cap. 60 - el chico que jugaba básquet (parte uno)
Nota de la autora: Hoy desperté con una crisis ansiosa de esas que no he tenido en mucho... Manos sudorosas, un vacío en el estómago, la sensación de que no puedo respirar bien, y el corazón latiéndome a mil. Horrible. Rara vez me ocurre, hoy no sé cuál fue el desencadenante porque apenas me despertaba. Pero han sido unas semanas horribles, siento que soy una bomba de tiempo >.<
PERO BUENO. Di ese preámbulo para contarles que volví a LUUB porque es mi lugar seguro <3 no he podido escribir en semanas, pero hoy les traigo un cap x)
Y por cierto... ¡¿Podemos hablar de cómo llegamos a 11k lecturas?!
Amo <3
Bueno ya, disfruten :3 (y no me maten todavía par favaaar).
***
x IAN x
—Todos se han ido —exclama la muchacha.
La perfecta dentadura blanquecina resplandece cuando dibuja una sonrisa dulce y atrevida.
Algo se retuerce dentro de mí.
—Parece que nos han dejado a solas apropósito —le respondo con la misma energía.
Echa su cabeza hacia atrás para que su risotada tenga más libertad de lucirse. Eso me encanta de Nicole, jamás esconde ninguno de sus sentimientos. Los expresa de manera apasionada y no tiene reparo alguno en fingir que es demasiado buena para actuar como a su alma le plazca. Creo que por ello su energía es tan revitalizante y contagiosa. Es la segunda persona que conozco, después de mi padre, que ríe con tanta frecuencia.
Después de ello, nada hacia mí. Casi todo su cuerpo sumergido en el agua, de tal forma que sólo sus ojos saltones sobresalen por encima de la superficie. No despega sus pupilas de mí en ningún momento, ni siquiera cuando me alcanza y se coloca a mi altura. O un poco más, porque una vez que se incorpora, probablemente es un centímetro más alta que yo.
Los mechones violetas de su cabello se pegan a lo largo de sus sienes, ese color provoca que sobresalga la calidez de sus ojos —que, por lo general, suelen ser de un color grisáceo. Aunque el día de hoy, me resulta una grata sorpresa ver sus iris originales. De un café tan oscuro que casi parece negro. Se sacó las lentillas antes de entrar en la piscina, dijo que sus ojos ya estaban irritados y que debían descansar.
El ejercicio del baile le hace un favor a su silueta. A una parte primitiva de mí le cuesta desviar la mirada y concentrarme sólo en su rostro. Y apenas por una esquina de mis ojos puedo identificar las tiras delicadas de la parte superior de su ropa de baño. Es de algún tipo de patrón de animal, si es que hago memoria, parece ser de leopardo.
—¿Qué haremos al respecto?
Sus ojos se entrecierran en mi dirección y aquella sonrisa traviesa se agudiza.
—No lo sé, ¿qué sugieres?
El vello de mi nuca se eriza ante la cercanía y el tinte coqueto de sus palabras. Me abstengo de tragar saliva. No quisiera que esté al tanto de mi nerviosismo... Aunque me perturba lo bien que ella sabe leerme. Sus palmas se colocan sobre mis hombros y los recorren suavemente hasta alcanzar mi espalda. Los dedos se agarran entre sí y pequeñas gotitas de agua fría salpican mi piel ya seca. Las mejillas se me enrojecen sin poder controlarlo una vez que mi cuerpo se sobresalta ante el primer contacto.
Maldita sea, ¿por qué me siento tan nervioso?
Cuando se inclina sobre mí, mis ojos se cierran. La punta de su nariz choca con la mía y otra gota de agua se cae de ella y alcanza mis labios. El sabor a piscina recorre mi lengua. Pero ni siquiera puedo reparar en ello porque la chica interrumpe mis pensamientos con el corto e inocente beso que deposita en mi boca.
Aunque de inocente no tienen nada. Es más bien un mal presagio. Al igual que la mirada insinuante que me da. A mí, a mi boca, a mis ojos otra vez... Mis dedos se enredan en su cabello y por primera vez, cedo con todo el egoísmo que tengo dentro de mí. Coloco la otra mano en su cintura, mi bíceps se contrae para atraerla hacia mi cuerpo y la beso.
Sus labios son suaves y carnosos. Me acarician con una mezcla extraña de dulzura y salvajismo.
Se siente bien.
Se siente muy bien. Embriagador y hechizante. Pero... Siento como que estoy haciendo algo malo. Aunque sé muy bien que no lo estoy haciendo. Yo no le debo "fidelidad" a nadie. En especial a quien tú ya sabes. Así que conforme el beso asciende de nivel, ignoro esos pensamientos. Sin embargo, ¿es verdaderamente posible huir de nuestra cabeza? Quizás si me noquearan en este preciso instante, aunque nunca se sabe porque podría terminar soñando con ello...
