156. El sello de Clementina
Breogán avanzó a lo largo del sendero, tierra que crujía a cada pisada, y que atravesaba en línea recta el jardín que antecedía a la casa. Esta permanecía en la distancia, humilde, pequeña y de aspecto curioso: no daba la impresión de ser el lugar en donde habían encerrado a una peligrosa criminal. Dicho esto, no dudaba de que fuera así: si algo me había quedado claro desde que mi desventura había comenzado, era que no había que juzgar a un libro por su cubierta.
A medida que Breogán avanzaba, aquel jardín de rosas que desde el exterior tenía un aspecto y unas dimensiones modestas comenzó a mutar. Las flores crecían al ritmo de un latido que impregnaba el ambiente, junto un aroma floral tan profundo que resultaba desagradable: picaba en el interior de la nariz y rascaba la garganta. Pronto, el hombre del cabello plateado se encontró rodeada por una verdadera jungla de espinas y rosas inmensas.
Al levantar la cabeza hacia arriba, se veían las ramas retorciéndose en contra del cielo, moviéndose a cada pestañeo de una manera antinatural: como fotografías interponiéndose a una velocidad absurda.
Pese a tal transformación, Breogán no se inmutó. Era como si ya se hubiera esperado que algo semejante sucediera ¿y cómo podía alguien prever semejante fantasía? Por lo menos para mí, la respuesta estaba clara: aquello era el sello de Clementina, magia extraña convocada con la intención de alejar a los curiosos de la cárcel en dónde se encontraba encerrada Belisa.
El retumbar de unos latidos surgía desde el corazón de aquella improvisada selva, al momento una gota de sudor resbaló por la mejilla de Breogán y su frente brillaba reluciente. De todas formas, continuaba caminando hacia adelante con la misma seguridad de antes, sin que el nerviosismo ni el miedo hicieran mella en él.
A pesar de que no dejaba de caminar, el hombre del cabello plateado no se acercaba a la casa. Era como si diera pasos a lo largo de una cinta de correr, condenado a permanecer en el mismo lugar por mucho que anduviese.
Desde la maleza, saltó un rugido y destelló una amenaza que se lanzó con la boca abierta y los colmillos dirigidos contra Breogán. Sucedió rápido, en un instante el hombre portaba en la mano su espada y a través de la hoja de esta resbalaba la sangre de la serpiente que acababa de matar. El cadáver se contorsionaba, descabezado en la tierra seca del camino, y el brillo carmesí de sus escamas perdía intensidad a cada segundo que pasaba.
Con un pañuelo, el hombre del cabello plateado limpió la sangre de la espada, mientras que en su rostro permanecía de nuevo aquella máscara que transmutaba sus emociones en algo indescifrable. Me gustaría saber en lo que estaba pensado; qué pretendía hacer al liberar a Belisa y si era consciente de la desgracia que caería sobre la Isla Caracola en cuanto lo consiguiera.
Breogán caminó de nuevo, en este intento sí que avanzó en dirección la casa. El anterior ambiente de amenaza que había dominado la súbita selva se suavizó hasta desaparecer en la renovada tranquilidad. Las rosas se marchitaron, al igual que el cadáver de la serpiente, y pronto del jardín no quedó más que el recuerdo.
El avance de Breogán se interrumpió cuando se golpeó contra el propio paisaje. Podría parecer extraño, pero en realidad fue normal porque la imagen de la casa no era nada más que un mural, un dibujo que a medida que más te fijabas en él, más perdía esa convicción de realidad.
De nuevo, la única explicación posible a lo que estaba sucediendo era que se tratase del sello de Clementina. Aún siendo esto cierto, no podía dejar de preguntar cómo lo había hecho exactamente: el jardín creciente, el ataque de la sierpe y ahora aquel muro que había imitado la realidad de una forma perfecta.
Breogán desenfundó la espada y apuntó el mural de la casa, a lo largo de la hoja surgió un resplandor blanco. Entonces, el hombre atacó el mural con un tajo certero que hizo que se partiera. Luego, Breogán atravesó con rapidez los restos del muro y se encontró ante un camino que conducía hasta una torre. Esta se encontraba solitaria en lo alto de una suave colina y, nada más verla, una sonrisa cruzó su rostro, ya que seguramente acababa de encontrar la prisión en donde se encontraba encerrada Belisa.
