Capítulo 4: Buen padre.
Estaba realmente alterada. Ya habían pasado más de tres días desde la cena con el señor Leandro y aún no había noticias de él. Quizá se había olvidado del disparate y la humillación, y se resignó a buscar otra vampiresa rica y poderosa.
—Celina, querida, quiero hablar contigo.
Mi padre apareció por la puerta, tapando sus ojos en cuanto me observó sobre la tela con poca ropa.
Sonreí.
—Padre, no tapes tus ojos, no estoy en ropa interior.
—Lo siento, querida. Quiero... hacer un trato.
—Bien, ¿de qué se trata?
—Ya sé que estás preocupada por la amenaza del señor Mina —admite, sonriendo forzosamente—. Es por eso que vengo a darte esto.
Él saca un sobre rojo y me lo entrega. Lo abro casi enseguida y me quedo unos momentos analizando los papeles frente a mí.
—¿Qué es esto? ¿Por qué...?
—Es por si acaso pasa algo con lo que no estemos de acuerdo. No dejaré que te cases con ese hombre. Eres libre de hacer lo que quieras y querer a quien desees. Por eso compré el boleto del avión. Hay una isla en Alaska, se llama... Wrangell. Es perfecta para alguien como tú: hay paz, mucha vegetación, lagos, y es poco poblada.
—¿Me estás pidiendo que huya? —pregunto, frunciendo el ceño.
—Es más que eso, cielo. Quiero que cuides a tu hermana. Sé feliz, y perdona a tu madre y a mí por todo lo que hicimos. Te amo, querida.
Si pudiese llorar de seguro estaría derramando mares. Sonrío con tristeza y me lanzo a los brazos de mi creador. Lo sujeto fuerte, como si fuese a irse de ahí. Siento el tacto de sus manos acariciar mi cabello, mi espalda y mi cintura.
—Casi lo olvido —recuerda. Toma mis manos y se separa un poco—. Debes cambiar tu imagen.
—¿Cómo dices?
—Lo lamento. Quizás deberías dejar crecer tu cabello. Y teñirlo del color que quieras.
—¿Teñir?
—Sí, cielo, ya sabes..., pintar tu cabello.
—Oh.
Suspiro y me quedo mirando la nada mientras pienso en lo que haré. Aún no entiendo la razón por la que mi padre hace todo esto. El señor Leandro no ha dado señales de vida, y dudo que lo haga.
—Eres un buen padre. —Sonrío—. Gracias por todo. Te amo.
Él me mira asombrado por mis palabras y luego sonríe para volver a darme un abrazo. Lo devuelvo de inmediato, aspirando su exquisita colonia y disfrutando el momento. Nos quedamos varios minutos en esas posiciones hasta que él decide hablar:
—¿Cómo vas con tu deporte?
—Bastante bien. Es un perfecto mecanismo de relajación.
—Me alegra saberlo. —Analiza la tela con su mirada—. ¿Acaso no está algo vieja esa tela?
—Me temo que sí. —Niego con mi cabeza—. Tendré que conseguir una nueva.
—Bueno, te recomiendo empacar algunas cosas. Ya sabes, por si acaso.
Él se marcha sin decir nada más y me quedo en mi lugar un momento.
¿Empacar?, ¿por qué?
Trato de analizar la situación, pero solo puedo deducir que él sabe algo que yo no. Y que seguro no es algo bueno.
Siempre he odiado las personas intolerantes y manipuladoras, pero si hay algo que me repugna es la ambición. No crítico el deseo de progreso, pero sí cuando este se convierte en un deseo insaciable.
Decido leer algo para quemar el tiempo. Tal vez recordar al señor Shakespeare no sería malo. Sus frases y obras siempre han sido de lo más identificadoras: la esencia que les brinda sin la necesidad de su presencia es embriagante e hipnotizadora.
Los siguientes minutos de mi lectura se ven interrumpidos por unos golpes rápidos en la puerta. Pienso que es mi hermana y la hago pasar. Y, ciertamente, es ella.
