12. La desesperanza
Bueno, pues como tenía un agujero en la mano no me quedó más remedio que volver al interior del lugar en donde me arreglaron la barriga. Como saltamos por la parte trasera, tuvimos que dar la vuelta al edificio y descubrimos que se encontraba en una calle no muy larga, pero si lo bastante ancha para decir que no era estrecha. De nuevo el sol se ocultó tras las nubes y olía como si estuviera a punto de caer la tormenta del siglo.
Bueno, pues nos encontrábamos delante del edificio donde me curaron y no se diferenciaba demasiado de las demás construcciones grises de Nebula, solo en que tenía un cartel por encima de las puertas abiertas: Casa de Curación Corazoncito Feliz. Y el dibujo de un corazón tan sonriente que me resultaba un poco cursi de más.
—¡Jolín! ¿Tú sabes que los corazones no son así de verdad? Es que yo vi uno de verdad y son, no sé, como bolas venosas de carne. ¿Sabías que no eran así, de esa forma? —dijo Melinda.
—Pues claro que lo sé, creo que todo el mundo lo sabe.
—¿Estás segura de eso? —me preguntó levantado una ceja.
Entramos en recepción y olía a galletas, ese aroma me gustó y no me gustó al mismo tiempo, ya que la verdad es que por muy agradable que fuera ese olor. Yo tenía un hambre de mil caballos y me torturaba oler algo tan rico y no poder darle ni medio bocado.
Detrás de la mesa de recepción no había nadie y colgado en la pared el cuadro de un payaso que me recordaba al del hostal, solo que más terrorífico incluso: parecía como si el tipo estuviera apoyando la cara contra un escaparate y eso me daba la sensación de que era de verdad, de que entre yo y el payaso únicamente había una fina capa de cristal que podría romperse en cualquier momento y...
—¿Pero qué le pasa a la gente con los payasos? Primero, en el hostal había uno y ahora aquí... —dije, más pensando en voz alta que otra cosa, pero Melinda me escuchó y me lanzó una mirada rara.
—¿De qué estás hablando tú? —En seguida, perdió todo el interés y lo demostró lanzando un resoplido caballuno —. ¡Bah! No importa, tienes que curarte eso antes de que se infecte y haya que cortar. —Melinda corrió hasta la mesa de recepción y empezó a maltratar el timbre a base de golpetazos —. ¡Hay gente aquí! ¡Hay gente aquí! ¡Hay gente aquí! —gritaba la mocosa y, quizás por primera vez en mi vida, sentí vergüenza ajena.
—¡Ya voy! ¡Ya voy! ¿Dónde se habrá metido Amanda? Tendría que estar en recepción... —se lamentaba la voz de una mujer y, en menos de lo que chilla un gallo, apareció y al ver el tono verde de su piel y lo grande que tenían los ojos y el hecho de que no tuviera nariz que dijo que no era humana, sino balura. Al verme, se quedó bastante sorprendida —. ¿Tú? ¿Pero qué haces aquí? ¿No estabas en la camilla?
Yo, que no soy de mentir, le conté la verdad:
—Tenía prisas, salté por la ventana y me dispararon en la mano.
—¡Eso no es cierto! —saltó Melinda —. ¡No te dispararon en la mano, intentaste agarrar la bala con la mano! —Después se volvió en dirección a la balura —. Es que es muy bruta, la pobre.
—Una vez se cayó un cuchillo de la mesa y lo cogí al vuelo. Aún tengo la marca —dije y enseñé la palma de mi mano izquierda, donde aún se podía ver la cicatriz del cuchillo que atravesó mi mano.
Melinda me miró con cara de pena.
—Pobrecita... De pequeña la gente se debió meter mucho contigo, ¿no? —Y, en menos de un segundo, cambió radicalmente de opinión —. ¿¡Pero qué digo!? ¡Con lo grande que eres seguro que eras tú la que se metía con la gente! ¡Seguro que eras una abusona de cuidado!
