Capítulo 8: Dos.
Me encuentro en el ático acomodando todo. Este lugar está hecho un asco, pero con mi rapidez y una buena escoba quedará limpio.
Es lo que hice segundos después de haber dejado a la señora Gaos —quien me preguntó cómo sabía su apellido, y decidí decirle que su hijo me lo había dicho—, me dispuse a limpiar y ordenar un poco el lugar.
La señora me brindó todo tipo de ayuda y me ofreció más luz, a la cual me negué dado que me gusta estar en la oscuridad. Su bondad con una simple mujer a quien apenas conoce me hace sentir extraña. Siempre odié a la gente porque todas las personas solo buscan un beneficio para sí mismos, sin importarles si lastiman a otras personas, a un animal o al mundo mismo. Pero ella está cambiando ese pensamiento.
La bestia también lo está haciendo. A pesar de que lo ataqué y planee su muerte, él simplemente me halagó y me trajo a su casa a conocer a su familia y a darme un lugar donde quedarme. El acto me sorprendió tanto que hasta pensé si debía darles las gracias, pero no tuve oportunidad.
Ahora, estoy observando a través de la única ventana que hay en este lugar, a la noche: las estrellas iluminan el cielo y la luna es tapada por nubes grises, anunciando una tormenta. Los árboles secos y con hojas caídas se mueven lentamente al compás del viento, y siento ganas de salir.
No puedo evitarlo, la libertad me llama.
Salgo por la ventana con cuidado de no hacer ruido alguno. Finalmente dejo que la gravedad haga su trabajo y me dejo caer por ella, tocando el suelo y observando a mi alrededor de que no haya nadie. Escucho un corazón oculto en una de las paredes, así que no corro y simplemente decido adentrarme en el bosque para evitar una persecución.
Paso árbol tras árbol, identificando cada uno y analizando su contextura para no olvidarme del camino. Correr a esta velocidad es lo más magnifico del mundo; sentir el viento en tu cara, los fuertes golpes que das contra el suelo y la magnificencia de los distintos aromas es algo único. A pesar de ser un monstruo, tener esta clase de sensaciones es algo difícil de describir.
Minutos después encuentro un alce cerca de un riachuelo, y me aseguro esta vez de que sea un animal y no un niño. Me acerco tan rápido como puedo y, en el momento en que el animal nota mi presencia y trata de huir, clavo mis colmillos en su cuello.
Siento mi garganta arder conforme el líquido carmesí baja por mi esófago y cae a mi estómago. La sensación es exquisita y placentera. Cierro los ojos y me dejo llevar por el sabor de el líquido que produce el animal que se encuentra en mis brazos retorciéndose. Y minutos después el mismo cae al suelo, inmóvil y sin vida.
Limpio lo mejor que puedo mi boca y me doy cuenta de que he manchado mi vestido. Maldigo en voz baja y decido marcharme lo más rápido que puedo hacia el hogar de la bestia. Mi preocupación comienza en cuanto observo el sol salir, y me veo obligada a apresurar mi cuerpo.
Cuando llego a la casa, entro por la ventana tan rápido como puedo y me quito el vestido para tirarlo a algún lugar de la habitación. Acto seguido me cubro con una sábana vieja dentro de una caja y en ese mismo instante alguien toca la compuerta del ático.
—¡Cielo, ¿estás ahí?! ¡Es hora de que vayas con Samuel al aeropuerto!
—¡En un momento bajo!
Observo el lugar por doquier y me veo obligada a tomar la sábana en mi cuerpo y dirigirme a la ducha. Debo ser cautelosa y asegurarme de que nadie me vea.
Bajo las pequeñas escaleras y veo en todas direcciones, asegurándome de que estoy sola. Cuando me dirijo hacia la ducha para abrir la puerta, mi sorpresa se eleva al ver que alguien más la abre por dentro, y me encuentro cara a cara con el joven Samuel.
O más bien cara a pecho, porque su pecho desnudo casi choca con mi cara, y es mucho más alto que yo.
—¡Joven Samuel! —Oculto mis ojos con una de mis manos, y me echo hacia atrás—. Debería avisar cuando dispone de la ducha.
—¿Cómo? Eres tú la que se me ha metido.
—Fue... un accidente. ¿Le importaría tapar su parte torácica?
—¿Mi qué? —cuestiona confundido.
—Su pecho, espalda, abdomen y cualquier otro músculo del que yo no quiera saber —digo, aún tapando mi rostro.
—Eres rara, ¿nunca has visto un hombre desnudo? Seguro que...
—Mi intimidad no es su problema. Le pido por favor que salga de la ducha y me deje limpiar mi cuerpo.