En fin, Nicole se separa de mí y sus ojos negros tienen un tinte de preocupación.
—¿Qué ocurre?
Le tomo el rostro, mostrándole una pequeña sonrisa.
—Nada, me tomaste desapercibido, es todo.
Y la vuelvo a besar.
Sus rodillas se enredan alrededor de mi cintura y se acerca más a mí. Es ella misma quien atrapa una de mis manos y la coloca en la zona más carnosa de su cuerpo, para que la ayude a impulsarse con más fuerza sobre mí.
Y continuamos.
Los intestinos me reverberan mientras espero —no tan— pacientemente que la gran puerta de madera se abra. Se toma su dulce tiempo, así que, con el ceño fruncido y la creciente molestia de que me hayan visto la cara, reviso de nuevo la ubicación. Confirmo que sí es el lugar al que se supone que debía llegar.
Cinco largos minutos más tarde, los cerrojos crujen y la puerta se desliza hacia adelante. No recibo una sonrisa cordial de bienvenida, aunque honestamente, tampoco la esperaba.
Sus ojos me recorren de arriba abajo con un gesto amenazante y casi creo que me cerrará la puerta en la cara, a pesar de que se limita a abrirla y dedicarme un desabrido gesto para que mueva mis piernas e ingrese en su humilde —que nada tiene de humilde— hogar.
Alcanzo a musitar un agradecimiento igual de desanimado y me detengo en la mitad de la sala. Él sigue de largo, hasta que se percata a unos cuantos metros de distancia, que no lo he seguido. Y es que no sé exactamente qué hacer o cómo actuar.
—Está bien, quedémonos en la sala si así lo prefieres.
Su voz no es amable, a pesar de que sus palabras parezcan serlo. En realidad, hay un toque arisco y sarcástico decorando su semblante que simula prudencia.
—Toma asiento. ¿Quieres algo para beber? Tengo ron, tequila...
Se me hace extraño que lo pregunte. Pero él parece no recordarlo.
—Estoy bien así.
En ese momento la realización lo alcanza. Cierra el pico y su expresión pierde el control por un milisegundo, en el cual la boca se tambalea y sus cejas se fruncen ligeramente. Asiente como si quisiera despistar mi atención de ello, y desaparece. En menos de dos minutos, ya ha regresado. Una sola mano ocupada.
Se acomoda en el asiento que se encuentra al frente de mí. Cruza uno de sus tobillos por encima de su rodilla contraria, abre la lata y me observa sin sabor.
—¿Entonces? ¿Para qué querías venir?
Vaya. Directo al grano.
Una sonrisa incómoda toma lugar en mi cara.
—¿Nada de rememorar los viejos tiempos? ¿Vas a seguir actuando como que apenas nos conocemos?
Se me retuercen los intestinos cuando suelta una risa seca, que va acompañada de un pequeño sorbo de cerveza. Indiferencia total.
—No nos conocíamos tanto.
—Ah ¿no? ¿No éramos amigos?
Sus ojos me analizan con frialdad.
—Depende, ¿los amigos se cruzan a sus novias?
También hago el intento de soltar una carcajada carente de humor, pero sale más como un suspiro irónico.
—Andrew, yo no he tocado a Lily mientras ha estado contigo.
—¿O sea que cuando no lo ha estado, has aprovechado para meter mano?
Mis músculos se tensan ante las palabras que utiliza.
Y siento que quizás nada bueno saldrá de esta visita. Él se percata de que mis nudillos se han tornado blancos debido a la fuerza con la que aprieto los puños, y respira con fuerza.
—Lo siento.
¿Qué? Vuelvo mis ojos hacia él.
—Creo que estoy un poco reactivo —musita.
Suelto un gruñido.
—Sí, yo igual.
Se instaura un silencio ligeramente menos denso entre ambos. Él le da otro sorbo a su cerveza y mi mirada queda prendada sobre el logo de la corona que está plasmado sobre la etiqueta. Una vez que traga, me extiende la lata y levanta las cejas en una pregunta silenciosa.
—No, gracias.
—¿Si quiera la has probado? Sabe mejor que las demás marcas.
—¿Eh? Sí...
—¿Por qué dudas? ¿Te gusta más otra?
Me perturba la conversación tan mundana, además de que no sé exactamente qué responder. Las comisuras de su boca reaccionan ante mi silencio, elevándose con lentitud.
—¿O no has probado ninguna?
Algo en su gesto divertido, me saca de mi aturdimiento.
—No bebo —me defiendo.
—¿Nada? Entonces no has probado la cerveza jamás en tu vida, ni siquiera por curiosidad.
