ni me fijé en él y me volví hacia delante.

El caído de las mil patas, él era mi objetivo, ya que tapaba la escalera a la salvación. La bola que formaba su cuerpo no me llegaría ni a la rodilla y el gran número de brazos que surgían de él solo dejaban libre un espacio redondeado en el que se habría una boca de labios abultados y tres ojos de diferente tamaño.

También sonreía, parecía que se burlaba de nosotros, que nos decía: estáis atrapados, estáis atrapados y vais a morir, os vamos devorar y de vosotros no quedarán ni los huesos. Sentí en el corazón la ardiente furia y, en vez de intentar calmarme, me dejé ir: no tenía nada que perder y mucho que ganar, me lancé en su dirección y los brazos salieron disparados hacia mí.

Una uña me cortó la mejilla, la sangre caliente salió junto al dolor, pero ni lo uno, ni lo otro fueron suficientes para detener mi avance. También sentí un corte en la barriga, por encima del ombligo, en el muslo, en el brazo, por la frente, pero el dolor solo servía para renovar mi determinación.

Los brazos se rompían ante mí como si fueran ramas secas y por mucho que me agarrasen que me cortase, que intentasen detenerme y matarme, todo era inútil. Pronto me puse delante del bicho y le metí la mano en la boca, quería destruir aquella sonrisa imbécil.

Los dientes se cerraron sobre mis dedos, pero solo causó dolor, nada más. Arrojé el hacha a un lado y agarré el labio inferior y tiré con todas mis fuerzas, la carne que se estiró como chicle y él chilló dolor mientras me golpeaba con todos sus brazos abriendo pequeñas heridas en mi espalda, en mis brazos, en mi cara...

La piel no dio más de sí y comenzó a romperse, empezando por las comisuras de los labios y yendo hacia abajo, con un último tirón me llevé conmigo un buen trozo de carne y también la parte de debajo de esos labios que, no mucho antes, formaban una sonrisa burlona.

Los gritos del bicho, dolor puro, era melodía para mis oídos. No quería perder más tiempo, y como de nuevo tenía el hacha en la mano le aticé en toda la frente, abrí una herida y, golpe tras golpe, la fui haciendo más y más grande, hasta que vi la gema del corazón latiendo perezosamente: la destruí de un hachazo.

Al darme la vuelta casi me doy de bruces contra Laura y Rodolfo, ellos estaban bien pegados a mí y la razón era más que evidente: el caído del ojo se acercaba poco a poco. Rodolfo me dijo:

—Tengo que curarte. —Le aparté las manos de un golpe.

—Dijiste que no tenías Fe para hacer luz. Sé que pasará si te esfuerzas demasiado —le dije.

Bajamos a toda mecha por las escaleras y, una vez acabados los escalones, pude ver que el ojo estaba en la cumbre, mirándonos y no parecía tener mucha prisa por alcanzarnos. No dejaba de mirarme, pero yo ya aprendiera a no fijarme en su ojo porque creía que algo malo pasaría si lo hacía.

—Laura... —dijo Rodolfo.

Ella ni lo miró, apretaba a Melinda contra su pecho y tenía la cabeza baja, mechones de cabello se cruzaban por encima de sus ojos grises que parecían incapaces de mirar fijarse en nada.

—Laura... —repitió Rodolfo, con tono dulce y le apartó los cabellos que le caían por la cara con cuidado —. Laura, necesitamos tu ayuda. Tienes que utilizar tu poder sobre el panel, tienes que utilizar tu poder para averiguar la contraseña. ¿Entiendes?

Esperaba de todo corazón que entendiese por qué el ojo estaba por la mitad de la escalera. Yo estaba en frente al último escalón, agarrando el hacha con las dos manos y la cabeza baja, para evitar la tentación de mirar su ojo.

—¿Y ella? —dijo Laura, refiriéndose a Melinda.

—Déjamela a mí, no le pasará nada —dijo Rodolfo, cogiendo en el regazo a la desmayada maga.

No podía quitarme el ojo de la cabeza y las ganas de mirarlo fijamente aumentaban.

—¿Os podéis dar un poco de brillo? —gemí yo.