La torre era de color banco y de forma rectangular, carecía de ventanas y contaba con una puerta que de inmediato llamó mi atención por su apariencia y su color negro: era semejante a la que se encontraba en el interior de la Mansión sin Fin, detrás de la cual estaba encerrado el corazón de Belisa.
Alrededor, los edificios de la ciudad habían desaparecido y solo quedaba un bosque que se alargaba a nuestro alrededor. Un espacio inmenso y solitario, silencioso y solemne, un mundo abierto para explorar, perderse y olvidarte de todos tus problemas, aunque solo fuera durante unas horas. No era lugar para mí, por el momento tenía que ser testigo de lo que hacía Breogán y, una vez terminasen los recuerdos, regresaría a la Mansión sin Fin.
Breogán subió por la colina y, al fijarme mejor, vi que en frente de la torre había dos personas: un hombre y una mujer, grandes, fuertes y robustos. Gozaban de una vitalidad envidiable y una fortaleza perfecta.
Permanecían parados, observando con ojos de ave rapaz como Breogán avanzaba y me pregunté quiénes eran ellos. Me dio la impresión de que eran familia, ya que los perfilados rasgos de ambos rostros tenían toques semejantes: los ángulos rectos, el mentón pronunciado, la mirada intensa... Más que humanos, parecían estatuas que habían cobrado vida.
Ambos tenían armas en las manos; el hombre una espada y la mujer una lanza. Pese a que permanecían en una posición tensa que intuía previa al ataque, Breogán no dio impresión de respirar el peligro que aquella pareja significaba y continuó caminando en su dirección.
Al estar cerca de ellos, Breogán saludó con una sonrisa cordial en el rostro y, como contestación, recibió un ataque que lo dejó si cabeza, haciendo que esta saliera disparada, girando por los aires.
Aquel guardián de la torre se la había cortado con la espada, ahora manchada de la sangre que de la punta goteaba y manchaba aquella hierba de un verdor intenso, ahora roja. Breogán había muerto y eso no me lo esperaba, se suponía que él iba a ser quien liberase a Belisa, ¿cómo podría hacerlo sin cabeza?
El hombre se volvió hacia la mujer y una sonrisa satisfecha surgió en su rostro, lo cual le proporcionó un toque de humanidad. Ella le devolvió el gesto, puede que contenta por haberse librado del problema que significaba Breogán: no me cabía duda de que eran guardianes de la torre y si un intruso lograba llegar allí, eran problemas grandes que debería solucionarse de una forma drástica.
La sonrisa en el rostro de la mujer se murió al descubrir como, a pesar del ataque mortífero, el cuerpo de Breogán no se había derrumbado en la hierba: filamentos de carne unían el cuello con el cuerpo descabezado.
Breogán atacó con la espada, la hoja resplandecía con el blanco de su magia, cortó el torso del hombre con una absurda facilidad, partiéndolo en dos. Las piernas se quedaron de pie unos cuantos segundos, mientras el torso se derrumbaba y en nada las rodillas se le hincaron en el suelo, desparramando las tripas a lo largo del césped.
La expresión de dolor surcó el rostro de la guardiana de la torre y estalló en un grito de rabia mezclada con dolor. Atacó, con el arma apuntando directa el corazón del Breogán y la punta se hundió en la hierba, los pies del hombre del cabello plateado se hallaban sobre la lanza.
Breogán clavó la hoja de la espada en la cabeza de la mujer y cortó el cráneo con facilidad, llegando hasta el cuello y provocando que ambas partes se deslizaran hacia los lados contrarios, como una flor que abre sus pétalos.
El hombre del cabello plateado limpió la hoja de la espada con un pañuelo, una pequeña sonrisa de satisfacción surgía en su rostro. A él no le había afectado en nada haber acabado con aquellas personas, parecía que para él la muerte era pan de cada día.
Deseé contar con una fuerza semejante a él, de poder solucionar mis problemas con mi sola fuerza todo sería más sencillo. No tendría que elegir entre confiar en nadie porque podía imponerme con mi propio poder.
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