126. Desierto

A cada paso que daba la gigantesca sombra, perdía parte de su nebulosa consistencia e iba volviéndose corpórea. Las piernas se contornearon adquiriendo una forma tonificada, también surgieron unas manos cuya apariencia hablaba más de golpes que de caricias. No hubo desnudez en ella, pues la niebla tomó la forma de unos pantalones vaqueros y una camiseta negra que dejaba bien a la vista unos brazos musculosos. A pesar de que su cuerpo se volvía humano, la cabeza continuaba siendo de sombra, gobernada por dos furiosos ojos carmesís que no dejaban de mirarme.

Vencí el pánico que me anclaba en mitad del corredor, logré levantarme y pronto estuve corriendo en dirección contraria a la sombra. Tras galopaba a mi lado y descubrí que para correr se ayudaba de las manos.

—¡Eh, tía! ¿Por qué corremos? ¿No nos vamos a zoscar contra el bicho ese?

La respuesta era evidente: yo no era como Sabela ni como Melinda. Carecía de cualquier capacidad especial para pelear y, para ser sincera, tampoco me hacía demasiada gracia la idea de usar la violencia.

—¡Es mejor correr que no sé pelear!

—¡Yo puedo, tengo garras!

—¡Es mejor escaparse, mucho mejor!

—¡Buah, menuda gallina la Zeltia!

El siguiente pisar de mis zapatos negros crujió, sonido que no se correspondía con la supuesta moqueta sobre la que corría. Esto tenía su explicación, pues bajo mis pies se extendía tierra arenosa.

—¿Pero qué está...?

Ese no fue el único cambio del escenario: las paredes se encontraban más devoradas por la ruina, pues de ellas solo existía la mitad y a través de aquel final se extendía un desierto que se perdía en el oscilante horizonte. Me encontraba al aire libre, bajo un cielo de un amarillo despiadado y un sol que ya comenzaba a agobiarme con un calor de tortura.

Las flores negras no habían desaparecido, sino que se habían beneficiado del cambio, ya que las zarzas eran más abundantes y los capullos incluso más grandes. Estos palpitaban con el ritmo de mil corazones, descoordinadas unas de las otras, y provocando el sonido de innumerables tambores que golpeaban mis oídos exacerbando el tono de pesadilla del paraje. Me pasé la mano por la frente y me la encontré sudada, el calor aumentaba a cada latido de rosa.

Al mirar para atrás no pude ver la Mansión sin Fin, sino miserable corredor compuesto por aquellos muros derruidos y decorados con flores de una temible negrura. A poca distancia de mí, se encontraba aquella sombra que había adquirido la forma de una mujer musculosa cuyo rostro todavía era indefinición marcada por ojos de rubí.

—Me das asco —anunció el espejismo de mi madre.

Esas palabras eran puñales y marcaban el inicio de un recuerdo que zumbaba en la parte frontal de mi cerebro. Remembranzas de nariz rota y sangre asfixiante, lágrimas a punto de desbordar, pausadas por la creencia de que era indigno que un hombre llorase por mero dolor físico, aunque en el cóctel había mezclado bastante del otro. Y siempre, siempre, siempre el calor asfixiante de un lugar que creía que era mi hogar, pero no había morriña ninguna asociada al sitio.

Las flores negras comenzaron a agitarse, quizás reaccionando así a mi tentativa indeseada de recordar. Y yo intentaba con todas mis fuerzas hundir el recuerdo en la niebla y esperar a que se perdiera para siempre, pues no quería resurgir un sufrimiento al cual no sabría como enfrentarme.

Los capullos de rosa comenzaron a abrirse mostrando su interior, no eran flores normales porque ocultaban un mismo rostro que se repetía hasta la extenuación. La cabeza cuadrada de un muchacho simple, pelo rapado, ojos hundidos, mentón pronunciado y una boca amargada. Él me miraba con anhelo mezclado con una tristeza profunda de querer y no poder.

—¿Cómo alguien tan inútil como tú puede ser mi hijo? Eres una vergüenza —decía aquella voz cruel.

Yo me encontraba sentada en la arena viendo como aquella sombra maldita caminaba hacia mí. No podía moverme y ya no podía pensar, lo único que hacía era mirar como aquel monstruo apretaba mortíferos puños.

—¡No me hagas daño! —grité y oculté la cabeza entre mis manos.

Estaba indefensa ante el peligro, si fuera Sabela podía usar el bate para derrotar a la sombra con facilidad y en el caso de Melinda le lanzaría una bola de fuego. ¿Pero yo qué podía hacer si lo único que tenía era un tatuaje mágico? Correr y escapar, pero en esos momentos solo temblaba y esperaba clemencia, una que sabía que no llegaría.

—¡No le hagas daño! —gritó Tras.

Entre los espacios dejados por mis dedos pude ver como el monstruo verde se ponía entre la sombra y yo. No lo comprendí, ¿por qué arriesgaba su vida por mí? No podía ser por gratitud, pues yo apenas hice nada para salvarlo de los tragones. Todo el mérito había sido de Sabela y de Melinda, yo simplemente había sido una mera espectadora.

—¡Eres una vergüenza! —gritó mi supuesta madre y levantó el puño al aire, uno que se veía enorme y con el poder de acabar con mi vida de un solo golpe.

Fui incapaz de mirar a la muerte de frente, me tapé el rostro con las manos y agaché la cabeza. Lágrimas abundantes caían por mis mejillas y no solo era por el miedo a morir, sino también por el hecho de que me quedaba mucho por hacer y aprender. Deseaba estar en cualquier lugar menos en ese, deseaba una segunda oportunidad en la vida, deseaba que mi madre desapareciera para siempre jamás. Esperé el golpe y luego la oscuridad, pero los segundos se alargaban hasta convertirse en minutos y nada sucedía. Abrí los ojos, la sombra ya no se encontraba en frente mía y el escenario había cambiado de nuevo. 

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