cap. 25 - huye de lo que iniciaste, bichito

Amo la comida mexicana, realmente lo hago. Si colocas frente a mí un plato de tacos a la carnita, sin importar su tamaño, lo terminaría devorando. No quedaría evidencia alguna de su existencia, más que el pequeño bulto que se formaría en mi abdomen —cosa que también ocurría con la pizza vegana, razón por la cual, siempre debía tener una sudadera grande a la mano para después—, y el plato vacío.

Sin embargo, mi plato de hoy, parece estar "hecho de piedras". Ese es el término que utiliza mi madre cuando yo, debido a una preocupación muy grande o un mal humor extremo, lucho por tragar la masa seca de comida. Los nervios tienen una forma peculiar de atacarme: además de las manos nerviosas y el corazón bombardeándome las orejas con sangre, mi motilidad intestinal incrementa de forma dolorosa, y deriva en una penosa diarrea. Sé que suena gracioso, pero no se siente precisamente así.

—¿Qué tal está tu comida? —Andrew, con mirada ilusionada, está pronto a terminar su plato. Le echa una ojeada curiosa al mío, que no va ni por la mitad.

—Maravilloso —me veo obligada a mentir, porque estoy segura de que, en otras circunstancias, habría devorado esta comida, pero por ahora, estoy intentando no escupirlo todo y salir corriendo a mi casa.

Creí que ya había superado la etapa de inquietud e incomodidad con este muchacho. Sus nervios, en un principio, parecían casi equiparables con los míos, y eso había logrado relajarme un poco. Pero esta mañana, me había tocado hacer malabares para evadir las preguntas de mis padres y lograr el tan preciado permiso para salir con una "amiga" que no era Marina. Ese había sido mi primer dolor de cabeza, puesto que dejar a mi padre contento con una respuesta, era casi imposible. Después de ello, al buscar uno de mis pendientes que rodó por debajo de mi cama, choqué con una caja vieja de zapatos. Fue casi como cuando abrí mi casillero en el colegio y di con esos papeles con el nombre de Andrew, aunque esta vez, se sintió peor. Reconocí de inmediato la portada del cuadernito viejo y maltratado que usé hace años, como mi diario. Recordé muchas de las cosas plasmadas ahí con sólo ver esos insoportables colores pastel, me hizo sentir patética por existir en este mundo. Y me vi terriblemente tentada a bloquear a Andrew y dejarlo plantado.

Sin embargo, aquí estoy. Batallando con esa sensación que no me abandona desde la mañana y me ha dejado sin apetito. Andrew está casi listo con su comida, así que, con un poco de vergüenza, me animo a preguntarle:

—¿Quieres ayudarme un poco? Esto va a sonar patético, pero suelo compartir un plato con mi madre, porque la comida de este sitio es muy llenadora.

Los intestinos me crujen tan sonoramente cuando sus ojos chocan con los míos, que temo que el local entero me haya escuchado.

—¿Estás segura de ello? —contraataca, con una pequeña sonrisa divertida.

—Muy segura —finjo demencia.

El chico asiente y con determinación, acerca su tenedor a mi plato. Eso causa que los músculos de sus brazos se flexionen, llamando mi atención como si estuviesen iluminados con focos LED. Eso desvía mis nervios tan sólo un poco. Acerco el plato en su dirección y finjo comer un poco más, pero la cercanía entre nuestros cuerpos, es demasiado íntima para mí. Me echo hacia atrás y le digo que ya no puedo comer más, que "voy a explotar". Sorprendido, lanza un comentario referente a que como poquito.

Mi teléfono suena en ese preciso instante, como intervención divina para sacarme de una situación tan penosa. Disculpándome con una sonrisa, lo saco el aparatito de mi bolsillo trasero y mi sonrisa se transformó en una mueca de confusión cuando "Ian B" apareció en la pantalla. Aprieto el botón de contestar sintiéndome aliviada de que mi buen amigo Ian, me salve de esta:

—Hey —me esfuerzo para que mi voz no suene demasiado entusiasta.

