IV.

Las risas de la multitud al contemplar el paisaje encendieron su sangre de furia.

Sus voces no pasaron desapercibidas sin importar cuanto intentó ignorarlas. De no haber sido por los grilletes en sus muñecas, hubiera cubierto sus oídos en un patético intento de evitarlas. Más seguiría siendo inutil. Los murmullos de esos bastardos se plantaron en su cabeza como semillas en tiempos de cosecha.

La imagen del héroe caído les llenó de regocijo. Sí, unos verdaderos bastardos.

En ese momento, contemplando la vista de los poderosos avaros entre los barrotes, Katsuki se arrepintió por primera vez de su estilo de vida.

Olvidó por unos minutos la voz del cuestor, quien, tras sacarle de la jaula y exhibirlo ante la multitud, gritaba eufórico en busca de la mejor oferta por el joven de ojos carmesí. Rememoraba una y otra vez los eventos que lo llevaron a ese castigo.

Las fuertes manos de los soldados de la familia lo despertaron entre sacudidas furiosas. Sin importar cuanto forcejeara contra ellos, las filosas armas de sus enemigos les proporcionaron ventaja, la imponente fuerza de Katsuki no parecía ser suficiente.

Pero el joven guerrero no sabía que el verdadero motivo de su derrota yacía en algo mucho más supremo.

Desde lo más alto del cielo, donde sus brillantes ojos no alcanzaban a ver, los dioses arremetían contra el benevolente joven con estrellas en sus mejillas. Ignoraban los alaridos desesperados del chico rogando perdón por sus acciones. Más era demasiado tarde, la línea había sido cruzada al permitir que un humano profanara su cuerpo.

Debían deshacerse de Katsuki.

Con ello en mente, las fuerzas otorgadas al beber las lágrimas del Dios años atrás le fueron arrebatadas momentáneamente. Los soldados de los Todoroki no necesitaron de más armas para contenerlo, otorgándoles a sus amos al héroe caído a sus pies.

No se contentaron con eso.

Pidiendo el favor a los comerciantes de su confianza, armaron en pocas horas una subasta de esclavos. El resto de los compañeros del rubio no contaron con su misma suerte, cayendo en las manos de un sucio bastardo que no tardaría en arrojarlos a luchar en coliseo. Tiempo después se enteraría de que murieron en batalla, todos y cada uno de ellos.

Sin embargo, incluso sin conocer el destino de los que habían llegado a ser para él más que simples aliados, su panorama era sombrío. El aroma a sudor y tierra de quienes le rodeaban era insoportable, y las cadenas de metal en sus muñecas y tobillos quemaban mucho más que tan sólo su piel.

—Oh, ¡tenemos un comprador muy generoso! —sonó repentinamente la voz del cuestor, quien luego se volteó hacia él, señalándolo con las manos como quien presenta una mercancía—. ¡No se olviden de que este es un esclavo especial! ¡Una reliquia! ¿Ven ese color tan claro en sus cabellos, ese brillo de sangre en sus ojos y la complexión tan recia? ¡Diríamos que es el último descendiente de una raza perdida! ¡De los atlantes! ¡Una verdadera antigüedad! ¡Vale por lo menos el doble que cualquier otro esclavo!

Sus dientes crujían por la impotencia al escuchar los aplausos de la muchedumbre, los gritos que aclamaron cuando la subasta finalizó y su cuerpo fue vendido. Por un minuto, se resistió a levantar su rostro y afrontar la realidad que le había tocado. Mas se negaba a permanecer como un cobarde. Por lo que, levantando su rostro con esa mirada tan feroz por la que su nombre era temido, hizo temblar a la multitud por última vez antes de sellar su destino.

Sintió como todas la fibras de su cuerpo se congelaban al reparar en un par de ojos.

Grabó a fuego vivo la imagen de esos fríos ojos que lo observaban con desprecio. Vestido con las más finas prendas, el joven líder de la familia de los Todoroki sonreía al ver su expresión. Katsuki maldecía una y otra vez al dueño de aquella mirada. Observó con detenimiento la mano revestida de prendas firmando un pergamino. La tinta que bañaba el papel tenía más valor que toda la sangre que había derramado en batalla. Le fue imposible detener el amargo trago de saliva que recorrió su garganta.

La compra estaba hecha.

Empuñó sus manos al sentir las cadenas liberar sus muñecas y sus piernas. Mordió sus labios impotente, pensando en sus probabilidades para escapar de su situación. Era lo bastante inteligente para saber cual era la respuesta: Cero. Lo había presenciado tantas veces, engañarse dejó de ser opción.

—No te atrevas a infringirte daño —ordenó una voz grave al notar la sangre escapar de sus labios—. Ahora eres de mi propiedad. No me gusta la basura descompuesta.

Evitó con todas sus fuerzas aventarse y plantarle un golpe en la cara, defenderse, pues sabía que era inútil. Bajó de la plataforma de venta para encontrarse cara a cara con su nuevo dueño. Éste no le replicó por no arrodillarse o saludar como es debido a su nuevo señor. En su lugar, pidió a uno de los guardias volver a encadenar sus muñecas y llevarlo consigo.

—Andando, Katsuki.

Sintió su cuerpo crisparse al descubrir su nombre en esos labios. El nuevo esclavo caminó contra su voluntad tras su ahora amo. Decidió permanecer dócil hasta tener menos guardias alrededor. Podría contra ellos con sólo una espada sin importar cuantas armas poseyeran. Pero ahora estaba desarmado, encadenado, y semi-desnudo. Las condiciones no eran las más aptas para un ataque.

De ese modo, la leyenda del majestuoso guerrero murió, trayendo consigo la triste historia del esclavo Katsuki. La tragedia se regó por toda Grecia, cruzando mares y tierras hasta llegar a lo más alto del cielo.

Allá arriba, donde los dioses se regocijaban al ver a ese humano pagar finalmente por sus actos, los llantos del inconsolable Izuku eran ahogados por todos los cantos de celebración.

Un dolor retumbaba en su pecho con cada latir de su agobiado corazón. Deku soltó pesados sollozos sin temor alguno al castigo. No le importaba. Ni siquiera el electrizante rayo de Zeus arremetiendo contra su ser podría causarle un daño como el que estaba viviendo.

La imagen de su amado encadenado en esa jaula era una que le perseguiría por toda la eternidad. Jamás, en todos los años que observó a Katsuki, vió mirada tan herida morando sus ojos. Tan sólo fueron unos segundos, pero habían sido más que suficientes para sentir su terrible desamparo.

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