122. Los Tragones

 Melinda me había cogido de la mano y caminaba a toda velocidad, alejándose del combate que iba a tener lugar entre la sombra y Sabela. Yo me sentí preocupada por la balura porque, a pesar de que confiaba en su fuerza, siempre era posible que algo saliera mal y terminase descabezada o quizás destripada.

—¿No sería mejor esperar por tu hermana? —le pregunté a Melinda y ella lanzó un resoplido de caballo.

—¿Qué, no confías en que yo te pueda defender? Ya sabes que puedo lanzar bolas de fuego por las manos, ¿no? —¿Cómo olvidarlo si le encantaba repetir el dato una y otra vez?

En esos momentos no me preocupaba por mí, sino por el bienestar de la cabeza y las tripas de Sabela. También me preocupaba que cuando terminase el enfrentamiento, la pelirroja no supiera la manera de regresar junto a nosotras y se perdiera en la Mansión sin Fin.

—¡¿Y si no nos encuentra y luego no puede volver a la zona y se muere y termina siendo un esqueleto?! ¡¡Eso sería supertriste!! —le pregunté con la ansiedad aumentando segundo a segundo.

Melinda paró de un frenazo y al principio pensé que le había hecho recapacitar sobre lo de dejar atrás a su hermana, pero cuando vi que llevaba puesta una sonrisa malévola me di cuenta de que ella quería otra cosa, una que a mí no me gustaba ni un pelo.

—Quieres ver mi tatuaje, ¿verdad?

—Exacto, ahora mismo no sé exactamente dónde estamos y necesito un poco de ayuda visual. Además me encanta mirar ese plano porque es muy misterioso —contestó Melinda.

—Está bien —refunfuñé mientras me quitaba la chaqueta roja y después empecé a desabrocharme los botones de camisa. Todo esto lo hacía sin dejar de mirar para un lado y para el otro, temía que hubiera mirones o mironas escondidos en el corredor del hotel. Afortunadamente, estábamos las dos solas.

—A ver dónde estamos... parece que nos alejamos bastante del vestíbulo... —dijo Melinda con aire distraído mientras observaba mi espalda —. ¡Y ya lo tengo! Estamos en un nada de llegar a la marca roja, ¿qué será lo que nos vamos a encontrar? ¿No estás emocionada, Zel?

—Pues un poco sí —dije y me vestí de inmediato.

Nos pusimos en marcha de nuevo y Melinda caminaba unos pasos por delante de mí. Quizás tenía la idea de ser la primera que descubriera el secreto que señalaba la marca roja. De pronto, se paró en frente de una puerta que era exactamente igual a las demás y posó una mano sobre ella, la sonrisa de su rostro se expandió hasta límites peligrosos.

—¡Es en esta habitación, aquí es a dónde nos lleva tu tatuaje! —exclamó, con una voz que de la alegría saltaba a la locura.

—Vale, pues abre y a ver con qué nos encontramos.

Ella giró la cabeza con rapidez y me miró, con una intensidad que produjo un poco de inquietud.

—¿Estás preparada?

—Sí... ¿No? —murmuré indecisa, preguntándome si aquello quizás fuera una trampa puesta para mí, pero antes de que tuviera tiempo de poner objeciones, Melinda abrió la puerta y entró. Yo me acerqué hasta ponerme en el umbral, sin querer acceder a su interior por si las moscas.

Me quedé observando una cocina, pero había algo raro en ella. Por ejemplo, había tres neveras colocadas en diferentes paredes y también contaba con varios fogones eléctricos. Además, había sobre las encimeras una cantidad bastante grande de microondas. Dentro de aquella habitación, los objetos se repetían de una forma que consideraba innecesario y me daba la sensación de que en vez de ser reales, no eran nada más que atrezo para fabricar un escenario falso.

Pero para ser sincera, lo importante se encontraba justo en el centro. Allí había una olla de acero inoxidable de un tamaño grande, tanto que me llegaba por arriba de mi barriga, y en cuyo interior el agua bullía nerviosamente. Al lado, había una jaula e intenté vislumbrar lo que encerraba en su interior, pero no fui capaz de discernir nada.

Por último, me fijé que al lado de la olla había dos criaturas bípedas que no eran humanas ni baluras ni mouras ni fantasmas de recuerdos, sino algo nuevo y diferente. Todo su cuerpo se encontraba cubierto con un pelaje blanco y de un aspecto tan suave y sedoso que ganas no me faltaron para ir a tocar. No lo hice porque la cautela me decía que esa no es que fuera una mala idea, sino que era de las peores que podía tener en esos momentos. De las cabezas sin cuello, pues estas salía directamente del cuerpo, les crecían a ambos sendos cuernos y en el centro de la cara nacían dos ojos de botón, hechos de pura negrura. Carecían de nariz, pero sí con grandes bocas.

—¿Tú crees que sabrá rico, Pepo? —le preguntó una de las criaturas a la otra, estaban tan concentradas en la olla que no se dieron cuenta de nuestra presencia —. ¿Y no crees que se cabreará si nos pasamos demasiado tiempo lejos de la caldera?

Los dos eran como gotas de agua y solo se diferenciaban en un aspecto crucial que permitía saber quién era uno y quién el otro: los cuernos, pues el que se llamaba Pepo los tenía retorcidos como los de una cabra y los del otro eran curvados, como los de una vaca.

—No digo que sea la carne más mejor, Pepa. Pero me da en los cuernos que sabrá más bien que la rata del otro día y por lo otro, no pasa nada mientras no pase algo malo. Y eso no pasará porque hoy es día de suerte, ¿acaso tú creías que nos íbamos a encontrar con una comida como esta carne verde inferior? —le contestó Pepo.