Le quité aquel gorro de mago de pintas idiotas, tenía una sonrisa bordada y unos ojos de plástico con una bola en su interior, y le revolví el cabello. Me sorprendió gratamente descubrir que era suave al tacto, bastante voluminoso y, además, compartía un color semejante al mío. Aunque solamente fuera por eso, la mocosa esa me empezó a caer bien. Al ver cómo le daba mil revoluciones a su pelo, se puso más roja que un rey carpa y, de un zarpazo me arrebató el sombrero.
—¡Jolines! ¡No me despeines! —gimió Melinda, lanzándome miradas que pinchaban como alfileres.
—Bueno, ¿me puedes curar entonces? Sé que no lo aparenta, pero me está doliendo bastante cantidad —le pregunté a la balura y ella asintió con la cabeza.
—Está bien, ven conmigo.
—Yo te espero aquí, no quiero ver más tu mano que me da grima —dijo Melinda y, de un salto, se sentó en la mesa de recepción y empezó a balbucear una canción sin letras.
La balura me llevó por un corto corredor y, al abrir la puerta de la derecha, me encontré en la sala donde minutos antes salté por la ventana. Ahora, ella me dijo que me sentara justo en la misma camilla en donde estuve tumbada.
—Enséñame la mano.
Ella la examinó con una expresión preocupada y, entonces, comenzó a hablar con un tono distraído:
—Mi nombre es Menta, ya sé que te llamas Sabela. Tengo que confesarte una cosa... —dijo ella y de su mano salió una luz blanca que cubrió mi mano herida y pronto sentí una calidez bastante agradable.
—¿Lo qué? —le pregunté.
—Sobre tu curación de ayer, tú estabas bastante mal, así que tuve que usar medios... uh... ¿Cómo decirlo? No testados apropiadamente... —me dijo Menta.
—Ya veo, pero fue bien la cosa, ¿no?
—Lo que utilicé fue una inyección creada por la VHX, que entre sus cualidades está la de curar heridas graves... con bastante rapidez... —dijo Menta.
—Pues funcionó —dije y no veía porque todo eso tenía que ser un problema.
—Sí, pero la inyección se crea con... cositas que se sacaron de los caídos... y como efecto secundario está que... bueno... Que ahora eres más susceptible a convertirte en uno de ellos —dijo y eso ya no me pareció tan bien.
—¡¿Cómo?!
Unas lágrimas cayeron por sus grandes ojos gatunos y dejó de curarme, pero solo porque la herida de la mano ya estaba cerrada.
—El caído que te atacó en la mazmorra... era uno de mis pacientes. Él acabó convertido en esa cosa... —confesó ella y no sabía cómo sentirme.
—¿Por eso hacías los experimentos allí? —le pregunté y ella asintió con la cabeza.
—Como ves, no sería demasiado seguro realizarlos en medio de la ciudad —me dijo, sonriendo con tristeza —. A ti también te inyecté la substancia en la mazmorra... pero no te convertiste. Aunque ahora eres... ahora... Pero no importa... Ahora ya nada importa.
No me gustó nada la forma en que dijo eso.
—¿Nada importa?
—La ciudad de Nebula está perdida.
—¿Pero de qué estás hablando?
—Es cierto, estuviste todo el día de ayer... inconsciente... No te enteraste, ¿no? Es imposible que te enteraras...
—¿Enterarme de qué?
No me gustaban mucho este tipo de conversaciones a cuentagotas, pero me aguanté los nervios y dejé que continuase, con la esperanza de que lograse ser más clara.
—El municipio de Huertomuro... esto... ahora es parte de la Nación de las Pesadillas... Ahora... ahora hasta... se puede ver desde las murallas de la puerta norte... —Ya no escuché nada más de lo que decía y comprendí en seguida la gravedad de la carta que aullaba en mi bolsillo.
Mi pueblo natal, devorado por la Maldición, mi familia, mi amiga... ¿Estarían todos bien? ¿Escaparían a tiempo? ¿Cómo pudo suceder esto? Las murallas. La idea se incrustó en mi mente y ya no podía pensar en otra cosa: tenía que ir a las murallas para observar con mis propios ojos la Nación de las Pesadillas.
Salté de la camilla y corrí afuera, escuché voces detrás de mí, pero no le di mayor importancia y pronto corría por las silenciosas calles de la ciudad. Quizás lo mejor sería irme de la ciudad cuanto antes, pero no podía dejar Nebula sin echar un vistazo a la Nación de las Pesadillas.
