cap. 9 - mal augurio

Toco el timbre, el sonido que esto provoca me remueve el estómago. La puerta es alta y de madera lacada, la misma que rodea cada contorno de la grande casa. Recuerdo que cuando solía venir, me parecía que era como una mansión, incluso tiene una pequeña piscina donde Mikaela y yo solíamos pasar horas charlando sobre chismes de colegio, farándula de famosos, quejándonos sobre nuestros profesores y exteriorizando nuestros sentimientos hacia los que en ese entonces, considerábamos los chicos más guapos del colegio. Ella tenía un flechazo en el mejor amigo de Andrew Huard, quien por desgracia, era el que yo más detestaba. Sus comentarios con tintes cómicos hacía mí, sobrepasaban las bromas, llegando al extremo de ser pesados e incluso crueles.

Mi corazón se comprime ante el recuerdo, no he vuelto a poner un pie en esta casa desde que llevaba esos tortuosos aparatos dentales de un color rosa chillón. No sé por qué tiendo a asociarlas con esta casa, esas viejas conversaciones con Mikaela y la Lily del pasado. Pero prefiero no pensar en ello. Yo sólo vine a terminar este estúpido trabajo, y luego no tendré que volver jamás.

—¿Quién es? —reconozco la voz de la pelirroja. 

¿Es que esperas a alguien más? pienso con amargura. 

—Lily.

La puerta suena al ser destrabada, y el cabello rizado y casi naranja de mi ex mejor amiga se asoma. Me observa aburrida, su amarga expresión contradice la invitación que, bajo obligación, pronuncia a continuación:

—Pasa.

Entro sintiéndome cohibida, pero mis ojos curiosos se pasean alrededor, reconociendo la sala principal. Los muebles son los mismos, se mantienen de un tono crema que hace juego con los cojines color coral. No me percato de que me he quedado parada como un perro asustado en la mitad del cuarto, sin saber muy bien qué hacer o dónde meterme.

—Adelante, conoces donde queda mi habitación —es lo que obtengo por su parte, su voz con un deje fastidiado.

Aun así, dejo que tome la delantera y me guíe. Al llegar a una habitación que está muy distinta a como la recuerdo, ahora con paredes negras y linternitas contrastando esa oscuridad, ella se abalanza sobre su cama ignorando mi evidente incomodidad, saca su teléfono celular para ponerse a teclear frenéticamente. Me siento al filo de la cama dedicándole una mirada disgustada que ni siquiera es reconocida.

—Entonces, ¿qué hay que hacer? —murmura sin despejar los ojos de la pantalla. 

—Pues... —rebusco en mi bolso mis notas, donde se encuentran los detalles e instrucciones del trabajo—. Debemos hacer un esquema sobre cómo cubriremos el tema asignado.

Le extiendo mi cuaderno, mas ella sólo hace un sonido gutural en respuesta y sigue metida en su móvil. Luego, tiene la delicadeza de hacerme un gesto para que la espere un segundo. Por los mil demonios. Necesitaré más paciencia de la que esperaba para sobrevivir a esta tarde.

Transcurren dos minutos. 

—Bien, empecemos —ordeno cautelosamente. Por lo general no soy muy impaciente, no obstante, ella está testeando mis límites.

Saco mi portátil del bolso, dándole más tiempo para que termine con su holgazanería. En cuanto ésta se prende, la observo de reojo y noto que sonríe de manera estúpida a la pantalla. Una parte de mí se enciende con curiosidad. 

—Estoy lista —insisto por última vez, mi voz sale rasposa y amenazante, eso por fin logra hacerla reaccionar. Suelta un último gruñido antes de dejar caer el móvil sobre el edredón. 

—Por si no es obvio, detesto esto. Bien, dicho eso, ¿ahora qué?

Nos toma alrededor de veinte o tal vez treinta minutos organizar todo lo que debemos hacer. Sobre todo, porque es difícil trabajar con ella si se la pasa estudiándose las uñas, separándose las horquillas, o revisando su celular cada treinta segundos. Pero una vez que logro que coopere al menos un 30%, el ambiente deja de ser tan tenso y podemos avanzar en el proyecto.