Se le escapa una carcajada, esta vez más genuina.
—Sigues siendo un niño bueno.
Él me ofrece la lata de nuevo.
—Vamos, pruébala. Sólo un sorbo.
Coloco los ojos en blanco y la acepto. Casi me da risa, últimamente parece que la vida me está exponiendo a un programa de desensibilización de mis traumas. Pero, en fin, es un solo sorbo. Y debo admitir que la curiosidad me gana. El líquido ingresa a mi boca y cosquillea contra mi lengua una vez que interactúa con mis papilas gustativas. Y cuando lo trago, el sabor amargo queda prendido.
—Qué asco —me quejo al devolverle la lata—, me siento como cuando me hiciste probar mi primera calada.
Eso le arranca una risotada.
—¡Cierto! Fue con mi cigarrillo electrónico, ¿no? Tosiste unos sólidos diez minutos.
—Casi me lesionas la garganta —me uno a sus risas—, es más, casi destruyes mi futura carrera.
La sonrisa lobuna se le extiende en el rostro.
—¿Qué dices? Si yo creé tu carrera cuando te enseñé aquel primer acorde.
Cierto.
Me quedo en silencio, la nostalgia envolviéndose alrededor de mi corazón ante los recuerdos que se formaron en el parque del barrio donde solía vivir cuando mis padres todavía estaban juntos.
x ANDREW x
El rebotar de la pelota de básquetbol resuena sobre la cancha. Mi madre solía quejarse de ello, decía que le dejaba molestas vibraciones en la base del conducto auditivo. Nunca entendí a lo que se refería. Pero para reducir los regaños, un día decidí salir de la casa e ir al pequeño parque del barrio. Estaba compuesto de un sector verde rodeado de pinos aromáticos, con juegos de niños y una casita de madera. A un costado, había una cancha de básquet, que debajo de los aros, también tenía dos pequeños arcos de fútbol. Era un lugar bonito, lástima que no había demasiados niños en la urbanización que pudieran aprovecharla. Aunque también podría deberse a que yo no pasaba por ahí a la hora que ellos jugaban, puesto que terminaba mis tareas a eso de las siete de la noche y recién salía de casa.
Jamás encontré a nadie además de un señor de edad avanzada que salía a pasear con su pequeño perrito. Hasta una noche de verano.
Todo inició por un lanzamiento desviado que llevó a mi pelota a la zona de juegos infantiles. Me acerqué sintiéndome aliviado de que nadie presenció mi tiro fallido y justo cuando agarré el balón de entre los arbustos, escuché algo. Un ruido casi imperceptible. Me quedé estático en mi sitio, intentando identificarlo con mayor claridad.
Sollozos. Silenciosos, ahogados. Provenían de la casita de madera. Y sé que no era mi asunto, aun así, me acerqué a la misma. Presa de la curiosidad, asomé mi rostro por una de las entradas. Y me encontré con un niño de alrededor de quince años, con las mejillas húmedas y los ojos llorosos. Me sorprendió particularmente la morfología de sus pestañas, eran largas y se mantenían rizadas incluso mientras sostenían las lágrimas del pequeño.
—Hey —hablé con suavidad—, ¿estás bien?
El chiquillo hizo un sonido parecido a un "tch" con la lengua y volteó su rostro para impedir que lo viera. Sus uñas se clavaron con más fuerza sobre sus codos que abrazaban sus rodillas.
—Sí, sí. Estoy bien —su tono fue brusco. Y reconocí esa necesidad ridícula de los pre-pubertos de fingir que nada los puede herir—. Sólo tengo alergia.
Puse los ojos en blanco.
—Pues entonces es una muy mala idea que estés fuera de casa a estas horas. La brisa es fría.
Sorbió su nariz y escondió más la cara. En su energía, era claro el mensaje: lárgate de aquí. Sin embargo, mis ojos entonces dieron con el objeto que reposaba en una esquina de la casita de madera.
—Wow, linda guitarra.
Subí dos escalones, y por mi estatura, ya la mitad de mi cuerpo estaba dentro de la casa. Sentía sus ojos curiosos y a la vez fastidiados sobre mí. Pero no dijo nada por un momento, al menos no hasta que me senté con las piernas cruzadas en frente de él y agarré el instrumento entre mis manos, colocándolo sobre mi regazo mientras lo inspeccionaba.
—¿Eres un pervertido? —me preguntó.
Mi boca se frunció en una mueca de disgusto.
—¿Qué demonios? Claro que no.
—Eso es lo que un pervertido diría.
Ignoré sus palabras y me limité a dedicarle una rodada de ojos. Entonces empecé a jugar con las cuerdas de la guitarra, haciéndola cantar con un par de acordes secuenciados con desinterés. Su atención se enfocó.
