10: décima razón.

No fuiste al trabajo por un mes, la policía no había dejado de investigar, había cubierto muy bien mis rastros y tú, aunque sabías que lo había hecho yo, no tenías pruebas.

Volviste a la cafetería el día que menos lo esperaba, tu rostro estaba pálido y me buscabas con aquella temerosa mirada.

Nuestros ojos se encontraron.

Yo te sonreí dulcemente, sabiendo que pasaría en tres horas, pero tú desviaste la mirada y tragaste saliva.

Me evitaste todo el día, siempre tratando de no cruzar la mirada conmigo, me dio ternura.

El día acabo muy rápido, y mi corazón se estrujaba poco a poco. Ví que ibas a cambiarte para ir a casa finalmente, y te seguí. Nadie me notó.

No te diste cuenta de mi presencia hasta que te empujé a la parte de atrás de la cafetería, aquel callejón en el que te había dicho que me gustabas.

Tú gritaste y pediste ayuda, pero yo cubrí tu boca lo más pronto posible.

—Me engañaste, salías con ella mientras jugabas conmigo, ¿te divertiste cariño? —te pregunté, viendo tus ojos llorosos y riéndome.

Tú no te moviste y yo no dije más. Te clavé un cuchillo en el pecho y gritaste, el sonido fue ahogado por mi mano pero aún así sonó muy fuerte. Eras muy gritón.

Lo arrastré por tu piel, cortando la ropa y la carne, empezaste a sangrar, a moverte, a llorar y a gritar.

Pero pronto te saqué el corazón.

—Te dije que te amaría hasta tener tu corazón en mis manos —te dije, mientras la vida abandonaba tus ojos.

Tu cuerpo cayó, y esa fue la décima razón. Abandonarme justo cuando más te iba a necesitar.

—¡Levante las manos, queda arrestado! —gritó un oficial, y yo obedecí, riendo entre lágrimas.

Pronto empezaría mi más grande sufrimiento. Sin ti, cariño.

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