Amiga del cielo


Yo deambulaba solo, a lo largo de esa extensa calle que es la vida, tan llena de obstáculos que, en ocasiones, se me hacía tan difícil poder avanzar. Aquellos fueron días muy oscuros para mí, había perdido a toda mi familia y yo no parecía importarle a nadie. Estaba desesperado, había comenzado a experimentar con la droga y, al poco tiempo, me volví adicto de una forma terrible.

A veces robaba solo para poder saciar mi obsesiva necesidad y no tardé en caer en aquella interminable depresión, que me acosó durante tanto tiempo. Cuando parecía que me podría empezar a recuperar, caía más bajo, en algo oscuro que parecía no tener fin. Luego pensé en tomar aquella decisión, no solo por mí, sino por el bien de todos. Caminaba para llegar al lugar donde había planeado que lo haría y veía —con bastante nostalgia encima— cómo las marchitas hojas otoñales se desprendían de los árboles —y caían en el lago de la costa— sin remedio, como si fueran cosas muertas que ya no tienen más esperanza.

Pero cuando me encontraba allí, arriba de ese puente —dispuesto a hacer aquello tan terrible—, admiré que había alguien ahí mismo, sus celestes ojos miraban hacia el agua. Su rostro era tan claro que me impresioné enseguida; una gran tristeza podía percibirse en este. Por alguna extraña razón, lo noté muy parecido al mío. No podría decir, con toda seguridad, de qué se trataba, tal vez era por su negro cabello largo, aunque el mío era corto; sus ojos parecían dos esferas preciosas que brillaban como ningún otro, tan oscuros como el azabache. Luego —con algo de lentitud—, su mirada se desvió hacia mí. Me observaba con mucha ternura, tristeza y compresión; me di cuenta de eso de inmediato. Yo entendí al instante, como si me hubiera hablado, que lo que estaba a punto de hacer era algo equivocado, así que dejé a un lado la piedra, me arrodillé y deshice el nudo que me ataba a aquel oscuro —y terrible— destino. Cuando volví a incorporarme, ella había desaparecido, pero sentí una corriente de viento que pasó a mi lado y que me había hecho tiritar de frío.

—Yo soy tu amiga —me susurró, de una manera tan suave como jamás hubiera creído posible, una voz. Me di vuelta para verla de nuevo y vi que se volvió más blanca, hasta hacerse casi transparente y desvanecerse, poco a poco, ante mis perplejos ojos—, siempre lo he sido.

Luego de haber decidido no hacer aquello, mi vida comenzó a recuperar su equilibrio de a poco; logré volver a ser una persona estable. Aunque no tenía a nadie conmigo, desde que había visto aquella aparición, nunca jamás volví a sentirme sólo. Mis días comenzaron a mejorar de a poco; lo primero que pude dejar fue lo más egoísta y cobarde que hacía, que era robar; luego, logré tener un amor propio mucho más grande y dejé las drogas, cosa que puede considerarse como un milagro. Con el paso del tiempo, obtuve nuevas y grandes amistades, que ni en un millón de años puede compararse con la compañía que —antaño— tenía. Ellos me alegraron todos y cada uno de mis días. Conocí a una mujer con la que fui muy feliz, con quien tuve una hija preciosa. Juntos le inculcamos los valores más nobles que se puedan pensar; con ellas logré tocar el cielo con las manos.

Pero ahora, se acerca —a un ritmo acelerado— mi fin y solo un rostro viene a mis memorias, a mis recuerdos. Estoy dispuesto a agradecerle al rostro tan claro —como puro— de aquella chica de pelo largo y negro, que es tan bello como esos preciosos ojos, a mi ángel guardián, que logró lo imposible al hacer que yo cambiara de parecer y no cometiera aquella locura de la cual me arrepentiría, con toda seguridad. Ahora que me encuentro en mi lecho, la vista se me nubla y unas lágrimas de felicidad se asoman por mis ojos y comienzan a recorrer —de lerda manera— por mis mejillas. Les dedico una tierna sonrisa a quienes me rodean y alzo en alto mis brazos, en dirección hacia cielo, para que venga por mí.

—Soy tu amiga, siempre lo he sido —me pareció percibir, justo un instante antes de que mis párpados se cerraran para siempre.


FIN

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