—No sé cuál es tu postura, pero yo estoy completamente en contra. Esos malditos atrapan a los tiburones, les cortan las aletas y luego vuelven a tirarlos al mar para que terminen de morir allí. Y anualmente masacran a miles de delfines y ballenas inocentes. Es crueldad pura.

El tema que nos tocó es sobre la pesca industrial y los diferentes destinos que tienen los productos obtenidos mediante la misma. Desde el primer momento que inició la discusión con Mikaela, pude percibir que era un tema apasionante para ella debido a la manera en la se expresaba: con una indignación apasionada. En la fase inicial de investigación donde echamos un vistazo general al panorama, ella había despotricado contra cada uno de los aspectos que defendían la pesca a gran escala y especialmente, aquellas asociadas a medicina tradicional, la cual es legal en limitadas partes del mundo.

—Di algo —ordena con dureza, sacándome del asombro al que caí debido a su enérgico odio. De repente la pereza y pocas ganas de cooperar la habían abandonado.

—Detesto la comida marina y cualquier tipo de pescado, además, amo los delfines así que supongo que no tengo ninguna objeción después de la razón que me acabas de dar...

La chica me observa con decepción y fastidio, suelta un bufido antes de replicar: 

—Yo sí tengo una: ¿y los pequeños pescadores que sobreviven de eso?

Me detengo a pensar sus palabras. Tiene un punto.

—Podemos estar a favor de que los pescadores artesanales sean los únicos que entren a las aguas a pescar, pero únicamente de manera sostenible y sin tocar a los tiburones, delfines o ballenas. Nada de medicina ancestral que masacre animales protegidos.

Mis palabras causan que ella asienta con solemnidad, eliminando la expresión de aburrimiento de antes. 

—Bien.

Establecemos una postura en la que ambas coincidimos, y a partir de eso, reparto los subtemas para iniciar la investigación. Cada cierto tiempo, protesta y se queja de mi método, pero vuelvo a recordarle que es mejor acabar en una sola jornada para no volver a vernos. Ante eso, no protesta. 

—Dios, tengo hambre y estoy cansada —gimotea cuarenta minutos más tarde—, ¿cuánto falta?

Ahogo una sonrisa al verla, está recostada en la cama, pero su cabeza cuelga de ésta y sus pies están apoyados en la pared. La posición le ha causado un enrojecimiento en la cara y sólo puedo imaginar el dolor que empezará a sentir en unos minutos. 

—Poco, hemos avanzado bastante.

—De todas formas, este es únicamente el esbozo, ¿no? ¿Qué hay que hacer después de que Méndez corrija?

Me quedo callada, las mejillas se me calientan mientras busco qué responder. 

—Un ensayo... 

Mi respuesta se nota desconfiada. Pero debo admitir que mi mente divagó un poco mientras Méndez explicaba las instrucciones del trabajo. 

—No —repone con una sonrisa—. El primer borrador es el siguiente paso, luego el  segundo, después hay que corregirlo y dejar la versión final, y, por último, la presentación para defender todo el trabajo frente al curso.

Sus ojos se posan en mí con burla. Yo pongo en blanco los míos. 

—Aun procuras cuidar tus notas aunque seas tan despistada como yo ¿uh? —sugiere en tono burlón—, ¿sigues en tus clases de canto?

—Sí, ¿sigues detestando las materias del colegio? —contesto de la misma manera.

Se encoge de hombros. 

—Por lo general sí, no aportan nada útil. Excepto esta monografía, creo que podría servir de algo —se detiene—. De hecho, si no fuera por eso y si no supiera que me prenderías en fuego si por mi culpa sacas una mala calificación y tus padres te retiraran de tus clases de canto, ni siquiera estuviese tomándome la molestia de hacer este trabajo.

—Te creo. Tú sigues siendo igual de perezosa con el colegio —respondo—, y no exageres. Sólo evito meterme en problemas innecesarios con mis padres y mi profesor de canto, y de paso te quito un cero de tu libreta de calificaciones.