Me mordí el labio inferior para evitar mirar al caído del ojo mientras Laura se puso en frente al panel y lo tocó con ambas manos.

—Es 1234 —dijo y miré para atrás sin poder creerme que la mocosa tuviera razón.

La compuerta crujió y se abrió de abajo arriba. Sentí alegría porque eso significaba que era posible que saliéramos con vida de aquella pesadilla, pero al mirar para delante de nuevo no pude evitar fijarme en el gran ojo del caído.

Luces rojas, amarillas, azules, verdes... luces de todos los colores danzaban a mí alrededor y su tacto era agradable, capaz de borrar todo el dolor que atizaba mi cuerpo y también el miedo que se ocultaba detrás de mi corazón. Y también se escuchaba una música, débil al principio, pero al dar el primer paso adelante se hizo más fuerte.

—Esta música no pega nada con el lugar este —dije y me quedé confundida, ¿a qué lugar me estaba refiriendo?

La música era lenta, con una cierta melancolía, música que me hacía olvidar todas las heridas que cubrían mi cuerpo y también me hizo bostezar. Hasta ese momento, no me diera cuenta, pero tenía bastante sueño. Delante de mí apareció una cama y decidí que no estaría mal echarme a dormir un rato.

—¡Para!—gritó una voz desagradable.

Una sombra de oscuridad apareció a mi lado, con un sable en la mano y un rostro fiero. Rodolfo, era Rodolfo y hundió el sable en la cama. El colchón sangró y gritó de dolor, me froté los ojos y la ilusión se desvaneció. No era una cama el sitio en donde quise dormir, era la boca abierta del caído del ojo.

—¿Estás bien? —me preguntó Rodolfo y asentí con la cabeza.

No perdimos más el tiempo, fuimos al interior del lugar protegido por la compuerta y, nada más entrar, Laura tecleó en un panel con rapidez haciendo que las puertas se cerraran.

El alivio que sentí pronto desapareció: no había salida, el lugar en donde entramos no era nada más que un almacén pequeño. Había una estantería llena de latas de comida, cuatro camas, una radio y en una esquina una cosa alarga y tapada por una manta. En una de las camas estaba Melinda y arrodillada a su lado Laura.

Como estaba nerviosa, cogí una lata de habas de la estantería y me la comí sin cuchara ni nada: metiendo los dedos y comiendo a toda velocidad. Después tiré la lata al suelo, ¿qué importaba no usar la papelera en la situación en la que nos encontrábamos?

—Tiene que haber una forma de volver a mi mundo, ¿no? —preguntó Laura, aún arrodillada al lado de la cama dónde estaba Melinda —. Quiero decir, sí he sido capaz de llegar hasta aquí, ¿no quiere decir que puedo volver? ¿Qué tiene que haber una forma de que hacerlo?

—¿A quién le importa eso ahora? Lo qué tenemos que hacer es buscar una salida de aquí y también de la ciudad, tenemos que idear algún plan ingenioso como los que hacen la gente de la televisión. Algo simple, pero efectivo. —Pensé unos segundos: lo único que se me ocurría hacer era cargar contra los monstruos y esperar que en el último momento, apareciese alguien que nos salvase a todos: podía ser mi padre, mi mejor amiga Lucía, que en eso de pelear no era nada manca, o incluso mi hermano Fufu —. Rodolfo, ¿tú crees que la radio funciona? Podíamos hablar con el exterior a ver si envían a alguien.

Él negó con la cabeza.

—Por el estado en que se encuentra creo que solo serviría como chatarra —dijo y tenía razón: en medio y medio de la radio había bien clavada un hacha. Y salían chispas y todo.

—¿Se puede arreglar? —pregunté.

—Sí, claro que sí. Solo tenemos que encontrar a alguien con experiencia a la hora de arreglar este tipo de aparatos mecánicos. ¿Me pregunto si podremos encontrar a alguien por aquí? —dijo, mientras se tocaba con un dedo el mentón y miraba pensativo el techo.

—Ya, vale —dije.