—¿Qué acorde es ese?
—Es una variación de Sol, pero al colocar el meñique aquí, le doy un toque más agudo —hice una demostración—. ¿Escuchas?
Él asintió, maravillado. Cambié la posición de mis dedos.
—¿Y ese?
—Es Do mayor.
—¿Qué tal ese?
—La menor.
Su curiosidad me resultó divertida. Dejé de tocar.
—¿Tú conoces algún acorde aparte de los que te mostré?
Negó con la cabeza.
—¿Cómo es que tienes una guitarra y no sabes tocarla?
Me gané un bufido de su parte.
—Me la regaló mi tío antes de irse a terminar su maestría en Barcelona. Pero nunca me explicó cómo tocarla.
Asentí repetidamente.
—Es un bonito modelo, aunque algo sofisticada para un novato... —Me quedé en silencio por unos segundos. Sabía que no era mi asunto, repito. Pero algo en el niño despertaba mi empatía—. ¿Quieres que te enseñe algunos acordes?
Él lo pensó por un segundo. Su mirada desconfiada luchaba contra ese brillo interno de la emoción por aceptar. Sonreí.
—¿Tendré que pagarte?
Me encogí de hombros.
—Sí quieres, me vendría bien un dólar cincuenta para una hamburguesa en el colegio. Pero te lo dejo más fácil: cuéntame por qué llorabas.
Y eso no le agradó ni un poquito.
—Primero dime dónde estudias y qué edad tienes —ordenó. Vaya, el niño era desconfiado.
Solté una carcajada y saqué mi billetera de mi bolsillo trasero.
—Okey, para empezar, mi nombre es Andrew Huard y estoy cursando mi último año en el Instituto YQ. Por ende, tengo dieciséis, aunque en tres meses ya cumplo los diecisiete —saqué mi identificación y se la mostré—. Vivo en la casa que tiene un árbol de aguacate junto al garaje, quiero estudiar derecho penal y viajar a Madrid para realizar mi maestría. Mi color favorito es el rojo vino y mi comida favorita son los churros. Y por si te quedan las dudas, me gustan las chicas. Mucho. Sobre todo, las pelinegras. De cabello largo.
Él asintió, soltando un suspiro profundo al devolverme mi cédula.
—Yo soy Ian. Ian Baldwin.
Se quedó callado. Yo me mantuve atento. Pero no parecía tener la intención de decir algo más.
—¿Y? —insistí.
—Tengo trece.
—Ya... Te ves mayor.
No respondió, aunque asintió repetidamente.
—¿Y por qué llorabas? ¿Alguien te rechazó?
Su nariz se frunció con dramatismo.
—No —repuso indignado—, a mí nadie me rechaza.
Me eché a reír, aunque él parecía decirlo en serio.
—Porque canto —aclaró— a mí nadie me rechaza.
—Ah, vale.
Aguantarme las risas ante su mirada asesina fue una tarea difícil.
—Mis padres pelearon.
Quedé estático. Mi sonrisa se desvaneció. El muchacho volvió a abrazarse las rodillas con fuerza, esta vez colocó su mentón por encima de ellas y me permitió observarlo. Aunque esta vez no hubo lágrimas. Sus ojos estaban clavados sobre la pared lateral de la casa, las cejas tan rectas como su boca.
—Mi padre tiene problemas con el alcohol y hay ocasiones en las que llega demasiado ebrio. Mi mamá detesta verlo así. Yo también.
No supe qué decir.
—Creo que pronto se van a separar —añadió.
El tinte triste de su voz oscureció el entorno. Aun así, carraspeé y hablé:
—Mis padres también pelean mucho —el tono comprensivo de mi voz lo obligó a dirigir sus ojos hacia mí—. Ellos ya están realizando los trámites del divorcio.
—¿Y cómo es eso?
—Aterrador —me sinceré—. Pero... La situación es tan insoportable que lo veo como la única solución. La única manera de lograr tener algo de paz... No te dejes abrumar por todo esto, en realidad poco tienes que ver. Estos son problemas de ellos y no es justo que tú estés metido en medio.
Él analizó mis palabras, su boca sobresalió de forma involuntaria y asintió con la cabeza muchas veces. Como si entendiera mi punto.
—Bueno —volví a sonreír—, los malos momentos pasarán para que vengan los buenos. Tú sólo espera. Mientras tanto, ¿te enseño a tocar?
Cuando le mostré la guitarra, por primera vez vi que las comisuras de su boca se elevaron. Y en ambas mejillas, una pequeña depresión se formó junto al gesto.
Nota #2 de la autora jsjsjs: Plot twist, ¿se lo esperaban? ;)
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