Se ríe entre dientes antes de cambiar de posición, noto que parpadea un par de veces como si su visión se hubiera nublado. Ahora queda recostada boca abajo, con su cabeza naranja posada sobre su puño izquierdo y un semblante agonizante.

—¿Ya acabamos? —su pregunta la hace ganadora de una mirada asesina.

—Ya mismo, te digo que sólo falta que lo revisem...

El golpe de una puerta de metal cerrándose por obra del viento, o un fuerte manotazo, me sobresalta y me corta en plena oración. Al instante, alguien exclama:

—¡Mikaela, llegamos! —Una voz femenina con un familiar acento ocasiona que la chica a mi lado se incorpore de inmediato. De verdad: es un salto automático, cae con gracia fuera de la cama, y antes de que pueda parpadear, está fuera de mi vista.

—¡Mi novio! 

—¡Espera, aun no terminamos!

Por supuesto, soy yo quien se encarga de la última revisión. Por fortuna, no me toma demasiado. Es grato y sorprendente reconocer que Mikaela tiene una redacción maravillosa, de hecho, mis párrafos se ven mediocremente estructurados cuando se encuentran cercanos a los suyos.

Igual estoy indignada. Desde que "llegaron", se ha escuchado un gran escándalo en el piso de abajo, lo cual sólo podría indicar que un numeroso grupo de personas se encuentra allí. Eso me motiva aún más a salir corriendo de esta casa lo más pronto posible así que le envío un rápido mensaje de texto a mamá. Entonces me debato entre bajar para anunciar que ya he terminado con el trabajo, o castigar a Mikaela con que investigue alguna cosa más. Quizás debería esperar que vuelva, quedarme sentada en la cama de dos plazas como un niño que espera que su mamá termine de charlar con un desconocido en el supermercado. Pero eso sólo alimentaría mi inquietud.

¿Y ahora qué hago?

Por el momento, me distraigo con mi celular. 

Pero veinte minutos más tarde, acepto derrotada que la tan descortés anfitriona, se ha olvidado de mi presencia. Así que decido bajar. Mientras más rápido lo haga, más rápido podré irme de aquí. Conozco cada peldaño de las escaleras, de manera que bajo las mismas distrayéndome con mi celular. Mamá me responde con un emoji de una carita algo azul y el mensaje "estoy en apuros". Confundida por ello, me dirijo hacia la cocina, donde escucho muchas voces. Seguro Mikaela está allí.

Cuando entro, su risa cesa y el estruendo de un vidrio al chocar con el piso y romperse, me hace levantar la cabeza bruscamente. También me sobresalto, mi celular da un par de brinquitos en mis manos como consecuencia, pero afortunadamente, detengo su diversión atrapándolo en el aire antes de que se me escape al piso.

—¡Mierda, el vodka, Andrew! —Maldice un chico moreno, ojos azules, cabello castaño en una coleta sobre la coronilla. La tiene abrazada (a Mikaela) de manera protectora, pero una expresión de melancolía está clavada en los vidrios rotos y el líquido que se extiende por las baldosas de la cocina. Me resulta preocupantemente familiar.

Muy preocupantemente.

—Esto se va a poner interesante —se ríe Mikaela, colocando una mano sobre su boca para esconderla.

Y siento que mi corazón se encoje en el momento que mis ojos se separan de ellos y dan con el chico que dejó caer la botella. Al principio, reconozco todo como una masa de estructuras. Cejas pobladas e inclinadas hacia arriba, mandíbula marcada y los gruesos labios entreabiertos. Las facciones afiladas y gráciles, logran que quiera encogerme hasta convertirme en un inexistente punto. Soy incapaz de lidiar con su expresión sorprendida.

Algo me lo dijo el otro día: encontrar esos papeles en mi casillero después de tanto tiempo era un mal augurio.

Siento el pánico acumularse en mi corazón, presionando mis pulmones y dificultando el ingreso de aire. No sé qué expresión pongo en el instante que sus ojos avellana chocan con los míos y se introducen en mi cabeza, arrastrándose en mi corteza cerebral cómo una plaga que contamina cada tejido que toca.

