14. La desesperación

Pronto, llegué a la sala de operaciones y entré pegándole tremenda patada a la puerta. A un lado, se encontraba la balura encogida de terror. En el centro de la habitación estaba cara caballo: se agitaba, temblaba, lanzaba espuma por la boca, intentaba liberarse del agarre, pero poco podía hacer por el momento.

—¡Está cayendo! ¡Tienes que matarlo ahora! —gritó Menta.

Me saqué el hacha del cinturón y me acerqué a la camilla. El cuerpo de cara caballo se estaba hinchando y su piel se oscurecía, la herida de su frente se abría y en los bordes le nacían dientes.

—Lo siento —le dije.

Levanté el hacha por encima de mi cabeza y le pegué un buen golpe en todo el cuello: un chorro de sangre salió disparado y me dio en toda la cara. Volví a darle con todas mis fuerzas y la cabeza se cayó al suelo. En la puerta estaban todos mirándome: Rodolfo, Laura, que vomitó en el suelo, y Melinda que señaló algo a mis pies y gritó:

—¡Ca-ca-ca-ca-ca!

Durante unos momentos pensé que necesitaba ir al baño, pero al bajar la mirada descubrí que a la cabeza de cara caballo le pasaban cosas raras: su boca se abría y cerraba sin llegar a formar palabras, sus ojos iban el uno para un lado y el otro para el contrario y pestañeaba aleatoriamente.

—¡Bola de fuego! —gritó Melinda,

Las llamas fueron directas hacia mí, pero me aparté a tiempo y solo sentí un calor insoportable. La cabeza tampoco tuvo problemas para esquivar el ataque, pues pegó un salto al techo gracias a unas patas de araña que le nacían del cuello cortado.

—Esto no puede estar pasando... esto no puede estar pasando... —sollozaba Menta.

Se acercó a la ventana, sin apartar la mirada de la cabeza cortada, en una esquina del techo y no paraba de gruñir y gruñir.

—Bueno, pero podía ser peor —dije para aligerar el ambiente.

Menta me miró con la boca abierta y creo que me iba decir algo, pero una gigantesca mano rompió el cristal de la ventana y agarró a Menta, después apareció una enorme boca y allí fue donde acabó la balura. Ella se revolvió, gritó, lloró, pero todo fue inútil y ninguno de nosotros pudo hacer nada.

La boca se abre exagerada, de los dientes le caen hilos de baba y Menta está atrapada encima de la lengua con la mano saliéndole fuera a la espera de una mano que la salve de aquel infierno. Pero ya no hay nada que se puede hacer por la pobre.

La boca se cierra y le corta el brazo que vuela hasta el interior de la sala y, al caer al suelo, se desliza dando vueltas y salpicando todo a su alrededor de sangre. El último grito de la balura es cortado por el masticar del gigante.

La mano del gigante volvió a entrar en la habitación y golpeó con fuerza el suelo, estaba tanteando sin ver, en la búsqueda de una nueva víctima que llevarse a la boca. De pronto, el ojo ensangrentado del caído apareció por el borde de la ventana y me miró fijamente.

Mi hacha comenzó a latir con tanta fuerza que ya era imposible decir que solo eran imaginaciones y en la hoja se abrió un ojo que giraba de un lado al otro. Sentía que mi arma tenía una gran fuerza en su interior y que podía utilizarlo para cargarme al gigante caído.

Levanté el hacha en dirección a aquel inmenso cretino y me preparé para lanzar un ataque de los que hacen historia. El miedo dejó paso a una excitación que me hacía temblar, iba hacer algo digno una heroína de verdad.

—¡Deja de hacer el bobo, boba! ¡Jolines! —aúllo una voz infantil, Melinda, detrás de mí —. ¡Bola de fuego!

Las llamas salieron disparadas, pasaron demasiado cerca de mí y sentí de nuevo aquel insufrible calor. Se estrellaron en el rostro del gigante caído, lanzó un grito de dolor y se apartó de la ventana. El ojo se fue del hacha y ya no sentí nada del poder que latía en su interior. Desafortunadamente, no iba lanzar ningún ataque impresionante.

—¡¡PUUUEEEEHHH!!

