III.

—Es todo.

El veredicto dictado estaba, irrevocable. El contacto con los humanos le fue removido, le fue vetado. El bendecir o escuchar plegarias negado quedó. Ya no más.

Beber las lágrimas de un Dios concedía dotes, pero éstos debían ser ganados conquistando los diferentes desafíos.

Para los demás habitantes del Olimpo, para su padre, Bakugou jamás conquistó nada.

Su monte, aquel montículo de colores cobrizos, sauces llorones y pasto de terciopelo, fue removido de la faz de la tierra. Y la muerte lenta para un Dios comienza cuando le dejan de venerar...

El precio por haber "ayudado" al rubio de ojos cuál puesta del sol, debía ser pagado por ambos. Izuku, conocido por los mortales como Deku, se limitaría a observar mientras Bakugou era bendecido con los poderes del Dios a quien se había consagrado, pero debería limitarse también a tan sólo mirar mientras dicho poder le consumía hasta extinguirle...

Unas marcas rojas brotaron sobre la piel del mortal, como tatuajes, a modo de advertencia de la maldición que ahora era parte ineludible de su vida.

Katsuki fue encontrado días después, inconsciente, sobre el terreno ancho y plano que se extendía en lo que antes había sido una montaña que se erigía por encima de todas las demás. Los que lo encontraron lo adoraron, llegando a la conclusión de que él debía ser nada más ni nada menos que la encarnación del sublime montículo de tierra ahora desaparecido.

Abriendo los ojos por la molesta luz brillante del astro rey, Katsuki sintió que la carne le ardía. Al mirarse a sí mismo, descubrió unas vívidas marcas rojas como lava zigzagueando sobre sus brazos, quemando hasta por debajo de la piel como si se enredaran entre sus músculos. En ese momento supo que el cosmos y él ya eran parte de un todo majestuoso.

El poder era suyo.

Testigos de aquel suceso, los mercenarios que le encontraron, a dudar no se atrevieron. Lo tomaron como líder, pues habían acudido a aquel lugar en búsqueda de poder y efectivamente lo habían encontrado: El poder había encarnado en un hombre.

El grupo de guerreros le ofreció todo lo que nunca tuvo. Amigos, poder, aventura... pero, mientras más tiempo pasó con ellos, más evidente se fue haciendo que todos llevaban una pesada carga a cuestas.

Todos odiaban.

Fue una noche frente a una fogata caliente y alta que los muchachos le contaron por turnos sus historias. Kaminari fue el primero, contándole cómo la famosa familia de los Todoroki le había arrebatado a su hermana y había dejado a sus padres en la miseria. Kirishima relató cómo las tierras que habían pertenecido a su progenie por generaciones fueron injustamente arrebatadas. Sero, por otro lado, un chico de sonrisa amplia pero con una notoria cicatriz atravesándole uno de los ojos, había sido atacado mientras viajaba por uno de los grupos de los Todoroki, sin más motivo que el de robarle. Como si no fueran suficientemente ricos ya.

—Básicamente, hacen ese tipo de cosas porque pueden —había finalizado Kirishima, luego de que todos los miembros del grupo terminaran con sus historias. Todos tenían pesares similares y, cuando las palabras se acabaron, Katsuki notó las miradas expectantes sobre él.

Supo inmediatamente lo que querían.

Venganza.

Y él, tan apegado como estaba ahora a este grupo, al grado de que sentía las injusticias cometidas contra ellos como si las hubiese vivido en carne propia, accedió.

Se vengaría de los Todoroki. Esos malditos probarían un poco de toda esa fuerza que corría veloz y ciclópea por cada arteria de su cuerpo.

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—Deja de verlo, Izuku —le rogaba su hermana, la diosa de la belleza y las artes.

—No lo estoy viendo, sólo son mis pupilas siguiéndole a todos lados...

Su hermana suspiró tres veces, cansada ya de repetir la misma cantaleta todos los días desde que le fuera impuesto el castigo.