Desde la Casa de Curación llegué rápidamente a la plaza donde se encontraba el cuartel de los Hijos, me paré un pequeño momento para mirar la estatua del primero héroe Xoan de Ningures y sentí la boca amarga. ¡Ojalá hubiera alguien como él en el Reino que nos pudiera salvar de la amenaza que se nos venía encima!
Bueno, pues entonces me fui a la calle principal que fuera por dónde entré en la ciudad y corrí, todavía había gente por ahí, todas esas personas cenizas que vestían de colores oscuros y con las caras arrugadas por la preocupación. Algunos iban en dirección a las murallas, pero otros se escapan en dirección contraria. Esos fueron los más inteligentes.
Al llegar al final de la calle me encontré en las puertas de la ciudad, pero por ellas no podía salir porque estaban cerradas a cal y canto. Pero a ambos lados de ella había unas torres y en su interior unas escaleras de caracol que subían al paseo que se encontraba justo en las murallas.
No perdí el tiempo: tenía que ver la frontera de la Nación de las Pesadillas con mis propios ojos. Subí a toda velocidad y pronto llegué arriba descubriendo que había más gente, más gente de esa que vestían con las ropas aquellas que eran todas muy de grises. Todos en un tenso silencio, todos observaban con miedo a algo que se levantaba a escasa distancia de la ciudad.
Allí dónde debería estar el Bosque Dentadura, ahora se levantaba la frontera con la Nación de las Pesadillas, la nueva frontera... Mis manos se cerraron sobre la piedra de la barandilla con tanta fuerza que hasta me hice daño, pero no me importaba, nada de eso importaba... porque la Nación estaba tan cerca que, si quisiera, podría hasta ir allí y tocarla.
La Nación de las Pesadillas se veía como un muro de oscuridad que impedía ver lo que había detrás. Eran como agua que fluía hacia arriba en un rebumbio que, como ya dije antes, no dejaba ver qué era lo que ocultaba la panza de aquellos territorios plagados de monstruos.
Y era gigantesco, se extendía hacia los lados doblándose sobre Nebula como si fuera las mandíbulas de un lobo a punto de cerrarse sobre una oveja y también se levantaba hacia arriba comiéndose el gris del cielo con unas grietas que se incrustaban en el firmamento como profundas heridas.
Me sentí tan pequeña como una pulga. ¿Qué podía hacer contra semejante cosa? ¿Cómo se podía luchar contra algo que no sangraba? ¿Era mi fuerza completamente inútil contra esa cosa? No sé, no sé y sí: me sentía como si estuviera a un paso de un pozo sin fondo, a punto de caer en la oscuridad, era un sentimiento de vértigo en el estómago y exaltación en el cerebro. A pesar de que, verdaderamente, la frontera era una cosa horrenda, también se podía decir que era maravillosa, un espectáculo que quitaba el aliento.
Me acordé de la inyección que me dio Menta: en esos momentos corría el peligro de caer y convertirme en un monstruo con mayor facilidad. Así que no podía dejar llevarme por la desesperación, tenía que mantener la mente fría y los pies sobre la tierra.
Escuché el sonido de unos tambores y, durante unos segundos, pensé que venían desde la frontera, pero pronto descubrí que no. Unos tipos estaban saliendo de las puertas, eran los guardias de la ciudad que se dirigían en dirección a la Nación de las Pesadillas.
—¿Pero qué están haciendo esa panda de locos? —me pregunté.
Salían con paso militar desde las puertas, los de delante marcaban el ritmo con unos tambores, luego había otros que portaban banderas con el símbolo de la familia Luzo: un pescado atravesado por lanzas. A pesar de que avanzaban con decisión, yo no sabía si podían hacer mucho contra los monstruos que vomitaría la Nación de las Pesadillas.
A unos metros de la puerta se pararon y uno de los guardias, que debía ser el jefe porque llevaba una armadura con un diseño más currado, se puso delante de los demás y empezó ahí a dar un discurso. Desde allí arriba, no entendí más que palabras sueltas: honor, heroísmo, valentía, estómago. Fue una pena que no lograra entender nadita de lo que dijo el jefe porque motivó bastante a los demás guardias empezaron a levantar sus armas al cielo y a berrear como niños recién nacidos.
