Seguí llevando regalos a tu casa, siempre eran cosas diferentes, decidí no llevarte flores de nuevo, noté que no eran de tu agrado, te daba peluches, chocolates e incluso anillos y pulseras de plata. Curiosamente, todos los regalos que te compraba terminaban en la basura, ¿no te gustaron?.

Supuse que no, así que ese día decidí llevarte unos aretes de oro, sabía que tenías perforaciones en las orejas, tú mismo me lo habías dicho días atrás, me dijiste que no te dejaban trabajar con aretes así que te los quitabas antes de ir al trabajo.

Estaba acomodando el regalo en la mesa de centro, justo dónde siempre lo ponía, pero la puerta de entrada se abrió, y ahí apareciste tú.

—Sabía que te encontraría —dijiste, totalmente enojado, sin saber aún que era yo.

Esa era la sexta razón. Eras tan inteligente, notabas hasta el mínimo detalle fuera de lugar, pero me tenías tanta confianza a mí que nunca te atreviste siquiera a notar que ocultaba algo.

Te pedí que te calmaras, no reconociste mi voz, tú te negaste y me dijiste que volteara. No podía negarme a tí, así que lo hice.

Tu rostro de desepción me dolió hasta lo más profundo de mi alma. Me tenías miedo, pero no me iba a detener, aún no.

Te amaba demasiado como para soltarte, o al menos en ese momento. No podía hacerlo.

Me pediste que no me acercara a ti, me gritaste que me fuera de tu casa, y me llamaste acosador.

No sabes lo mucho que me lastimó.

Pero aún así me acerqué a ti, tú retrocedías pero impedí que salieras del lugar y te acorralé.

Te pedí que me dijeras lo que sabías que quería oír, y que sólo así me iría de tu casa, te tuve que insistir mucho y tú ya estabas temblando del miedo, pero finalmente lo dijiste.

—Te amo —susurraste, tembloroso y aterrado.

Yo sólo sonreí, emocionado por completo. Habías dicho que me amabas, eso me ponía demasiado feliz.

Sentí que iba a llorar de alegría, pero recordé nuestro acuerdo y me fui.

—Yo también te amo —te respondí antes de salir, dándote un beso en la mejilla.