El Dios no se perdía un sólo detalle de la vida de aquel mortal. Sonreía cuando el humano ganaba una pelea, se preocupaba por las heridas que le provocaban, y le observaba con una mirada llena de constelaciones por crearse, una pasión irrefrenable estallando dentro de aquellos ojos esmeralda.

Ella comprendía bien lo que Izuku todavía no ponía en palabras. Y sabía que esos romances estaban prohibidos en el Olimpo, no por ser mal vistos, sino porque habían llevado a tantos dioses a la mortalidad, que ahora el castigo no era más que un mero capricho por proteger a los pocos hijos inmortales que quedaban.

Ella nunca creyó que eso fuese posible, más su pensar cambió cuando varias veces sorprendió a su hermano bajando a ayudar al mismo humano: Siempre tomaba distintas formas, logrando pasar desapercibido y silencioso para el muchacho rubio. Y bajo esas formas le había hecho infinidad de favores, como proveerle de comida, curar sus heridas, indicarle el camino correcto e incluso aconsejarle, dejando siempre en desventaja a los enemigos de éste.

Su hermano se estaba autodestruyendo.

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Las hazañas de Katsuki Bakugou se expandían con la brisa de la mañana, tocando cada ciudad, cada puerta, cada corazón. Su heroísmo y fuerza bruta en batalla atrajeron a una oleada de gente que solicitaba sus servicios. Todo era tal como el grupo de guerreros lo había planeado, pues sabían que, al hacer tanto ruido, inevitablemente terminarían atrayendo la atención de los Todoroki.

Con el tiempo, la idea de la venganza contra los Todoroki fue tomando más fuerza, volviéndose más palpable. Y Katsuki casi podía saborear la sangre noble corriendo por el filo de sus espadas. Casi podía visualizar a sus flechas desgarrando los trajes de finas telas, tiñéndolos del dulce color carmesí, merecido por el daño que a tantos habían causado.

Un intercambio justo y necesario.

Su plan consistía en que los Todoroki finalmente se sintieran tan interesados por ellos que terminaran por desear contratarlos. Y una vez así, desde adentro, podrían por fin derrocar a esa familia de tiranos.

Fue así que, tras largos meses de lucha y de acumular logros y fama, finalmente aquella aberrante familia los invocó ante su presencia.

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Los Todoroki llegaron como pelasgos de élite, ataviados en las más caras vestimentas, montando a los corceles de mejor raza y portando las armas de los mejores metales. La disminución del peligro de guerra hizo que la importancia del poder del rey se desplazara y que fueran otros aspectos de la vida imperial los que tomaran trascendencia.

La tierra no fue su único método de hacerse ricos. Como comerciantes hicieron temblar los cimientos de la oligarquía aristocrática.

Pues ésta fuerte familia de orígenes helénicos y raíces espartanas no sólo comerciaba, también lideraba a los mercenarios jonios. Ellos tenían nuevos sistemas de lucha, asentados en la falange, una unidad militar compacta contra la que nada podían hacer las individualidades de los campeones aristocráticos. Para enfrentarse a ellos era necesaria la colaboración de toda una polis.

En principio, la oligarquía aristocrática de los Todoroki penetró imprevista en las entrañas de la política de Esparta; sembrando así el poder de la familia en su actual líder: Todoroki Shouto, un hijo híbrido de sangre de Enji Todoroki y una oriental esclavizada que llegó como ofrenda de un señor del Tíbet, como pago por un trabajo de la falange.

En la práctica, la codificación de las leyes favorecía a esta familia provocando numerosas tensiones, zanjadas de manera violenta por los mercenarios que se unían al grupo.


Esa mañana, los miembros de la familia ordenaron expresamente que el grupo liderado por Katsuki, la leyenda viviente más conmocional del último siglo, se presentara ante ellos; siguiendo la costumbre, debían recibir a sus invitados con un gran banquete pues pensaban contratar sus servicios como mercenarios.

Más el verdadero matiz de aquella incierta invitación no acarrearía el mismo significado para ninguno de los involucrados: La aberrante familia planeaba someter a esos bastardos bajo el filo de sus armas sin perdonar vida alguna.

