El hombre que despertaba una vez al año
Existió una vez en el mundo, no se sabe con certeza cuándo, un peculiar —y extraño— muchacho llamado André que, como ningún otro, despertaba una vez cada año, sin excepción alguna; de ahí que, siempre que se llegaba ese día, lo festejaba como si fuera su cumpleaños. Era algo que iba mucho más allá de lo ridículo, si uno no lo comprendía. "Vago", le habrá dicho —y bromeado— más una decena de personas; en sí, era algo que no podía controlar, un fenómeno del que se dudaba —incluso— del mismísimo Dios. Todos habían considerado la idea de que era algo que él mismo ignoraba por completo. Era un muchacho de ojos color café, de tez clara —para su mala fortuna, solo podía tomar sol un día y eso no le ayudaba demasiado a su cutis, que en realidad era bonita, pero él quería que se le tostara un poco, al menos— y cabello marrón oscuro. Siempre parecía tener una mirada mucho más que triste, "lúgubre" era la palabra más adecuada que podía describirlo a la perfección, pues, el pobre tenía el más grande sufrimiento que alguien pudiera parecer o, al menos, eso era lo que creía él. Sin embargo, no sabía de qué cosa podía llegar a tratarse, no tenía ni la más mínima idea de por qué siempre que despertaba se sentía así.
Habían transcurrido ya un par de decenas de años de ese modo. Despertaba cada catorce de enero, se alimentaba —como lo haría cualquier otra persona, solo que una sola vez al año—, se sentaba y se ponía a reflexionar. Sentía un enorme vacío, como si no fuera capaz de experimentar —ni de poseer— algo que intuía que era más que maravilloso. Lloraba en silencio, ahogando sus penas y tratando de alegrarse de nuevo, vivía las pocas horas que le quedaban, pues —al fin y al cabo—, terminaría por quedar atrapado en otro de aquellos profundos —y eternos— ciclos de maldición, cuando el primer momento de la medianoche llegara.
Sufría de un sinfín de densas pesadillas, en las que notaba que su vida no tenía ningún sentido. ¿Por qué diablos seguir torturándose de aquella manera? ¿Por qué no quitársela la próxima vez que abriera los ojos? ¿Sería capaz de hacerlo la próxima vez que despertara? No, no sería posible, por el simple hecho de que tenía un deseo, un profundo anhelo, el hallazgo de eso que parecía haber perdido o que jamás había poseído. Era un sentimiento enorme, que no podría ceder ante nada. André creía que, mientras más enorme fuera su voluntad para lograrlo, más auténtico sería lo que sentía y más probabilidades tendría de alcanzar esa esperada felicidad.
Había sido durante uno de esos plenos veranos, un día tan único como lo era su propia existencia, cuando había podido hallar aquello que tanta falta le había hecho durante tanto tiempo. Sus párpados se abrieron con algo de lentitud, con cuidado para no hacerse daño, como solía sucederle si se apresuraba. Estaba decidido a afrontar un despertar más y "festejar" su cumpleaños. Desayunó y fue a la playa, para suspirar por sus penas y desdichas.
Una vez allí, sus ojos se agrandaron, se había emocionado tanto que sentía cómo las lágrimas luchaban por salir de su escondite, una vez más, como lo hacían cada vez que despertaba. Una hermosa muchacha de cabello largo, lacio y negro —de tez un poco morena por el sol— y ojos oscuros, como si se tratara de dos perlas negras, lo había visto y caminaba hacia donde se encontraba él. No la había reconocido en un primer momento, pero luego de unos momentos se dio cuenta de que se trataba de Lourdes, una chica que hacía años que no veía y por quien sentía cierta atracción. Él lo ignoraba, pero la muchacha se había marchado del pueblo durante varios años —de ahí que jamás la hubiera vuelto a ver en todos sus "despertares"—, aunque había regresado un par de meses atrás.
Le sonreía como nunca nadie más lo había hecho y, el pobre muchacho, a quien el corazón le había comenzado a martillear de forma fuerte y alegre, no pudo contenerse y lo hizo también; lo que admiraba lo había hecho feliz, puesto que siempre quería estar a su lado. A André le parecía que Lourdes era un nombre encantador y bonito, que iba acorde con el encanto de su personalidad.
—Me llamo Lourdes —comentó la chica, que pensaba que no la conocía y si lo hacía, había sido mucho tiempo atrás, antes de que su familia se tuviera que mudar por cuestiones laborales.
Por alguna razón, la muchacha le ofreció su mano y él la aceptó con mucho cariño y ternura. Caminaron el resto de la mañana —y toda la tarde—, por la playa; se quedaron sentados mirando el atardecer entre suspiros y susurros. Estaban enamorados, pues la chica se acordaba de él y siempre había guardado un lugar en especial en su corazón. Llegado el anochecer, sabía que no le quedaba demasiado tiempo para seguir disfrutando hasta que transcurriera casi un ciclo más completo.