—¿Qué están haciendo esos imbéciles? ¿Por qué están fuera y no dentro de la ciudad? Deberían protegernos... deberían hacerlo...
No fui yo quien dijo eso, sino una tipa que estaba cerca de mí más pálida que un trasero que nunca vio el sol. Le contestó un hombre que sonreía, a pesar de que no veía ningún motivo para hacerlo.
—¿Qué crees que están haciendo ahí fuera? Van a luchar contra los monstruos en su territorio. ¡Son los hombres del barón Mher! ¿Acaso crees que es su estilo permanecer con los brazos cruzados mientras la ciudad está en peligro?
Ella lo miró, no parecía entender nada, la verdad.
—¿Los guardias de quién?
—¿De dónde has salido tú? Los guardias de la ciudad de Nebula, ya sabes. Lo que ves todos los días por las calles —le dijo el hombre lanzándole una dura mirada a la paliducha.
—¿Nebula? —murmuró la mujer.
¿Podrían los guardias de la ciudad hacer algo contra los monstruos en su propio territorio? Un aliño de esperanza despertó mi corazón, contaban con buenas armas y mejores armaduras. ¡Y además eran veinte o más!
Puede que lograran mantener a raya a los monstruos, cargarse a unos cuantos, hacerles ver que la humanidad tenía valor para dar y regalar. Así que, cuando vi que los guardias se dirigían en dirección a la frontera, estaba completamente con ellos.
—¡Vosotros podéis hacerlo!
—¡Dadles una lección a los monstruos!
—¡Vivan los guardias del barón Mher!
Voces entusiasmadas salían de las bocas de la gente, allí arriba en la muralla. Y yo me sentí sorprendida porque no me esperaba eso de los ciudadanos de Nebula, que me habían dado la impresión de ser pesimistas y amargados.
Pero ahora, en sus ojos, en las expresiones de sus caras, en sus movimientos... ahora veía otra cara de la moneda, ahora veía que detrás de la fachada había un fondo que aún era capaz de sentir algo.
¡La esperanza! ¡Aún había en ellos la esperanza! ¡Y en mí también! ¡Qué bonita es la esperanza! Los guardias se acercaban a la frontera y a cada paso como que se iban haciendo más y más pequeños y al final no era más que hormigas frente a gigantes.
Y entonces de esperanza ya no había mucho, incluso mis compañeros de muralla que habían gritado con tanto entusiasmo ahora ya no decían ni pío. Los guardias se adentraron en la Nación de las Pesadillas.
Un silencio pesado arruinó la poca alegría que quedaba en la muralla.
—Saldrán victoriosos... Saldrán victoriosos... —dijo el hombre de la sonrisa, pero no creo que ni él fuera capaz de creerse semejante chorrada.
Era imposible. ¡Aquellos tipos eran unos imbéciles! ¿Valentía? ¿Era valiente lanzarse a la boca del lobo sabiendo de antemano que te va devorar? Iban morir, iban morir todos, todos y cada uno de ellos y ¿para qué? ¿Qué sentido tenía aquel sacrificio?
—¡Están saliendo! ¿No ves que tenía razón, idiota? —dijo el hombre de mi lado, pero había hablado demasiado pronto: solo salía uno de los guardias y se movía con lentitud, tuvo que pasar unos buenos y largos minutos para tener una buena imagen de él.
Su vestimenta estaba cubierta de sangre de los pies a la cabeza y le faltaba un brazo. Milagro que anduviera tanto estando tan fastidiado. De pronto, se paró y cayó de rodillas al suelo.
Me daba a mí que eso de ir a pelear a la Nación no fue una buena idea, después de todo. El hombre levantó la cabeza al cielo y lanzó un rugido bestial que era imposible que surgiera de garganta humana.
Una cosa oscura surgió de su brazo cortado: era uno nuevo, bastante más grande que el anterior y que terminaba en un una garra. En ese momento, me di cuenta de que el guardia ya no era humano, sino monstruo.
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