—Lily —saluda él, al otro lado de la línea, con su típico tono de voz tranquilo—, ¿cómo despertaste?

—¿Me preguntas eso al medio día? —no puedo evitar reírme—, ¿tengo cara de oso perezoso?

No me pasa desapercibida la miradita discreta que me lanza Andrew. Me siento un poco descortés atendiendo el teléfono en medio de nuestro "almuerzo" tan incómodo. Carraspeo antes de ir al grano:

—¿Ocurre algo?

El chico se queda en silencio durante un par de segundos, como si mi pregunta tan directa le hubiese sorprendido. ¿Fui muy hostil? No lo sabré jamás, porque al responderme, utiliza el mismo tono de siempre:

—Se comunicaron con nosotros los organizadores del concurso de Dirty Cactus —repone—. Pasamos a la siguiente etapa.

—¡DIOS MÍO! —me exalto emocionada. Todo el local se vuelve hacia mí con una mueca, algunos de sorpresa, otros de fastidio por interrumpir su tranquilo almuerzo.

Andrew levanta la mirada y tiene los labios entreabiertos, sus cejas están inclinadas hacia arriba y parece haberse llevado un buen susto. Su rostro no tiene precio. Se ve increíblemente adorable.

—Lo siento —musito sentándome de nuevo, en mi silla.

—¿Por qué te sorprendes tanto? —ahora sí tengo la certeza de que Ian está sonriendo—, era obvio que íbamos a pasar. La primera etapa es la más sencilla.

—Bueno, discúlpame por emocionarme, chico genio —intento ahogar mi sonrisa—. Gracias por avisarme.

—No es nada, tenía que hacerlo. No olvides que mañana tenemos ensayo, ¿vale?

—¡¿Mañana?! Pero es sábado —lloriqueo.

—Tenemos ensayo, Owen. Te veo ahí.

—Tinimis insiyi Iwen, ti vio ihí —me burlo de él, olvidándome que Andrew está al frente mío.

—¿Qué fue eso? —aunque se esfuerza para que su voz suene seria y amenazante, ya soy experta en reconocer ese tinte divertido que se esconde entre sus palabras. La verdad es que Ian no se ha enojado ni una sola vez conmigo, he notado que me tiene mucha paciencia, y precisamente por ello, me gusta molestarlo para conocer sus límites conmigo. Por ahora, parece que no hay ningunos—. Ya verás mañana, aguas aromáticas.

—Perro que ladra, no muerde —repongo, juguetona. Entonces me percato que Andrew coloca sus cubiertos por encima de mi ahora vacío plato, y se remueve en su asiento con una incomodidad bastante disimulada, sin embargo, evidente—. Bueno... Debo colgar.

—Claro, huye de lo que iniciaste, bichito.

—¿Bichi...? Agh, de verdad debo irme. Pero nos vemos mañana.

Sin darle tiempo a responder, corto la llamada. Y ante la evasiva mirada de Andrew, guardo mi móvil en mi bolsillo trasero. Le toma un par de segundos observarme, pero apenas lo hace, dibuja una cortés sonrisa en el rostro. Ya no hay pizca de incomodidad en su persona o su postura.

—Lamento eso, era importante —me excuso, de todas formas.

Andrew le da un sorbo de su vaso de jugo de piña mientras sacude la mano, restándole importancia al asunto, y me guiña el ojo.

—No te preocupes por ello... —lo veo dudar un poco antes de opinar lo siguiente—: es un poco pesado el chico ¿no?

Su comentario me confunde. Sobre todo, porque no escuchó la conversación completa, solo mis respuestas. Y basándonos en eso, en realidad yo quedaría como la pesada. Aun así, sintiendo el buen humor en cada célula de mi cuerpo, decido tomarle el pelo y de inmediato, quito la sonrisa de mi rostro:

—Es mi hermano —anuncio con seriedad, y puedo jurar que su rostro pasa por toda la escala de grises antes de tornarse blanco bond—, es broma —repongo echándome a reír.