"Maldito el día en el que quise venir a este lugar", pienso malhumorada. Aun así, me obligo a recomponerme para disminuir mi evidente descoloco: suelto la tensión en mi mandíbula, disminuyo la consternación que refleja mi ceño fruncido. ¿Qué tan mala idea sería salir corriendo ahora?

Lo sé, pésima. Pregunta tonta.

Me obligo a mantener la compostura, pues se supone que ya no soy la misma chiquilla que se derretía como vela encendida al tenerlo cerca —por más vulnerable que me sienta ante lo bien que se ve. Todos estos años estuve pre-experimentando lo que sería encontrarme con él de nuevo, a través de múltiples escenarios imaginarios, y creí haber estado preparada para todo: rozar nuestras manos en caso de escoger la misma manzana en el supermercado, o chocar los nudillos si es que en la calle se me resbalaba una moneda que él (según mi fantasía) se ofrecería a recoger al mismo tiempo que yo. Incluso estaba lista para ignorarlo si en alguno de los arrebatos en los que Marina me arrastraba con sus amigos a una fiesta, él estaba ahí. Pero jamás imaginé una situación como esta.

Ahora es el momento de levantar el mentón en honor a todas aquellas veces que mi dignidad fue pisoteada, demostrando que las burlas y el maltrato son cosa del pasado, algo de lo que todos podemos reírnos ahora. Pero mentiría si digo que mis manos no están temblando, o que no me siento empequeñecer con cada segundo que pasa. Reprimo cualquier expresión facial que se me pueda escapar, ya que no sé cómo debo reaccionar, considerando que la última que nos vimos, él me dedicó la mirada más fastidiada y despectiva que jamás esperé de su parte. Una que por primera vez en mi vida, fui capaz de corresponder. Finalmente decido pararme erguida, y le dedico una mirada desdeñosa al desastre que ha provocado.

—¡Andrew! ¿Quieres reaccionar y limpiar eso? —llama su atención Lidia, la hermana mayor de Mikaela. Arroja un trapo en su dirección, él a duras penas alcanza a atraparlo.

La observo disimuladamente, ella es la dueña de ese simpático acento caribeño; su cabello carbón está tan largo que incluso en una gruesa trenza de sirena, le llega a la cintura. Aun lo mantiene del color original de las hermanas Bower, un negro azabache intenso. Mikaela lo tuvo así hasta hace poco más de un año, asombró a toda la secundaria cuando un día llegó con los mechones casi naranjas.

Sintiéndome fuera de lugar, no sé a dónde escabullirme, pero recuerdo a qué vine, así que camino toda digna y me dirijo hacia Mikaela. Aunque no consigo llegar a ella ya que un muchacho de largo cabello rubio y lacio, me intercepta con una amplia sonrisa de galán. Otra vez mi expresión se torna lívida, reconozco la tensión que se concentra en mis músculos faciales y me obligo a soltarlos un poco. Tanto mi madre como Harry me han dicho miles de veces que soy demasiado expresiva, si algo me molesta, me perturba o me emociona: es evidente. Quisiera decir que exageran, sin embargo, ha sido especialmente obvio cuando pretendo leer en clase, y los maestros me pillan debido a las muecas que, sin querer, se me escapan. En fin, es algo en lo que intento trabajar y estar más consciente. Ya no quiero que me quiten mi Tablet. Ni mi dignidad, en casos como estos.

—¿Tú quién eres y qué hechizo le lanzaste a Huard? —me habla con una amistosa sonrisa en el rostro. Su rostro dispara una sensación de reconocimiento en mi cabeza, a pesar de que el gesto amable que porta ahorita no tiene ni la más mínima pizca del semblante amargo y severo que tenía aquel día que retó a Zachary en la discoteca.

