Capítulo Veintiocho
Sintiendo como se le encogía el corazón con cada paso que daba, Harding entró rápida y estrepitosamente a su casa.
Charles fue la primera persona que lo vio.
-¿Dónde está?- dijo seca y duramente.- ¿Dónde está mi mujer ?- preguntó mientras agarraba con desesperación las solapas de la chaqueta de su mayordomo.
-En... en la biblioteca, señor .- dijo este contrariado al verlo.
La mente de Harding, después de pasar meses torturada por las atrocidades de la guerra y la preocupación por Cristal, no estaba lo suficientemente lúcida como para percatarse del revuelo que su llegada había causado.
Todo el personal había corrido a darle la bienvenida y había detenido de golpe su carrera al verlo.
El siempre impecable, intachable e indescifrable duque, llevaba la ropa llena de barro y mojada por la lluvia torrencial que estaba cayendo.
Pero aún así era visible lo desgastada que esta estaba y lo holgada que le quedaba.
Como probablemente le quedaría toda la ropa que le aguardaba en su armario pues estaba delgado, muy delgado.
Y no sólo eso.
También tenía el pelo demasiado largo, la barba terriblemente descuidada y la cara demacrada, con alguna que otra nueva cicatriz y ojerosa hasta tal punto que parecía llevar meses o semanas sin dormir.
Pero eso no era lo peor, no.
Lo que los dejó tiesos en su sitio fue la desesperación que vieron en sus ojos.
Aquel no era el señor que los había dejado meses atrás.
Aquel no era ni la sombra de ese hombre.
Sí, era la tercera vez que había vuelto de la guerra, pero en nada tenía que ver esta con las anteriores.
Todos sabían que la cruzada contra Napoleón había sido terrible para el ejército, pero no se dieron cuenta que tan dura había sido hasta que vieron los estragos causados en Harding.
Todos observaron como caminaba con grandes zancadas hacia la biblioteca preguntándose apenados y preocupados como siquiera podía seguir caminando.
La repuesta a esa pregunta era fácil.
No se detenía ahora por lo mismo por lo que no había cedido ante la miseria vivida y las atrocidades vistas en el campo de batalla.
Por ella. Por Cristal. Su Cristal.
Tenía que volver a verla y saber que estaba bien.
Pues si era así, y sólo así, todo lo que había luchado los últimos meses para no sucumbir a la desesperación y todo lo que habían sufrido, él y sus amigos, todo daría igual.
Si ella estaba bien... para él todo habría valido la pena.
Y tenía que estarlo.
Tenía que estarlo porque él, que siempre había estado solo, que se había jactado una y otra vez de no precisar de nadie, la necesitaba loca y desesperadamente.
No.
No, después de lo vivido, no podría continuar solo, no sin su apoyo.
Tenía que haber llegado a tiempo.
Ella tenía que estar viva aún.
Tenía que estarlo.
Angustiado y ansioso, Harding se detuvo un instante delante de la puerta de la estancia y, sintiéndose más vulnerable que nunca en toda su vida, suspiró y se adentró en la habitación para comprobar lo que había dentro.
Cuando la hizo, su corazón se detuvo.
Allí estaba Cristal, su mujer, con una sonrisa en los labios que podía ver aunque estuviera de espaldas a él, el pelo suelto, descalza y enfundada en un bonito vestido verde que tenía arremangado en un brazo en un intento por lograr, con mayor rapidez y eficiencia, su objetivo; subirse a la estantería y alcanzar un libro que estaba muy alto para ella.
Impávido y consternado, el duque cerró suavemente la puerta tras de sí, se aproximó a ella y extendió los brazos preparado para cuando ella cayera. Tardó exactamente diez segundos.
Cristal maldijo para sí cuando notó que su pie resbalaba.
Ella, una mujer embarazara de ocho meses.
¿Qué demonios hacía subida a una estantería?
Enfadada consigo misma por su tontería, se protegió el vientre con las manos en un vano intento de refrenar el impacto de la caída que, desde tan poco altura, lo único que le provocaría sería un dolor en sus posaderas durante tres día que le recordaría que debería de haberle hecho caso a Harding.