El día de la reunión, llevada a cabo en un salón acostumbrado al olor de una buena vajilla y de la seda, un grupo de enmascarados danzaba mientras los mercenarios eran recibidos.

Asqueados los sirvientes de los Todoroki sonrieron al recibirles encaminando sus pasos hacia el líder de aspecto amenazador, cuya voz era profunda y cuyo rostro estaba manchado por una quemadura que se extendía bajo su cabello a dos colores.

El híbrido, pensaron al contemplar la manera en la que los sirvientes se dirigían a él. No les sorprendía en lo más mínimo, habían visto de todo en los viajes que habían emprendido como para que un simple híbrido de ego elevado les causase extrañeza o asombro.

Mas se saludaron, ambas partes sabían que en ese momento pretender era lo adecuado, un gesto de desconfianza bajo un manto de acciones premeditadas que los Todoroki planearon de la mejor manera.

Recalada la noche, cuando el sonido de la vida nocturna ahoga beatos que más que una copa de vino asequible, rebuscan disiparse bajo los pechos de una sensual mujer; se presentó el baile, el tercer obsequio que a bien fue dispuesto. La fórmula perfecta para volver estúpidamente torpe a cualquier hombre: vino, mujeres y una confianza ridícula en su propia fuerza. Se confiaron.

Bajo la sombra de una tenue luz que dificilmente permitía distinguir rostros entre toda la multitud reunida, un grupo de esclavas del placer ajeno bailaba contoneando las caderas y endulzando así la melodía de picores prohibidos, el sudor perlando su piel escasamente cubierta.

—¡Tú, baila para mí!—ordenó el rubio sosteniendo su voz firme en contra de la embriaguez que le nublaba.

Señaló un hetairai para él, caso extraño e imprevisto, Katsuki no se hacía acompañar por prostitutas, aún si pertenecían a la clase alta.

Y, sin embargo, ahí estaba. Gozaba de ver como aquel hombre se movía, como cada gesto orquestado le incitaba a arrancarle la piel con los labios; era una bella criatura de cabello largo resbalando sobre sus fuertes caderas; él era más bonito que cualquiera que hubiese estado cerca de él. Era la única persona en toda esa simposia que había llamado arduamente su atención, llevaba minutos observando como coquetamente le dirigía miradas cargadas de deseos que Katsuki interpretó en cada desliz de sus pies descalzos sobre la loza.

Podía jurar que esa persona era más hermosa que la misma Friné esculpida cual Afrodita.

Él, absorto en su juego de seducción, acercó sus cuerpos sin tocarse, el palpable calor que sus manos no tardaron en ofrecerle embriagaba más que aquel líquido derramado en el olvido. Sus caderas, insinuantes, se contoneaban, oscilaban, círculos perfectos que sus manos formaban alrededor de su sensual cuerpo; toda una nueva aventura cargada de peligros latentes que Katsuki abordaría a voluntad por el resto de su vida.

Su mundo se redujo a ellos dos. Disminuyó al contacto de besos que iban y venían desnudando la piel marfilada, el aroma de ambos fundiéndose en un extraño sabor violento que arremetía contra sus narices, dulce y pasional.

—Tu nombre —exigió sin dejar de tocarle. Sin soltar lo que había marcado como propio.

—Izuku...

Su voz fue lo último que logró mantener intacto tras el desliz de infortunios que lo llevaron hasta las mazmorras de aquellos a los que juró enviar al hades.

Su recuerdo, al menos, el esbozo de su silueta en su mente febril, expuesta ante él durante una noche en la que las estrellas se acumulaban tanto en el cielo como sobre su piel, permaneció intacto. Y, cuando a la mañana siguiente, aún intoxicado por placeres varios, sus enemigos arremetieron contra él y contra su grupo, traicioneros, el recuerdo siguió azuzándole la cabeza.

Pero no fue suficiente esa memoria para salvarle. No fue suficiente siquiera la fuerza que el Dios alguna vez le prestó.

De pronto se encontró atrapado. Capturado como animal. Encadenado como el esclavo de la más miserable casta.

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