—Quizás esté debajo de la cama, ¿no lo crees, Sabela? Quizás encontremos a alguien capaz de arreglar la radio —dijo y, ni corto, ni perezoso, miró debajo de una cama. Chasqueó la lengua, decepcionado —. ¡Mala suerte! No hay nadie aquí.

—¡Qué ya vale! ¡No hace falta ponerse tan estúpido! —le dije, porque me dolía la vergüenza.

Rodolfo soltó una carcajada y se acercó a mí: como que estaba demasiado contento para la situación en la que nos encontrábamos.

—¡Sabela, Sabela! ¡No hace falta ponerse tan seria! Aquí estamos a salvo, sin lugar a dudas. La compuerta resistirá el ataque de todo caído que intente entrar y tenemos comida para meses. Ya sé, estarás pensando: la frontera llegará en nada y no podremos evitar acabar en la Nación de las Pesadillas. Pero... ¿Acaso crees que los Hijos del Sol se van a quedar de brazos cruzados? No, ellos vendrán, matarán a todos los caídos y nos salvarán.

—¿Y si deciden cortar por lo sano y utilizar la Mano de Helios? —le pregunté, porque bien sabía que si la lanzaban borrarían media ciudad del mapa.

Al escucharme, la sonrisa de Rodolfo vaciló un poco.

—No serán tan brutos como para hacerlo. 

La puerta recibió un golpe tan fuerte que la abolló un poco y después cayó en la sala un silencio pesadísimo. Después del primer golpe, un segundo tan tremendo que todo tembló y, acto seguido, una voz infantil vino desde detrás de la puerta:

—¿Mami...? ¿Mami...? ¿Mami...? —Tres veces, después se calló y vino el tercer golpe. Ahí ya supe yo que la compuerta resistir no iba resistir demasiado.

Me volví a Rodolfo y le dije:

—¿Y ahora qué? ¿Ahora qué hacemos?

—Sabela...  

—No pasa nada, yo también... —le contesté.

Me saqué el hacha del cinturón y me puse delante de la compuerta, esperaría a que entrara el caído y lo mataría. Después mataría todos los que intentaran entrar, lo haría hasta que no quedasen más monstruos o me mataran a mí.

Los golpes continuos sirvieron para que Melinda despertase. Se levantó un poco y se tocó los cabellos tan bonitos que tanto me gustaban, pero ella no los llevaba en plan melenas, sino más cortos. 

—¿Mami...? ¿Mami...? ¿Mami...? —dijo de nuevo el caído, aquella voz infantil me hacía temblar de pies a cabello.

—¿Por qué no abres la puerta? La niña esa quiere entrar... está buscando a su mamá... como yo... —dijo Melinda, con voz dormida.

—No es una niña, es uno de ellos —respondió Laura.

—¿Uno de quién...? ¡Oh, jolines! ¿Aún estamos aquí? —preguntó Melinda, y entonces se tocó sus bonitos pelos pelirrojos —. ¿Y dónde está mi sombrero?

Fue Rodolfo quién contestó:

—Debió haberse quedado en el salón. Perdona por no haberlo recogido, pero la situación...

—¡¿En el salón?! —Melinda saltó al suelo, llena de energía y corrió hasta ponerse a mi lado.

—Melinda, no creo que tu sombrero esté ya allí —le dije.

—¿Qué pasa? ¿Qué le salieron patas y se fue andando por ahí? —me preguntó, enfurruñada.

—No, creo que tu bola de fuego se cargó tu sombrero.

—¡Oh, jolines! —exclamó, dándose un golpe en la frente —. ¡Qué rabia! Era un regalo de mi mamá... ¡Qué pena! ¡Ugh! En fin, ahora es cuándo nos vamos, ¿no? De la ciudad, digo. Es que está todo como un poco agresivo. 

—¿Mami...? ¿Mami...? ¿Mami...?

Nos quedamos en silencio.

—¿Y cómo pretendes hacer eso, niña? —preguntó Laura, ahora sentada en una cama.

—Bien, siempre tiene que haber una salida, ¿no? — Melinda arrugó la nariz y su mirada fue pasando por todo lo que había en la habitación: la estantería con la comida, las camas, la radio rota...