Menos mal que, al menos, no estaba allí para verla caer y reprenderla, se dijo.
Aunque ojalá que lo estuviera.
Resignada a recibir un merecido castigo por su insensatez, Cristal cerró los ojos preparándose para un impacto que nunca llegó.
Alarmada, volvió a abrirlos rápidamente y, en el proceso, se encontró, al fin, con los de su marido.
Cristal sintió como su corazón se saltaba un latido.
Estaba aquí, se dijo intentando interiorizar este hecho de la forma más tranquila posible.
Pero, y sin poder evitarlo, comenzó a sollozar.
-¡Has vuelto! - le dijo incrédula mientras le acariciaba la mejilla temerosa aún de que fuera un sueño.
Harding la dejó suavemente en el suelo y Cristal, creyendo que era un intento por alejarse de ella, apoyó sus dos manos en su pecho para asegurarse de que seguía ahí a su lado y de que no se apartaba ni un milímetro de ella.
Algo de lo que por cierto, no tenía por qué habers preocupado, pues Harding no se movió.
No la abrazó. No dijo nada. No mostró nada.
Estaba totalmente congelado en el sitio.
Pero Cristal estaba demasiado emocionada por su vuelta como para darse cuenta.
-Tenía tanto, tanto miedo de que algo te pasara... Tus cartas dejaron de llegar en marzo. Todos pensaron lo peor, pero yo me negué a hacerlo. No podías estar muerto, me negaba a creerlo y por ello nunca perdí la esperanza a pesar de lo mucho que insistieron en que debía empezar a pasar página y a... y... mírate ahora, estás aquí... aquí conmigo...- Cristal, quién paró de hablar progresivamente por qué la emoción no la dejaba continua, se dio entonces de cuenta de que la mirada de su marido hacía tiempo que se había apartado de sus ojos y se encontraba totalmente concentrada en otra cosa.
La enorme en barriga que los separaba .
-Ah ... eso... yo ... verás, no quería decírtelo porque ... esa amiga embarazada ...en realidad ...lo de los nombres ... Yo... ¿Sorpresa...?-balbuceó hazorada.
Durante unos instantes, su marido permaneció tan impávido como hasta el momento, pero después...
Un nudo se formó en la garganta de Cristal cuando vio como Harding se arrodillaba lentamente delante de ella, como si hubiera perdido todas las fuerzas que le permitían estar de pie.
Pero no fue hasta que él colocó ambas manos temblorosas a más no poder sobre su barriga e, instantes después, la frente, que Cristal comenzó de nuevo a llorar consternada.
A sus dieciocho años y después de tantas experiencias vividas ya, siempre había pensado que nada la podría volver a sorprender o escandalizar a esas alturas.
Pero su soberbia calló al suelo y fue vapuleada cuando vio con el corazón en un puño como su marido, aquel que nunca mostraba lo que en verdad sentía, aquel que nunca sonreía ampliamente o con la más mínima alegría, que nunca perdía la calma, que con tanta tranquilidad, diligencia e ironía se tomaba todo, aquel que le decía todos los días te amo con los ojos pero nunca en palabras por temor a expresar algún sentimiento, el que fuera, en voz alta... comenzaba a llorar fuerte y desconsoladamente en unos sollozos desgarradores que se le clavaron en el alma.
Con las lágrimas aún rodándole por la mejillas, Cristal le acarició el pelo en un intento por consolarlo y, cuando este se apartó de su barriga y lloró aún más fuerte escondiendo, avergonzado por verse sobrepasado por sus emociones, su cara entre sus manos, se arrodilló ante él con esfuerzo pero con una sonrisa en la cara, se las retiró del rostro y tiró de él hacia sí.
Cristal sintió como su pecho se contría de dolor al notar la desesperación con la que él, su jasta entonces inalcanzable y distante marido, le devolvía su abrazo.
-Ya estás a salvo.- le repetió y se repetió a sí misma una y otra vez durante una cantidad de tiempo incalculable mientras le acariciaba su espalda de arriba abajo. -Estás de vuelta. Estás aquí. Conmigo. Todo ha acabado. Ya estás en casa.
En casa.
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