Confundida, no sé qué decir puesto que a pesar de que lo reconozco de algún lugar, él no sabe quién soy. Ese día estábamos en un grupo grande y él nunca dio con mi rostro. De todas maneras, es lindo, aunque tiene pinta de hippie que hace surf los fines de semana, pero trabaja en una oficina de lunes a viernes. Seguramente sólo es idea mía dado que ese día lo vi usando traje formal. No puedo evitar preguntarme qué ha ocurrido con este tipo de chicos en mi secundaria. Hace años, los que estaban en los últimos cursos en mi colegio y los de la ciudad, parecían dioses griegos a mis ojos y los de todos, pero los de esta generación eran más cercanos a la familia de Dobby, el elfo libre. Mamá decía que se debía a que iniciaban "malos hábitos" desde más jóvenes. Y francamente, le doy el beneficio de la duda a esa tan probable explicación.

—¡Estúpido, es la niña de Andrew!

Esas sonoras carcajadas parecidas al un disco recontra rayado, me obligan a rodar los ojos... Claro, el inigualable William Curt tiene que abrir su bocota. El imbécil más pesado e insoportable que conozco. Entonces esos ojos azules que vi al ingresar a la cocina hacen clic en mi memoria. No puedo creer que sea novio de Mikaela; aunque con su apariencia, el cuerpo de dios del Olimpo, y esa perfecta tez morena podrían engañar a cualquier inocente criatura. No obstante, siempre fue el mejor amigo de Lidia, eran tan inseparables que incluso llegué a creer que tenía un flechazo en ella. Sorprendentemente, todo este tiempo su presa había sido Mikaela. Me invadió un pequeño sentimiento de envidia, ella estaba loca por él cuando el chico ni siquiera la volteaba a ver. Y miren ahora.

—No soy la niña de nadie —respondo entre dientes, sin poder evitar voltearme a encararlo cuando sus palabras provocan que la sangre hierva sobre mi piel.

—¡Espera, ya sé! —La exclamación súper dramática del hippie me interrumpe cuando la realización se delata en su rostro—, ¡¿es ella esa chiquita de la que me contaron?! ¡¿la de las cartas?! ¡Pero no la describieron así! ¡Ella está buenísima! Con todo respeto, señorita... 

Muy bien, el premio a la más humillada va para mí (já, ni que fuera una sorpresa), me quema la cara por el calor y esta vez no me importa controlar mi semblante de perra hastiada. Me cruzo de brazos esperando que el entretenidísimo espectáculo termine, aprovechando el momento para lanzar dinamita visual a mi ex mejor amiga. Estoy segura que fue ella quien tuvo la brillante idea de hacerme venir a su casa precisamente hoy. Mas ella se encoje de hombros antes de seguir disfrutando del show. Con una enorme sonrisa malévola dibujada en su rostro. 

En todas las veces que imaginé un reencuentro con Andrew Huard me veía gloriosa, rodeada de un aura de encanto y gracia, ignorándolo con elegancia. Jamás así de enfadada ni en una situación tan penosa en la cual todas las personas en la sala me pasan por una cabeza.

—Bueno, eso sucedió hace tres años —los regaña Lidia rodando los ojos—. Supérenlo. Siguen pareciendo mocosos tontos e inmaduros de 18 años.

Le dedico una mirada agradecida. Por el rabillo de ojo, veo que Andrew se deshace de los restos de vidrio en una funda antes de acercarse a nosotros. No sé en qué momento tomó la pala y la escoba pero ya casi no hay rastro del disturbio que provocó.

—Sí —concuerda, ofreciéndome una encantadora sonrisa amistosa y me da la impresión, que algo culpable—, no la incomoden. ¿Dónde están tus modales, rubio?

Cuando dice esas últimas palabras, azota la nuca del chico de la discoteca. Una pequeñísima pero potente llamarada de furia se enciende en mí, y es que me parece increíblemente hipócrita que se esté comportando tan amable cuando la última vez me miraba como si se tratara de una chinche. Además, esa sonrisa solía ser mi perdición. Y había esperado que después de tanto tiempo y de que rompiera mi corazón ilusionado, sería inmune a la misma. Pero aquí estoy de nuevo, sintiendo cómo mis rodillas se debilitan ante la vista. Está mucho más guapo de lo que recordaba.

—No me incomodan —sonrío con puro veneno—, ya lo he superado. No tiene ningún efecto en mí.