Finalmente quito mi mano y observo su rostro. Ambos nos apreciamos por segundos en los que me pierdo en sus verdes ojos. Son bellos, a pesar de que su rostro destaca la rareza son bellos y claros, casi brillantes. Aprecio sus duras facciones que son escondidas por su barba, y luego alguien interrumpe.
—¡Celina!, ¿qué haces así?
Vuelvo a la realidad y me encuentro con la señora Gaos, quien me observa atemorizada desde la puerta de su habitación mientras se acerca.
—Eh... Yo... Anoche... —Vaya, estoy balbuceando.
—¿Sí? Dile a mi mamá qué hacías anoche —comenta el joven Samuel con desprecio.
En esos momentos me doy cuenta de que era él quien se encontraba la noche de ayer escondido en la pared. De seguro espiando. Tal acto me repugna, y no hago más que dedicarle mi peor mirada.
—Señora Gaos, solamente he salido a tomar aire fresco al bosque. Me temo que es muy grande y logró perderme —miento.
—Oh, cielo, no deberías salir sola a esas horas de la noche. Puede ser peligroso.
—La noche no me da miedo —aseguro, un poco ofendida—. De hecho, la noche debería temer mi presencia.
Escucho una estruendosa risa proveniente de la boca del joven Samuel, y arqueo una ceja observando su gesto de diversión tan infame.
—Muy bien, Batman. Te espero abajo en diez minutos.
Me quedo observando su figura mientras se marcha escaleras abajo y me deja a solas con su madre.
—No le hagas caso, cariño. No está acostumbrado a tener visitas y menos si es una joven. Es un pueblo muy chico y las mujeres de su edad no abundan mucho que digamos —reconoce.
—Pero tiene esposa.
—¿Qué? ¿Esposa? No, cielo. Natalie es su novia. Mi hijo no planea casarse tan joven. —Ella ríe.
—¿Novia?
—Sí. Ya sabes, la relación que está antes del matrimonio. Cuando sales con una persona para conocerla, para saber si la amas y si quieres pasar el resto de su vida con ella. —Soy consciente de la forma en que sus ojos brillan, segura de que algún recuerdo está invadienndo su mente—. Cuando te preocupas por esa persona para que esté bien, cuando sabes que estás tan enamorado como para admitirlo, y sientes tu cuerpo flotar con cada beso y caricia. O cuando tienes sexo y...
—¿Sexo? —interrogo incómoda—. ¿Cómo que sexo? El sexo es algo muy íntimo para una pareja, y solo debe ser practicado por amor y si hay un matrimonio de por medio.
Ella me observa asombrada y baja la mirada, pensativa. Luego sus globos oculares se enfocan en los míos, y una lágrima recorre su mejilla en cuestión de segundos.
—Vaya, querida. ¿De dónde vienes? Yo... jamás había escuchado esas palabras ser expulsadas por una joven.
—¿No? —pregunto. Ella niega con su cabeza, y decido olvidar el tema—. Bueno, no importa. Debo ir por mi ropa, y también tengo que tomar un baño. Con su permiso.
***
Subo a la camioneta del joven Samuel. Es la primera vez que subo en una de esas cosas, y me siento algo atemorizada.
—¿Seguro de que esto no nos va a matar? —pregunto por tercera vez.
—Ya te dije que no. —Resopla—. Ahora sube.
—¿Que acaso no va a ser un caballero?
—¿Ahora qué?
—La puerta.
Él me mira y murmura algo sobre ser un caballero tonto y me abre la puerta. Le agradezco y subo a la camioneta, tomando asiento un tanto incómoda. Él cierra la puerta con fuerza y noto que lo hace a propósito en un intento de asustarme, pero no lo consigue.
Se sube al otro lado y enciende el transporte para comenzar a hacerlo avanzar. Ya estuve una vez en esta situación, pero temo por mi inmortalidad cuando se trata de alguien que me odia.
—¿Qué es tan importante como para hacerme ir hasta el aeropuerto? —pregunta al cabo de un rato.
—Mi ropa, joven. En esa maleta está mi ropa, dinero y... mi comida.
—¿Tu comida? —Sus ojos me ven milésimas de segundos antes de volver a colocar su vista en la carretera—. Ya imagino que...
—Bueno, no importa. Solo debe saber que la necesito más que nada en el mundo.
—Como quieras. Y dime... ¿qué edad tienes?
—Dos... —Cierto, no puedo decirlo—... Veinte.
—¿Veinte? Eres dos años menor que yo.
—Sí... Dos.
Avergonzada, giro mi rostro hacia la ventana para poder terminar la conversación y apreciar el lugar. Luego, miro nuevamente las calles encerradas y deduzco que hemos llegado.
—Bueno, vamos por tus cosas.
—De acuerdo.
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