La sonrisa vuelve a su rostro y se levanta rápidamente para clavar sus dedos en mis costillas.

—¿Te crees muy graciosa, eh, chiquilla? —Inquiere juguetonamente mientras me hace cosquillas. Una vez más, las personas del establecimiento nos lanzan miradas molestas, pero no podría importarme menos.

Yo me parto de la risa mientras reparo mentalmente en cómo me llamó. Chiquilla. A la vez, me revuelvo en el asiento intentando deshacerme de sus manos o, aunque sea conseguir una forma de vengarme. Entonces, la silla se voltea y estoy a punto de caer. Andrew reacciona de forma rápida pasando sus manos por mi cintura y empujándome hacia su cuerpo antes que mi trasero choque con el piso. Quedo tan cerca suyo que puedo distinguir los finos vellos de su rostro (¿desde cuándo se deja la barba? Diablos, le queda muy bien).

Sus ojos, tan abiertos que posiblemente se le secará la conjuntiva, me observan con pánico. Debido a su expresión, no puedo evitar preguntarme si mis cejas están muy pobladas y ya debería arreglarlas, o quizás, se me pasó por alto un vello de mi bigote. Antes de poder descubrir de qué se trata, sus dedos se despegan de mi cintura con lentitud y él da un paso hacia atrás.

Bueno, ¿tal vez es mi aliento? Acabo de comer tacos, después de todo.

—Aunque no lo creas —musita— una chica nos está apuntando con su celular. Tal vez sabe que eres la vocalista de The Quantum Vault.

Giro mi mirada en dirección de lo que los ojos de Andrew encontraron, pero antes de poder dar con el objetivo, él me agarra de la mano y me jala suavemente para que camine consigo, hacia la puerta del local.

—Creo que será mejor que nos vayamos de aquí.

A pesar de tan apresurada salida, él se toma el tiempo de abrir la puerta del copiloto, y tenderme la mano para subir a su bellísimo auto. Mientras rodea el vehículo para ingresar al mismo, busco por las ventanas del local, a alguien de apariencia sospechosa. Y la encuentro. Es una chica de alrededor de quince años, me observa desde el otro lado del cristal, y tiene un móvil en dirección a nosotros. Lejos de sentirme cohibido por lo mismo, me siento halagada y no reparo en nada, antes de levantar una mano y dedicarle un saludo efusivo. Su rostro, contrario a mis expectativas, no se torna amistoso. Sólo abre los ojos con nerviosismo. Y ya. Eso es todo.

Andrew se sube al auto, y lo enciende.

—¿Disfrutaste de la comida? —pregunta con simpatía, echando un brazo por detrás de mi cabeza y girando el rostro hacia atrás para sacar el carro del parqueadero.

—Síp —respondo con los ojos pegados en sus grandes bíceps, que están muy cerca de mi cara. Y sin poder detenerme, mi atención se desvía a su rostro, en especial a sus labios entreabiertos en gesto de concentración. Casi al instante, él siente mi mirada, y me la devuelve. Eso es suficiente para hacerme entrar en pánico—. ¿A dónde vamos ahora?

No me pasa desapercibida la sonrisita que se le dibuja cuando lo pregunto. Saca el auto de su puesto con una increíble facilidad y salimos del establecimiento, antes de responderme:

—¿Recuerdas el viejo campus de nuestro colegio?

¿Cómo no lo recordaría? Cuando Andrew se graduó y nuestro colegio cambió de ubicación, tuve al menos dos meses de recurrentes pesadillas que sucedían en ese preciso lugar. Pero obviamente, en este instante, no tengo la más remota intención de mencionarlo.

Todavía tarareando una canción pegajosa en la radio, asiento escondiendo una mueca de incomodidad. No es algo que quiero recordar. Creo que él piensa que lo que en realidad oculté fue una sonrisa, puesto que alarga su mano en dirección a la mía, que se encuentra sobre mi muslo desnudo. El corazón se me sale cuando sus dedos se detienen a pocos centímetros de mí. Le toma otro segundo antes de decidirse y usar sus dedos como pinzas para pellizcar ambos lados de mi rodilla.