—Hola... —dije y, por la mirada de furia destellante que me lanzó Melinda bien supe que no fue buena idea saludar.

Los ojos negros de Pepo saltaron de mí a Melinda y viceversa.

—¿Qué está pasando aquí? —dijo Melinda con actitud desafiante, como si tuviera todo el derecho del mundo a estar allí y hacer todas las preguntas que quisiera.

—¿Y a ti qué te importa, carne rosada? —le espetó Pepa.

—¡A mí me importa porque se suponía que aquí debía de haber algo importante y me encuentro con una pareja de tragones cocinando vete tú a saber qué! —gritó Melinda, haciendo que Pepa y Pepo se mirasen, las bocas se les torcieron en sendos gestos de amargura.

—¿Tragones...? —murmuré y supuse que así se llamaban esas criaturas.

—Carne rosada... ¿Te crees que te puedes venir acá y hablarnos así? —preguntó Pepa y abrió la boca, al hacerlo sentí un miedo que me hizo temblar las rodillas.

—Melinda, que tienen dientes muy afilados... —señalé, pero ella no se sentía demasiado impresionada por aquellos pedazos de colmillos que podrían triturarnos enteritas en cuestión de segundos.

—¿Pero cuántas veces tengo que repetírtelo, jolines? ¡Yo sé lanzar bolas de fuego por las manos! —chilló Melinda y apuntó con ambas manos a los dos tragones —. ¡Así que cuidadito conmigo que hoy vengo con ganas de churrasco!

—¿Y tú te crees que te tenemos miedo, so capullas? —preguntó Pepa y me dio la sensación de que estaba a punto de lanzarse sobre nosotros y darnos bocados, pero por suerte Pepo puso un brazo delante de ella y dijo:

—Mira, no queremos problemas con carnes rosadas y no hace falta insultar, Pepa. ¿Por qué hacer enemigos?

—¡Ellas empezaron, ellas son malas! —exclamó Pepa dando brincos.

—¡¡Eso no es cierto, bola de pelo!! —grité, pero inmediatamente me arrepentí porque no quería acabar siendo devorada por Pepa ni Pepo ni por nadie.

Por suerte, no me hicieron ni una décima de caso.

—Sí, yo también opino que lo mejor es no hacerse enemigos, ¡pero antes pídeme perdón por llamarme capulla! —gritó Melinda y bajó las manos, pero no del todo.

—¡Antes me corto los cuernos! —rugió Pepa.

—Dale el perdón, que quiero comer ya —dijo Pepo.

Pasaron unos segundos tensos, pero al final...

—Perdón... —susurró Pepa, pero por la forma en que miraba a Melinda me daba la sensación de que no lo decía en serio y que en realidad lo que quería hacer era comérsela a la pepitoria.

—Está bien, lo acepto, ¿y qué hacéis aquí en esta cocina? —preguntó Melinda.

—Solo estábamos preparando comida —dijo Pepo y le dio unas bofetadas a la jaula que tenía al lado, me pregunté que clase de animal habría allí.

—¡Y es para nosotros, no para carnes rosadas! ¡Carnes rosadas buscarse su propia pitanza! —gritó Pepa.

Me fijé en el interior de la jaula, pero estaba tan oscuro que no distinguí nada.

—Tampoco es que aceptase comer nada preparado por unos tragones. De todas formas, ¿qué tenéis ahí dentro? ¿Un cerdo?—preguntó Melinda y se ajustaba las gafas sin dejar de observar la jaula.

—Un carne verde inferior, creemos que su carne estará deliciosa —dijo Pepo y sonrió, mostrando unos dientes demasiado afilados como para que me sintiera a gusto cerca de ellos.

—¿Carne verde inferior? ¿Pero qué es eso...? —preguntó Melinda.

—Esto eso —dijo Pepo abriendo la jaula y sacando del interior una criatura maniatada, inconsciente y que debería medir poco más de un metro.

Comprendí por qué se le llamaba carne verde inferior, pues su piel era verde. También contaba con una cabeza que tenía la forma de huevo tumbado, una nariz chata que apenas existía y una boca bastante grande.

—A mí me parece que esto no se come, es como un niño pequeño —dije y la pareja me lanzó miradas poco agradables.

—¡Claro que no se come, Zel! ¡Es un trasno y ellos no son comida, son personas! —chilló Melinda, que se le veía bastante escandalizada.

—¿Y tú qué sabrás? Carnes rosadas también comer cosas raras como caracoles—dijo Pepa.

—¡Yo nunca comí caracoles! ¡Y eso se parece mucho a un niño! ¡Un niño raro! —añadí porque era cierto.

—Ya, pues no lo es. Es un carne verde inferior, son monstruos y son peores que los animales y no hay nada de malo en paparlos. Así que ya podéis dejar de torcer nuestros cuernos y haceros un adiós, pero ya de ya —dijo Pepo.

—¡Pero si vosotros sois monstruos también! —le grité.

—¡Somos tragones, no monstruos! ¡Carnes rosadas tontas, carnes rosadas no saber diferencia! —gritaba Pepa.

—¡Oh, no! ¡Ni de broma eso de dejaros en paz! ¡Por encima de mi cadáver os vais a comer al pobre trasno! Así que ya lo podéis ir soltando... o sino —dijo Melinda, dibujando una sonrisa peligrosa en el rostro y apuntando a los tragones con ambas manos. 

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