¡La cabeza cortada de cara caballo venía directa a mi cara! Tenía la boca abierta y mostraba unos dientes todos en punta, como si tuviera sierra en vez de dentadura. Puse un brazo delante de la cara y me mordió en toda la carne.

—¡La madre que te parió! —aullé de dolor.

Meneé el brazo, pero cara caballo estaba bien sujeto porque enredó sus piernas de araña a mi antebrazo. Me dirigí a la puerta para salir de la sala de operaciones y Rodolfo se apresuró a cerrar la puerta.

Después me miró, con cara de pena, como quien mira desde la segura distancia de una playa como unos desgraciados se ahogan en el mar. Para rematar la jugada, salió corriendo.

—¡¿Pero a dónde vas, a dónde vas?! —le grité.

Me volví en dirección a Laura para ver si ayudaba, pero nada más ver la cabeza se desmayó.

—¡Yo te ayudo, Sabela! —gritó Melinda, que venía en mi dirección con una escoba y se preparó para dar un buen escobazo a cara caballo.

Se le venía venir con mucha seguridad con los ojos llenos de lágrimas y apretando los dientes con furia. Entonces, atacó con aquella escoba sucia.

El fallo fue que me dio en todos los morros

—¡Oh, no! ¡Perdona! —Melinda volvió a intentar espantar la cabeza de cara caballo, pero me acertó a mí de nuevo. La mocosa frunció el ceño y la escoba tembló en sus manos.

—¡Jolín, no lo hago adrede! —gimió y volvió a intentarlo, fallando de nuevo y dándome en toda la cara.

—¡Parece que lo hago adrede, pero no lo hago adrede! —chilla ella, de nuevo al borde de las lágrimas.

Arramplé con la escoba y la lancé bien lejos, ya tenía bastante sabor a polvo y basura en la boca. Es curioso que, teniendo como tenía un bicho mordiendo a base de bien el brazo, lo que más me iba molestar eran esos tres escobazos que me dio la mocosa.

—¡Caramba! ¿Cómo no se me ocurrió antes? —dijo Melinda, dándose un cachete en la frente y, justo después, llevó la mano en mi dirección —. ¡¡Bola de...!!

Por supuesto, no le di tiempo a terminar la frase: le hundí el puño en el estómago y se quedó de rodillas en el suelo, luchando por recuperar la respiración. Después, giré la cabeza en dirección a cara caballo:

—¡Te intenté salvar! ¡A ti, pedazo de cosa imbécil! ¡Vale que fue después de intentar matarte, pero aun así te intenté salvar! ¿Y así me lo pagas, desagradecido? —le grité, mientras formaba un puño con la mano del brazo libre.

Le pegué un puñetazo con todas las fuerzas y detrás del primero, vino un segundo. Y otro más y otro más y otro más, cara caballo recibió los golpes como un campeón, sin dejar de morderme, pero yo tenía energía para dar y regalar así que seguí golpeando, haciéndome trizas los nudillos.

Sonó un fuerte CRACK y la nariz se le rompió de una buena hostia y se quedó hacía un lado, como un espantapájaros después de una tormenta, pero ni con esas me dejaba en paz. La herida del hacha que tenía en la frente se abrió dejando a la vista un interior interesante: allí estaba la gema del corazón, Metí la mano y se cerró sobre la muñeca, en los bordes de la herida salieron unos dientes que se clavaron en mi carne.

—¿Por qué no te mueres? —le grité.

Me mordía con tanta fuerza que era solo cuestión de tiempo que me dejase manca. Noté como mis dedos se aferraban a algo duro y cortante: era la gema, lo que le mantenía con vida. Apreté con todas mis fuerzas: tenía que destrozarla antes de que me cortase la mano. De pronto, la gema se rompió y sentí una gran alegría.

La cabeza cayó al suelo, sin moverse ni un nada: cara caballo murió y de esta vez, para siempre jamás de los jamases. Pero me dejara hecha polvo: tenía la marca de su mordida en la muñeca y en el brazo y sangraba y también dolía.

—¿Estás bien, Melinda? —le pregunté, porque ella seguía estando en el suelo a cuatro patas intentando recuperar la respiración.

—Nooo... —me contestó y me sentí mal.

Rodolfo abrió la puerta que cerró y entró en la sala de operaciones.

