Capítulo 63:
Raymond estaba nervioso con todo su ajuar de estreno, uniforme, lonchera, y mochila exclusivamente creada para el pequeño príncipe de los Mulroy. Al ingresar a su aula educativa se mostró un poco tímido, pero pronto demostró su valentía y logré despedirme con tranquilidad, por fortuna el maestro que le había sido asignado tenía un ángel enorme con los niños, era joven y se expresaba con ternura con los pequeños recién ingresados.
—Bienaventurada sea, Madame Mari —una voz conocida me hizo brincar desde donde estaba espiando a mi pequeño.
—¡Motka! Cuánto tiempo sin verte.... —abracé al intelectual de la familia agradeciéndole que aceptara el puesto de director—. Te debo mi tranquilidad, me siento más segura contigo guiando esta escuela.
—Gracias a tu infinita bondad, mi estimada tía. Descubrí que esta labor me encanta, estoy fascinado con este empleo, y todo gracias a mí Marinilla.
—¿Qué dices, tonto? Tú eres un genio de las bellas artes, ¡mereces la silla municipal más que mi marido!
—Oh, amable prima caída del cielo. Le imploro que jamás pronuncié en voz alta semejante sacrilegio frente al alcalde Mulroy, él me retará a duelo por su honor perdido —no pude evitar reír de su hilarante comentario, pero la presencia de una mujer mayor invadió nuestra atmósfera familiar.
— ¿Quién es usted, señora?
—Buen día, madame. Permítame presentarme; soy la supervisora del correcto comportamiento dentro de estas sagradas instalaciones, y dudo que usted haya leído las normas educativas de esta honorable institución. En primer lugar, tales escotes femeninos no son permitidos para una mujer casada de su categoría, y mucho menos fuera de esta privilegiada escuela.
—¿Qué dice? ¿Usted sabe quién soy yo, señora supervisora? —Ofuscada me acerqué un poco a la detestable mujer.
—Por supuesto, usted es madame Mari, la esposa de nuestro ilustre alcalde Mulroy. Y con más razón, por portar un cargo tan importante sobre su juvenil cabeza debería obligarla a memorizar las reglas de convivencia cívicas de este honorable pueblo, las cuales no contemplan semejante vestimenta tan escasa de decoro.
—No se preocupe, señora... En este preciso instante le enseñaré lo que es capaz de hacer una mujer escasa de decoro —furiosa me lancé encima de la grotesca mujer para arrancar su cabello del cráneo por grosera.
—¡Honorable damisela política! Por favor guardad la calma, ¡parad! —Las advertencias de Motka no menguaron mi enojo.
—¡¿Dulcinea...!? ¡¿Eres tú!? —Pero la voz de Misha sí, me quedé paralizada cuando escuché al doctor—. Marina...
—Oh... Hola, Mish... —muy nerviosa me aparté de la supervisora, había vuelto a cambiar de vestuario, arreglé la falda de mi vestido y corregí mi peinado, estaba avergonzada de mis actos—. Disculpe mi imprudencia, doctor Mulroy.
—¡Marina! Al fin regresaste...—boquiabierta observé a Misha correr a mi encuentro, me mantuve inmóvil mientras permanecí prisionera entre sus musculosos brazos, era él y estaba a mi lado.
—Me alegra darme cuenta que no has cambiado nada... Sigues sin medir la fuerza de tus músculos, no respiro... —la montaña de carne que no tuve el placer de ver durante un año se apartó para inspeccionar mi figura meticulosamente, de pies a cabeza me barrió con la mirada, observó a su hermano y a la supervisora, luego sujetó mi muñeca para arrastrarme a la salida de la escuela—. ¿Mish...? ¿No crees que esto es algo bastante imprudente? Alec me envió con una tropa de soldados...
—Me vale una mierda, Dulcinea. Tu y yo tenemos una plática pendiente... Y esta vez nadie va a interrumpirnos —sentenció el enorme médico dirigiéndose al portón principal—. Me enteré de lo que ocurrió con la anterior rectora de esta escuela por tu causa, ¿por qué discutes con esa mujer ahora?
—Criticó mi vestido... Dijo que estaba falto de decoro y moral... —llegamos junto a su carruaje, lo reconocí por las iniciales que mostraba la puertecilla lateral, tomó mis manos y me observó con intensidad—. Las personas de este pueblo siempre juzgan mi ropa, me hacen recordar a ti. ¿Qué esta mal en mí para ustedes?