—Parásito, ¿qué haces aquí?
—Hermana —noto lo agitada que se encuentra y comienzo a preocuparme—, el señor Leandro está aquí. Ha venido con todo un ejército y dice querer tu aprobación, si no habrá muerte y con ella la caída de nuestro reino.
Me pongo de pie tan rápido como me es posible y corro velozmente como mi alta rapidez me lo permite.
Me dirijo a uno de los balcones y mi hermana llega pocos segundos después. Miramos ambas alrededor, observando el colapso que ha habido en el reino y cerca del pueblo.
—Lo están destruyendo todo —observa Kimberly.
—¿Dónde están mis padres?
—Abajo, luchando. Debemos hacer algo...
—Huir.
—¿Qué? ¿Quieres huir y abandonar a tu familia y pueblo?
—Sabes que no son mi familia —le recuerdo—. Además, me busca a mí, y si lo destruye todo no dejaré que me tenga.
—Pero, nuestro padre...
—Estarán bien. Debemos irnos antes de que nos encuentren.
Tomo el sobre y saco una pequeña maleta para guardar lo necesario en ella.
—Vestidos, perfume, zapatos... ¿Y las reservas? —pregunta mi hermana al darse cuenta de su ausencia.
—Sabes que no me gusta eso. No tengo reservas.
—Ya regreso —dice, marchándose a toda velocidad de mi habitación.
Continúo guardando lo esencial en mi maleta y analizo bien lo que llevo y lo que necesitaré. Como siempre, no entra todo, así que se me hace imposible llevar un solo libro.
—Maldición —susurro.
—¿Hermana?
Salto por la impresión y le lanzo una mirada asesina a la joven frente a mí. Ella sonríe y deposita las reservas del líquido carmesí dentro de la maleta. Luego, me entrega una caja.
—¿Qué es?
—Lentes de contacto. Nuestro padre los compró cuando me convirtió.
—Oh, muy bien. Gracias.
—¿Te ayudo?
—Por favor.
Saca los diminutos lentes circulares y los coloca dentro de mis ojos. Pestañeo por la irritación y el contacto con sus manos. Se siente incómodo, pero puedo soportarlo.
—Te vas a acostumbrar pronto —asegura ella.
Asiento con mi cabeza y ambas nos dirigimos a la puerta. Cuando vamos a salir, algo nos detiene.
O más bien alguien.
—¿Van a algún lado?
Observo a los hombres que están frente a nosotras y que impiden nuestro paso. Son al menos seis u ocho, y siento su fuerza e inteligencia. Cuando uno intenta tocarme, instintivamente lo golpeo en su entrepierna, y es ahí donde la batalla se desata.
—¡Corre fuera del reino, Kimberly!
Golpeo a dos de los hombres y al resto los esquivo. Me dirijo tan rápido como mi poder me lo permite y salgo del castillo, minutos después por el pueblo en llamas y, finalmente, fuera del reino.
Las personas gritando y corriendo, luchando por sobrevivir... Me recuerda a la guerra de sangre. Nunca podré superar esas imágenes tan infames y traumatizadoras en mi vida.
—Estuvimos cerca.
Mi tranquilidad es borrada cuando al darme vuelta me doy cuenta de que mi hermana no está.
—¿Parásito?
No hay respuesta.
—¡Kimberly!
Siempre he sabido que soy la más rápida de todo el reino, pero ella suele tardarse segundos. Y cuando pasan cerca de diez minutos, es cuando comienzo a gritar y golpear los árboles que hay a mi alrededor, provocándoles hoyos enormes.
Comienzo a sollozar. Sin embargo, no derramo ni una lágrima.
—¡Maldito embrujo! ¡Maldito Drácula! ¡Maldito Leandro!
Me pongo de pie y observo mi vestido totalmente sucio.
—Maldito vestido —murmuro.