—Oye, muy bonito eso de pirarte mientras me están mordisqueando...

Él me lanzó una de sus sonrisas encantadora, pero lo cierto es que a mí me parecía más digna de un puñetazo que otra cosa.

—Perdona, pero tenía que asegurarme de una cuestión de vital importancia —dijo mientras me curaba las heridas con su Fe.

—¿Qué cosa? —le dije, viendo como las marcas de mordiscos se cerraban y casi desaparecían: me quedaría marca, pero a mí eso poco me importaba.

—Quería asegurarme de que ninguna de esas criaturas entraba. Por fortuna, todas las ventanas están cerradas. Por el momento, estamos a salvo pero... —Se tragó las palabras.

—¿Lo qué? —pregunté.

—Será mejor que lo veas por ti misma.

Rodolfo me llevó por unas escaleras que subían a la azotea del edificio. Al salir al exterior, nos dio la bienvenida un día de grises nubes que ocultaban el sol. Pero el mal día no era lo peor: la Nación de las Pesadillas se comió gran parte de ciudad y se encontraba a escasas calles de distancia. Era una oscuridad que bailaba entre el negro y morado, con venas de tonos rojizos y que se extendía desde la tierra hasta el cielo gris infectándolo como tentáculos cancerígenos. A mi izquierda, a mi derecha... la Nación de las Pesadillas también se alargaba como si fuera la boca de un lobo queriendo devorar de un bocado toda Nebula. Y era tan grande, que me hacía sentir tan pequeña como un granito de arena.

—¿Cómo es posible esto...? La ciudad... debería estar protegida, ¿no? La Barrera del Rey... ¿Por qué no funciona? —pregunté yo y, a mi lado, Rodolfo contestó:

—No lo sé... Esta zona debería estar protegida, pero... ¿Quizás la ciudad ha sido abandonada? No sería la primera vez que se abandona una baronía, Sabela. Sucedió hace muchos años con Bruma. Nebula está acabada —sentenció Rodolfo y sonrió, la sonrisa de un condenado a muerte con la cuerda ya amarrada al cuello.

—¡¿Acabada!? ¡Pero si aún hay gente por la calle y todo! —dije.

Desde azotea de la Casa de Curación se podía ver muy bien la calle que cruzaba por delante del edificio y había gente caminando de un lado a otro. Eso me alivió, la situación no podía ser tan mala si la gente iba de un lado al otro como si nada.

Al bajar la mirada descubrí que estaba equivocada: lo que rondaba por abajo no eran personas sino monstruos. En mitad de la calle estaba el gigante que devoró a Menta, que tenía toda la cara quemada y nos miraba con una sonrisa manchada de sangre. Sobre el tejado de una casa cercana estaba Gustavo, tumbado como un gato durmiendo al sol, me miró durante unos instantes, pero se limitó a bostezar y a cerrar sus ojos.

Verlo me tranquilizó, porque él no era tan terrible como el gigante. Me volví en dirección a Rodolfo: quería creer que él sabía cómo salvarnos, pero al final solo era un desgraciado que estaba tan perdido como yo.

—¿Qué son esos monstruos? Bueno, sé que antes eran humanos, ¿verdad? Pero... ¿Por qué se convierten en esas cosas? ¿Por qué? Se llaman... ¿Caídos, no? —pregunté, pero antes de que el sanador tuviera tiempo de responder, una risa sonó detrás de mí:

—¿Cómo no lo sabes, Sabelita? —preguntó Melinda, con una sonrisa burlona en el rostro.

—¿Acaso tú lo sabes o qué?

Con un gesto de superioridad, Melinda se colocó las gafas:

—¡Por supuesto que lo sé! ¡Son caídos! Son monstruos que antes eran personas, pero... ¿Cómo explicarlo para que lo entiendas bien? Es la Maldición, esa que se ha comido lo que está fuera de la Barrera del Rey. Allí fuera, tienes que tener la mente muy fuerte para que no se te vaya la olla y te veas como embargado por de esos sentimientos oscuros como la brea. Te sientes mal, mal, mal, pero que muy mal... Deprimido, aterrorizado, furioso... De toda clase de sentimientos negativos y, al final, caes y te conviertes en ¿cómo decirlo? En un oscuro reflejo de tu corazón, y cuanto más fuertes sean eses sentimientos, más terrorífico será el caído.