—No me vas a ver por un buen tiempo —confesó André, de la manera más triste, que nunca podría abandonarlo. Creyó que comprendería que ya no quería verla y que, seguramente, lo abofetearía por jugar con sus sentimientos. La muchacha lo miró con algo de tristeza, confirmando lo que él había sospechado, sin embargo, intentando no acribillar su corazón antes de tiempo, hizo un esfuerzo y lo se lo explicó—: aunque parezca extraño y algo sacado de la ficción más loca del mundo, yo padezco de lo que se podría decir una "hibernación" prolongada. —Viendo que los ojos de la muchacha se dilataron, como quizá le hubiera ocurrido en alguna otra ocasión, como cuando nadie le creía, le explicó—: es una maldición qué quién diablos sabe por qué me tocó. Solo puedo despertar todos los catorce de enero de cada año.
El muchacho suspiró y le echó una mirada al mar. Sus ojos reflejaron una enorme tristeza, donde se podía apreciar el esplendor de su alma, si uno era lo suficientemente perspicaz para notarla. Se sintió mal porque tuvo la certeza de que la chica se levantaría y se iría sin más, pero André era un muchacho honesto y prefería que lo tildaran de rompecorazones a decir una sola mentira, a ocultar la verdad.
—Lo sé —comentó la chica, de una manera que había sorprendido al muchacho; él le dedicó una mirada llena de desconcierto, porque jamás había esperado que le creyera eso. La chica tomó su mano con una gran ternura y una envidiable calidez, y comenzó a frotarla con sumo cariño—, aunque quizás no lo sepas, por lo que te sucede, que es muy extraño, tu historia es bastante conocida en el pueblo y desde siempre sentí una gran atracción por ella, por el misterio que te engloba. Pese a que sabía esto, guardaba la esperanza que ya no te sucediera esto. Sin embargo, si me aceptas, estoy dispuesta a esperar todo el tiempo que sea necesario para poder reencontrarme con vos. Sos el amor de mi vida y lo sé desde antes que me tuviera que ir, lo supe desde el día que te vi deambulando por este mismo lugar, hace ya quince largos años.
Permanecieron en silencio un poco, admirando el cosmos y las estrellas esplendorosas que habitaban en él, como si hubieran sido creadas por un dios sin precedentes, que hubiese vaticinado que algún día llegaría ese momento.
Diez o quince minutos antes de que fuera más de medianoche, el hombre que se despertaba una vez al año, se puso en pie y la muchacha lo admiró en lo alto. Él le ofreció la mano y la muchacha la aceptó sin dudarlo. Tomó aquel precioso rostro moreno de la manera más suave que había imaginado; los ojos de la chica brillaron porque sabía que pronto llegaría el momento que más había anhelado durante toda su vida. La llevó hacia sí, Lourdes cerró los ojos, dejándose llevar por esa suave brisa de la marea, que había comenzado a soplar de repente; unos cuántos cabellos revueltos danzaron a la sazón que sus labios carnosos se encontraron con los de él y se produjo un hermoso beso.
Cuando ya les quedaban unos pocos segundos, André se inclinó sobre el cuello de ella y casi a punto de caer en sus brazos, la beso en el cuello de la forma más tierna que había deseado durante tanto tiempo. La muchacha se ruborizó, pero se aferró a él con mucha ternura y lo abrazó, rodeando su cintura con una mano y su espalda con la otra.
—Te he estado esperando toda mi vida y puedo decirte que ha valido toda la maldita pena —Los ojos del muchacho comenzaron a hacérseles pesados como nunca, aunque había luchado consigo mismo para retrasar lo inevitable todo el tiempo que pudiera. Luego, le dijo, mitad despierto, mitad dormido, un poco hablando y otro tanto balbuceando—: sos hermosa y le acabas de dar hermoso un sentido, un gran significado, a mi vida. Me otorgaste una razón para seguir viviendo y sos mi tesoro más preciado. Te amo, Lourdes.
Los párpados del muchacho se cerraron sin más, sin embargo una tierna sonrisa se dibujó en su rostro, porque ahora podría descansar con un sueño que sabría que se cumpliría la próxima vez que despertara. Su cuerpo se hizo pesado de repente y su novia lo atajó, haciendo un poco de esfuerzo.
—Descansa, amor —Lourdes le susurró de forma cálida; luego, le dio un bonito beso en la frente, luchando para que unas lágrimas permanecieran en su lugar—, voy a estar contando los días con ansiedad y, la próxima vez que despiertes, voy a estar a tu lado. Te amo, André.
Cuenta le leyenda que, casi un siglo más tarde, se halló en un castillo remoto de un lugar desconocido, la foto de una mujer y de un hombre que corresponde a ellos. En esta se puede apreciar que estaban casados y que eran felices como nadie. Afirman que, si uno miraba el dorso de la foto, se podía leer: "14 de enero de mil novecientos veintiocho. Con todo nuestro amor, Lourdes y André".
FIN
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