—¡¿Por qué me atacas?! —Me quejo entre escandalosas risas. Sin pensar en cómo reaccionará él, encojo mis piernas y las abrazo contra mi pecho, pisando el cuero del asiento.

—Te callaste de repente —responde él sin hacer ningún drama al respecto, afortunadamente—, ¿por qué?

—¿Estás diciendo que, por lo general, nunca me callo?

—No, no —lo conozco lo suficiente como para saber que mi ataque lo ha puesto nervioso. Creo que piensa que pudo haberme molestado, pero la verdad, mi comentario fue para jugar con él, nada más—. Sólo digo que te pusiste rara. Dime por qué tanto misterio.

Su mano reposa con ligereza sobre la mía, en mi pierna. Dibuja círculos sobre el dorso de la misma con su pulgar, lo cual me está poniendo muy nerviosa. El muchacho retoma su mirada hacia la autopista, como si aquel contacto no le provocara todo lo que me está causando a mí; mariposas en el estómago es lo de menos. Es más, la descripción que yo usaría sería distinta: nauseas. Siento nauseas.

De todas maneras, me esfuerzo por intentar relajarme y contestar con soltura:

—Nada, sencillamente recordé que allí fue donde quedé como estúpida porque tú no podías controlar tus encantos —me encojo de hombros, sonriente. Mis mejillas están tensas por la falsedad del gesto.

—Lo intentaba, pero es difícil ¿sabes? Controlar que las chicas no se desmayen por lo guapo que eres... —contesta con diversión, ajeno a la amargura que se esconde detrás de mis palabras.

—Vaya —es todo lo que puedo decir, percatándome de que el chico a duras penas me conoce. No me decepciona. Es natural.

—Sólo bromeo... —su voz se entrecorta un poco y la manzana de Adán se marca cuando traga saliva—. Sabes eso, ¿no?

No estoy tan segura, a pesar de que, hasta ahora, he notado que el Andrew que creí conocer en el colegio, jamás existió. Y honestamente, eso es un alivio. Ahora, el chico es simpático y agradable. Con cierto matiz de timidez y humildad detrás de sus comentarios, en lugar de arrogancia. Desprende unos aires de retraimiento cuando me habla, casi como si yo lograra intimidarlo de cierta forma. Y me encanta la sensación. La tensión se disipa de mi cuerpo cuando las siguientes palabras abandonan mis labios:

—Claro que lo sé, ahora se desmayan por mí.

Eso nos arranca una serie de carcajadas que logran disminuir la tensión en el ambiente por completo.

—Bueno, adivina a donde nos estamos dirigiendo ahora.

Estamos en la antigua carretera que va hacia mi casa... Y el viejo campus. Con bastante retraso, sus palabras hacen "clic" en mi cabeza. Pero el pánico no demora en aparecer:

—No lo harías —me incorporo con torpeza, pero decisión, buscando el destino al que se refiere—, ese lugar ha estado abandonado por años, no podemos entrar.

Por fortuna, el carro es alto, y yo bajita. Sólo por ello salgo ilesa. Caso contrario, habría sido víctima de un sonoro y vergonzoso cabezazo.

Me regala una sonrisa torcida.

—¿Estás segura de que no podemos entrar?

Andrew aparca su preciado Jeep a dos cuadras del decrépito edificio, en una calle totalmente desierta que lo único que tiene es polvo. Mucho, mucho polvo. Y que da paso a una preciosa vista en la ciudad que se encuentra en el valle sureño.

—¡¿Qué rayos quieres hacer?! —Susurro sin razón alguna, tampoco es como que mi voz se vaya a escuchar más que el propio motor del auto— estamos en propiedad privada, ¡podemos meternos en líos!

Pero él sencillamente amplía su sonrisa y se inclina hacia mí.

—¿Vienes conmigo? 

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top