—Yo creo que la única solución es abrir la compuerta y comenzar a matar caídos hasta que no queden más —dije, sin demasiada seguridad.

—¡Tonterías! —chilló Melinda y corrió en dirección a la cosa alargada que estaba tapada por una manta y de un zarpazo se la quitó para desvelar la estatua de un huevo.

—¿Eso es lo que nos vas a sacar de aquí? —pregunté con algo de sorna.

Melinda se puso encima de la cama, que quedaba al lado del huevo y comenzó a dar saltos de emoción.

—¡Pues claro que sí, Sabelita! ¡No tengo ni idea qué hace esto aquí porque no puede estar aquí porque está como prohibido moverlo de dónde se encuentre, pero está aquí y es lo que importa! —dijo la niña y yo no comprendía. Pero Rodolfo sí y al entender pude ver como la esperanza nacía en su rostro con la forma de una sonrisa.

—Es un Huevo Celestial, ¿no lo es? —preguntó mientras se acercaba y Melinda meneaba la cabeza arriba abajo.

—¿Mami...? ¿Mami...? ¿Mami...?

El bicho continuaba golpeando sin cansarse.

—¿Qué es eso? —preguntó Laura.

—Un extraño aparato mágico que sirve como medio de teletransporte. Pero no se sabe muy bien quién lo construyo, ni cuándo, solo que es muy antiguo —decía Melinda, saltó de nuevo a la cama y se puso cerca del Huevo —, se encuentran en ruinas y sitios así, sitios abandonados y se prohibió que se movieran de su lugar de origen ya hace la tira de tiempo, pero el problema es que esto no es como un videojuego que haces ZOOM y ya está! Para utilizarlo tienes que saber hacerlo, si nada de nada. 

Rodolfo miró con intensidad a Laura:

—Tú puedes hacerlo, Laura. Tu poder no se basa únicamente en saber el precio de aquellos objetos que tocas. Creo que va mucho más allá. ¿No supiste la contraseña solo con tocarla? Estoy seguro de que si lo intentas, puedes activar este Huevo Celestial. ¿Lo comprendes? Si logras hacerlo, podemos dejar atrás esta ciudad...

Laura asintió con la cabeza, apoyó ambas manos sobre la superficie del Huevo Celestial y comenzó a brillar con una luz blanca, como si fuera una maravillosa y magnífica lámpara que nos iba librar de aquella pesadilla.

—Lo veo, sé cómo funciona —dijo Laura y sonrió.

Esperaba que aquel huevo nos pudiera llevar muy lejos de la Nación de las Pesadillas. Ojalá fuera a la playa porque desde siempre quise ver el mar y supongo que también sería genial eso de darse un baño.

—¿Mami...? ¿Mami...? ¿Mami...? —susurró la voz infantil y después le dio unos cuantos golpes más: a la compuerta no le faltaba ni un suspiro para caerse al suelo.

Eso ya no importaba porque podíamos salir gracias al Huevo Celestial, solo tenía que cruzar la habitación y juntarme a Melinda, Laura y Rodolfo, que estaban rodeando el maravilloso artefacto que nos libraría de ese infierno.

—¡Ha! Menudo chasco te vas llevar cuando entres y veas que no hay nadie—le dije.

Le di la espalda a la compuerta y caminé en dirección al Huevo Celestial. La luz blanca que venía de su interior se hizo más fuerte y envolvió a Melinda, Laura y Rodolfo. Después dio un chispazo y desapareció junto a ellos tres.

—¿Pero qué...? —dije, sin entender qué pasó.

Me quedé completamente sola.

—¿Mami...? ¿Mami...? ¿Mami...?

Bueno, no sola del todo.

El caído golpeó con fuerza la compuerta y esta cayó al suelo.

—¿Mami...? ¿Mami...? ¿Mami...?

Me acerqué al Huevo Celestial porque pensaba que podía activarlo tal y como lo hizo Laura. Corrí, mi pie cayó sobre la lata de habas y perdí el equilibrio. Tremendo cabezazo que me di contra el huevo, con tanta fuerza que se agrietó.

Rompí la única manera que tenía de escapar y la desesperación me invadió por completo.   

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