Observo a todos lados para asegurarme de que estoy sola y luego comienzo a quitarme el vestido, quedando así en ropa interior. Luego abro la pequeña maleta y escojo un nuevo vestido para mí. Una vez lista, sigo corriendo tan rápido como antes para poder salir del bosque. Llego a una carretera cercana y me detengo ahí. Sé que no puedo correr por riesgo a que un humano me vea, y tampoco tengo un medio de transporte al alcance.
No puedo dejar que me encuentren, y no pienso quedarme aquí.
Es entonces cuando a lo lejos dos luces se ven. Deduzco que es un automóvil y espero pacientemente a que esté cerca de mí. Cuando está a escasos metros decido colocarme a mitad de la calle y esperar a que se detenga.
Lo hace, pero a pocos metros de mí. Abro mis ojos con impresión y siento una gota de sudor salir por algún lado de mi frente. Una voz de el género masculino se escucha dentro del transporte y abre la puerta maldiciendo. Es un señor de aproximadamente cuarenta años: las canas se ven por doquier y su barriga delata el alto consumo de porquería y alcohol.
—¿Qué te pasa, niña? —espeta con furia—. ¡Casi te arroyo!
—Disculpe mi atrevimiento. ¿Sería usted tan amable de llevarme al lugar donde se encuentran las grandes máquinas de alas?
—¿Usted? —Él me mira, sorprendido—. ¿Alas?
—Sí.
Comienza a reír.
—¿Qué es gracioso?
—Nada, cariño. Sube, te llevaré al aeropuerto.
Me quedo de pie unos segundos, aún confundida. ¿Qué es aeropuerto? ¿Por qué se ríe? Y ¿por qué es tan descortés?
Sube mi maleta sin darme cuenta y la coloca detrás de su camioneta. Abre la puerta del acompañante para mí y le agradezco el gesto. Luego sube él a mi lado y pone en marcha su automóvil.
—¿Y bien, preciosa, vienes de alguna fiesta de disfraces?
—¿Cómo dice? Claro que no.
—Y entonces... ¿Por qué el vestido del siglo diecinueve?
—Es del siglo veinte —corrijo—. Y es mi tipo de vestimenta.
Él alza sus cejas y frunce los labios de manera divertida.
—Son gustos extraños, pero ¿quién soy yo para cuestionar?
Sonrío y recuesto mi mejilla derecha en el vidrio de la ventana en el auto.
—¿De dónde eres?
—De... —No sé qué decir— uno de los castillos por aquí cerca.
—Vaya. ¿Eres reina o plebeya? —Siento que está bromeando.
—Plebeya.
Él ríe de nuevo, y niega con su cabeza mientras acelera un poco más.
—Eres graciosa —comenta tras largos segundos de viaje.
—¿Gracias?
—No hay de qué.
Los próximos minutos permanecemos en silencio y observo miles de luces acercarse cada vez más a nosotros. O más bien, nosotros a ellas.
—Ya casi llegamos —anuncia.
Adapto mi compostura por una más recta en el incómodo y mal oliente asiento y me quedo anonadada con tan singular belleza y espectáculo que hay frente a mí. Soy consciente de que mi rostro de seguro es un poema ahora. Estoy cautivada con las miles de luces alrededor de nosotros y las decenas de diferentes medios de transporte que pasan tanto cerca como lejos de el automóvil del hombre canoso.
—Es hermoso —comento.
—¿Qué? ¿La ciudad?, ¿o yo?
Asiento lentamente y luego me detengo de golpe al escuchar tal pregunta.
—La ciudad, por supuesto —aclaro.
Mi conductor vuelve a reír y se estaciona en un lugar cerca de unas enormes calles encerradas por unas grandes vayas de metal con alambres picudos alrededor.
—Bueno, preciosa, hemos llegado. Espero que te vaya bien donde quiera que vayas. Y cuídate.
—Muchas gracias.
Cierro la puerta y me quedo de pie frente a el paisaje. Es cautivador y exageradamente resplandeciente.
Ignoro las miradas extrañas que muchas personas me lanzan y, con precaución, comienzo a caminar en dirección a donde parece se entra para poder llegar a las calles encerradas.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top