Me temo que mis palabras suenen forzadas, plagadas de resentimiento o hasta ridículas. Pero él levanta las cejas casi imperceptiblemente en respuesta, Mikaela me mira con curiosidad y William se atraganta con una carcajada que consigue que Lidia le dé un coscarrón en la cabeza. Los ignoro a todos.

Entonces el rubio hippie pasa un brazo sobre mis hombros.

—Disculpa mi exalto, es que me han hablado mucho de ti —vuelve a intentarlo—. Soy Darren, un gusto conocerte.

Aunque es lindo, no puedo evitar mirarlo cansada. Muy lejos de sentirme halagada por su comentario, me siento dolida porque estoy segura que lo que le han dicho de mí son chismes y burlas. Me escurro de su agarre con irritación.

—Disculpa... —una vez más, me dirijo hacia Mikaela—, sólo quería decirte que antes de que salieras corriendo, te avisé que faltaba revisarlo. Obviamente no te importó escucharme —mis palabras escurren odio. Eso causa que levante una ceja desafiante—. De todas formas, el trabajo ya está listo.

Asiente con la cabeza, desinteresada.

—¿Algo más que quieras decirme? —su sonrisa se ensancha con una intención maliciosa.

Hay tanto que quiero decirle justo ahora...

—Aw, sigue siendo una nerd —se burla William de nuevo.

Me vuelvo hacia él, le sonrío con falsa dulzura.

—Es que a mí la capacidad mental sí me da —bajo la voz un poco—, a diferencia de ti.

Mi corazón se dispara por mi propio atrevimiento. Otra vez me puse a la defensiva. Pero no me pueden culpar cuando el entorno es todo menos amistoso conmigo.

Sé que mi salida es triunfante porque no se atreve a responder nada, y Lidia comienza a burlarse de él. Aun así, un miedo enorme de caerme y hacer el ridículo me invade al sentir la quemazón que me provoca la mirada de Andrew en la nuca. Pero precisamente, suena mi teléfono y tengo la excusa perfecta para salir pitando de allí. Me apresuro a la habitación de Mikaela para contestar:

—¿Mamá? —Una vez lejos de la cocina, mi voz sale con un deje desesperado que no pude frenar—, por favor dime que ya estás cerca.

—Cariño... —escucho varias voces al otro lado de la línea, utilizando términos bizarros que están más allá de mi comprensión—, con respecto a eso... El contratista se demoró en llegar. Recién vamos a reunirnos.

—¡¿Cuánto te toma la reunión?!

—No lo sé amor, dos horas mínimo... ¿Y papá? ¿Por qué no lo llamas para ver si puede pasar por ti?

—No me gusta pedirle nada —se me escapa un bufido, estoy entrando en pánico—, además él siempre sale de la oficina más tarde que tú...

—Lo siento, cariño... Lo sé, sé que no es la situación ideal —replica, sonando culpable—, intentaré acelerar las cosas, ¿si? Explícale la situación a Mikaela, seguro entenderá.

—No lo entiendes, yo ni siquiera quería venir aquí en primer lugar —se me escapa un sollozo.

Y ahora parezca una niña de cinco años con un ataque de mamitis. Sí, quizás es penoso y humillante. Pero el asunto de Andrew me recuerda a una versión de mí misma que no sabía lo que hacía, y que odio, justo por ello. Quisiera negarlo y actuar con mayor madurez, sin embargo, así es como es la situación ahorita: me pone mal. Y me vuelvo a sentir ridícula y pequeña. Soy un tembloroso desastre.

Además, hay algo en la voz de mamá, y especialmente en ese tono consolador, que me debilita. Si de por sí me siento ansiosa por la situación, escucharla sólo logrará que me quiebre. Carraspeo en un intento de frenarlo y recomponerme, sería verdaderamente denigrante echarme a llorar en esta casa, en estos momentos.

—Bueno. Me avisas cualquier cosa.

Antes de que responda, cuelgo. Me cruzo de brazos, arrimándome a la fría pared a mis espaldas. Intento calmarme. Y buscar opciones. 

Pero saldré de esta casa, aunque tenga que caminar veinte kilómetros hasta llegar a la mía. 

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