—¡TODO! Ese escote no es adecuado para una mujer casada, Marina. Puedes atraer miradas lascivas de los caballeros, ¡un hombre desesperado como yo! —Misha me empujó dentro del coche y caí en el asiento de cuero, se montó y quedé atrapada entre su inmensa musculatura, era un rinoceronte gigante y me estaba asfixiando—. No puedo más, dulzura... Necesito tenerte ahora mismo.
—¡Mish no! ¡NO! —Pero el gigante médico no me hizo caso, levantó la falda de mi vestido buscando penetrarme y tuve miedo por mi bebé, era más fuerte que yo y logró someterme fácilmente, apreté los ojos llena de temor—. ¡Estoy embarazada de tu tío! ¡Por favor no me fuerces a follar contigo!
—¡¿Qué!? —Los ojos azules del doctor, unos ojos similares y a la vez distintos a los de mi esposo, se llenaron de dolor, una rabia profunda, logré percibir su enojo, elevó el brazo por encima de mi cabeza y lanzó un golpe en el asiento de cuero—. ¡Maldita sea!
—Lo siento... —temblando me incorporé cuando el gigante se bajó de mi cuerpo para dejarse caer en el césped, estaba impactado con la noticia—. Es mi segundo hijo que tendré con el amor de mi vida, este niño es lo más preciado que tengo y lo voy a proteger con mi propia vida de ser necesario...
Unos raros balbuceos escapaban de su garganta mientras hundía sus temblorosos dedos en su larga cabellera, luego un silencio sepulcral se apoderó de todo el trayecto, no me atreví a preguntar a dónde me estaba llevando, pero grata fue mi sorpresa al descubrir la fachada del lujoso consultorio de Lemus.
—Quisiera creerte, Dulcinea. Lo juro, pero me has mentido demasiadas veces para encubrir a ese maldito criminal por el que me cambiaste —pronunció con elevado asco, entramos en silencio al recinto médico y por la expresión del Nikiforov logré deducir que el anciano no tenía idea de nuestra inesperada visita.
—¿Hijo, qué haces aquí? —Lemus soltó la lupa con la que leía un libro grueso—. ¿Y por qué te acompaña Marina? Misha, será mejor que evites inconvenientes con Ali...
—Esos malditos inconvenientes que mencionas tu mismo jefe los comenzó —Misha observaba el consultorio con cautela mientras se quitó el saco, me señaló la camilla con una expresión seria—. Permíteme usar tu máquina de ecografía, suegro. Quiero verificar un prodigioso embarazo de un alcalde homosexual, será un divino milagro en esta familia.
—Oh, Misha... Marina está embarazada, doy fe de ello... Detente, esta guerra solo te traerá más tormentos, muchacho.
—¡Tú no entiendes nada, Lemus! ¡Nadie entiende mi dolor! Ni siquiera tú, amor... —me quedé inmóvil dejando que el doctor hiciera su revisión, prendió la aterradora máquina, esparció gel por mi vientre todavía plano, y comenzó a buscar a mi bebé—. ¡Mierda...! ¡NO! ¡NO...! ¡NO! No es posible, ¡es imposible!
—¿Misha...? Por favor cálmate....
Guardé silencio viendo llorar al hombre que alguna vez fue mi primera ilusión de amor, no encontré las palabras adecuadas para calmar su llanto, en primer lugar él se estaba comportando como un loco enamorado en el mismo consultorio de su suegro, padre de su esposa. Todo era complicado en esa familia de rusos dementes. Me bajé de la camilla, corregí mi vestido y me despedí de Lemus.
—Gracias por atendernos, Lemus. Creo que es tiempo de volver a mi casa, Alec me debe estar esperando, y no quiero que los problemas entre ustedes vuelvan a comenzar por mi causa. Adiós, Misha. Espero verte en la fiesta de anuncio de mi hijo —caminé a paso lento en dirección de la puerta.
—Marianne está viva —cada sílaba de esa frase me dejó paralizada, mis ojos se inundaron de llanto.
—¿Marianne...? ¿Pero qué locura estás asegurando? Misha, por favor...
—¡La hija de Malcom está viva! —Misha caminó a mi encuentro, sujetó mis hombros enfrentando mis peores temores—. ¡Tú hija nunca murió y Lemus lo sabe perfectamente! Todo lo que dijo Malcom es verdad, ¡él le entregó a la bebé a mí tío con vida!
—¡¿Muchacho impertinente, qué estás haciendo!? —Protestó el anciano médico, y mi cuerpo comenzó a temblar aparatosamente.
—¡¿Qué...!? —Mis latidos cardíacos retumbaban en mi pecho en la misma sincronía de mi llanto—. Por la memoria de mi padre, Lemus...—me costaba hablar, mi pecho ardía—. ¡Merezco saberlo!
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