—Eso más o menos ya lo sabía —le dije.

—¡Pero bueno! ¿Entonces por qué preguntas? —protestó la mocosa.

—Melinda. ¿Por qué no estás preocupada? Estás demasiado contenta. ¿No te das cuenta dónde estamos o qué?

—Tengo una suerte terrible, Sabela. Desde que era pequeñita pasaron cosas malas a mi alrededor, pero yo siempre salí a salvo. Por ejemplo, el pueblo donde nací acabó quemado, pero yo salí ilesa —me dijo con una sonrisa demasiado grande para hablar de tal cosa.

—¿Y qué pasa con la gente que no eres tú? —le pregunté y la sonrisa se le borró del rostro.

—Oh, jolines... No te creas que esos tienen tanta suerte... Lo siento...

Hundí la mano en mi hermosa cabellera, pero no me ayudó a tranquilizarme.

—¿Qué vamos hacer ahora? Bueno, lo básico sería salir de la ciudad cuanto antes. ¿No?

Rodolfo soltó una risa triste y dijo:

—Sabela, los caídos están por todas partes... ¿Qué crees que pasará si ponemos un pie fuera del edificio?

—Bueno, quizás tengamos suerte y no nos pase nada, ¿no? Mira, el grandullón ese nos está mirando y está todo parado —dije señalando al gigante que permanecía el mismo sitio y nos miraba sonriendo.

Melinda me miró con incredulidad:

—¡Pero vamos, jolines! ¿Tú de verdad te crees eso? Nos comen vivos, de verdad, y al final, caca de monstruo vamos a ser —dijo, colocándose las gafas que se corrían nariz abajo.

—No puedes estar tan segura de eso... —dije y escuchamos un grito de pura desesperación que venía desde la calle.

Una persona que corría con una espada en la mano y detrás de él una jauría de caídos: ojos enloquecidos, bocas de dientes afilados, lenguas babosas, garras cortantes, colas como látigos... El hombre, que debía ser de los Hijos del Sol, corrió al lado del gigante, este lo cogió con una mano y se lo llevó a la boca. Bueno, viendo eso me quedó bastante claro que irse afuera era mala idea, pero...

—Si nos quedamos aquí la frontera va llegar y... no creo que nos haga ningún bien estar dentro... —dije.

—Cierto, pero si intentamos huir acabaremos muertos —respondió Rodolfo.

—¡Pero eso no quita lo que dije yo! ¡Si simplemente nos quedamos aquí al final vamos acabar mal sí o sí! —grité.

—¿¡Y qué crees qué pasará si nos vamos afuera!? ¿¡Cuántos monstruos crees que caminan por las calles!? ¡Tarde o temprano, acabarán con nosotros! ¡Aquí dentro estamos seguros!

—¿¡Pero cómo qué estamos seguros!? ¡Mira cómo acabó Menta!

Melinda se puso delante de nosotros y comenzó a zapatear el suelo.

—¡Basta! ¡Pero basta ya! Jolines... ¡Mira que sois agoreros! ¡Qué si nos vamos a morir, qué si nos vamos a no sé qué! ¿Vamos a solucionar algo aquí discutiendo? ¡Ya está, me voy con Laura, que seguro que no es tan deprimente estar con ella! —chilló Melinda y se fue, dejándome a solas con Rodolfo.

No nos dijimos nada, nos quedamos en silencio mirando la Nación de las Pesadillas. Su superficie oscura se movía como si fuera un estanque y me hacía sentir como estar al borde de un agujero oscuro del cual brotaban voces que te susurraban que saltaras. No quería permanecer más tiempo en la azotea.

—Bueno, me voy dar una ducha que estoy bastante sucia de sangre... ¿Bajas o qué? —le pregunté a Rodolfo.

Él negó con la cabeza, no dejaba de mirar la Nación de las Pesadillas.

—No... No... Me voy a quedar un rato más... mirando el...

Me preocupó un poco, pero no creía que fuera a suceder nada malo. Además, quería darme una ducha porque estaba bastante manchada de la sangre de cara caballo. Estaba segura de que después de dármela me sentiría mucho mejor. 

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