Capítulo 3: Amenaza.
~Días después~
Siempre he pensado que para algo tan difícil de manejar como lo es el amor, hay que esperarlo, no buscarlo. Y que, cuando sientas esos nervios, el frío sudor y tu respiración acelerada, te darás cuenta cuál es la persona correcta.
Yo, en estos momentos, siento todo lo contrario.
—Lo vamos a recibir quieras o no, Celina —espeta mi madre, colocándose sobre su cabeza la corona de la reina.
—No me importa si lo reciben, madre. Pero que quede claro que no estaré presente en esa cena tan desdichada.
—No te estoy preguntando.
—Y yo tampoco.
Ella suspira agotada por mi rebeldía, y me mira a través del espejo frente a ella. Me analiza unos segundos, para después negar con su cabeza y ponerse de pie, clavando su mirada de odio hacia mí.
—¿Qué tengo que hacer para que estés presente en esa cena?
—Nada. Porque no iré —sentencio.
—Cielo, es por el bien de nuestro pueblo y el tuyo. No trates de hacerte la difícil, porque el señor Mina puede cansarse de tu negación y desprecio.
—Así es mejor. Madre, sabes que te respeto, pero no puedo casarme con alguien a quien no conozco.
—¿Crees que yo me casé con tu padre por gusto? —cuestiona, negando con su cabeza mientras sonríe—. Tampoco lo conocía, y mira nuestro matrimonio, es todo un deleite.
—Porque al menos a ti te llamó la atención —deduzco, tomando sus manos y clavando mi mirada sobre la suya—. A mí el señor Leandro no me interesa en lo más mínimo.
—Mina, querida, señor Mina —me corrige.
—Como sea.
Ella rueda sus ojos y murmura algo sobre los adolescentes del siglo XX y luego se dirige a su puerta, conmigo tras de ella.
—Solo piensa bien lo que harás —continúa, abriendo la puerta para permitirme el paso —o echarme de su habitación—, y poner la mano sobre mi hombro—. Porque si pasa algo grave, será tu culpa.
Cierra la puerta en mi cara, y miro hacia el techo para tratar de pedir algo de paciencia. Cuando me doy vuelta, el parásito está frente a mí, sonriendo.
—Si dices algo ofensivo te arranco el cuello —murmuro, caminando por el pasillo en dirección a mi cuarto.
—Solo quería ayuda. Quiero hablar contigo.
—Si es para persuadir mi mente y uso de razón, no quiero escuchar ni una palabra expulsada de tu hermosa boca.
Llego a mi habitación y abro la puerta con la suficiente rapidez para que mi hermana no logre entrar. Pero, para mi desgracia, me detiene.
—Es un minuto, por favor —pide.
Me quedo mirándola por lo que parecen horas. Analizo su compostura y sus suaves facciones para tratar de adivinar sus intenciones y, como siempre, no tengo éxito.
—A veces en serio logras fastidiar cada célula de mi cuerpo —exagero.
—Lo sé.
Le abro paso a mi habitación y cierro la puerta para evitar interrupciones. La invito a tomar asiento a el sofá negro que está a pocos metros de ella y luego yo tomo asiento a su lado.
—Jamás entenderé por qué te gusta tanto el negro —asegura ella.
—Es tradición —me excuso.
—El carmesí es tradición. Mucho más que el negro.
—Bien, a mí me gusta este color. ¿A eso has venido?
—No. Quiero que vayas a la cena de esta noche.
—Ni lo pienses —advierto—. No iré a nada de esa estupidez.
—¿Me dejas terminar?
—Lo lamento.
—Quiero que vayas para que logremos deshacernos del señor Mina.
—¿Qué has dicho? —me sorprende su propuesta.
—Así es. Sé que tenemos una relación extraña, pero tú me ayudaste hace algunas décadas con aquel tipo y la perseverancia de mi madre —recuerda—. Yo solo quiero devolverte el favor.
Me quedo mirándola completamente seria. No sé si está loca, si me está haciendo una especie de broma o si en verdad me quiere ayudar.
Recuerdo perfectamente el incidente de hace décadas. La forma en que veía sus ojos llenos de lágrimas y su respiración agitada junto a la sangre me hizo recordar los monstruos que somos. Y, por primera vez, logré sentir lo que jamás había sentido: amor fraternal.
—Está bien —suelto sin pensar—. ¿Cuál es el plan?
Ella sonríe de esa forma que solo sus labios pueden conseguir. Y sé que no se viene nada bueno.
Al menos no para el señor Leandro.
***
Me encuentro en el enorme espejo de cuerpo que hay en mi habitación. Tengo puesto mi mejor vestido, y mi maquillaje fue hecho por mi hermana. Lo cual, si puedo decirlo, es maravilloso. Suspiro y vuelvo a revisar mi vestimenta.
—¿No es demasiado?
—No. Haz silencio y deja que termine —sentencia.
Cierro mi boca y me quedo mirando a la nada para tratar de pensar en mis próximas palabras y en si lo que estoy haciendo es bueno o no.
—Listo.
Me examino nuevamente. En realidad, me gusta cómo me veo. No todos los días te colocas tu vestido blanco favorito. Mucho menos cuando costó tanto dinero y tiene tan ejemplares detalles.
El problema es para la ocasión que lo voy a usar. Me hace sentir... sucia.
—Todos ya están abajo —deduce mi hermana—. Llegaré al comedor y luego tú vendrás, ¿de acuerdo?
Asiento con mi cabeza y observo cómo mi hermana sale por la puerta, cerrando esta última.
Estoy nerviosa, no me gusta admitirlo pero lo estoy. Veo a un lado la tela rosa colgar del techo, y me gustaría estar sin este vestido ni este maquillaje para poder practicar el único deporte que me relaja y me encanta.
—Bueno, hora de trabajar.
Me dirijo fuera de la habitación y comienzo a caminar por el pasillo, observando los recuadros para tratar de despejar mi mente. Pero todo acaba cuando escucho a uno de los empleados anunciar mi nombre.
No tengo de otra que comenzar a bajar las escaleras. Solo es cuestión de segundos antes de divisar a mis padres, mi hermana y al príncipe. Todos de pie en el comedor, esperando mi llegada.
Mi padre me observa con desaprobación, mi madre con orgullo, mi hermana con maldad y el señor Leandro tiene una expresión en su rostro difícil de explicar.
—¡Querida! —Mi madre es la primera en sonreír—. ¡No sabes la felicidad que emana mi corazón con tu presencia!
—Hija —mi padre está serio y, de algún modo, sé que está molesto—, te ves bien.
—Señorita Cambeiro. —El señor Leandro se encuentra a la par de mi hermana, mirándome mientras traga con fuerza—. Es un honor que haya asistido a la velada. Se ve realmente encantadora.
—Gracias a todos. Creo.
Tomo asiento al lado de mi padre y cruzo mi mirada con la de todos los presentes. Lucen incómodos, y no sé el porqué.
—Señor Mina, ¿así que pronto será rey? —interroga mi madre al hombre de peculiar apellido.
—Así es, señora. Quiero ser rey y casarme lo más pronto posible —responde, dirigiendo su mirada hacia mí y con ella una sonrisa.
Es un hecho que no le sonrío y, en realidad, le saco la lengua.
Mi hermana ríe y mi padre oprime una sonrisa. Él se queda confundido un momento, y luego pestañea varias veces para centrarse en su comida, o más bien bebida.
—Señorita Cambeiro, ¿podría usted decirme cuáles son sus aspiraciones?
—¿Yo? Bueno..., quiero salir de este castillo, aumentar mi intelecto, conocer más lugares...
—Es encantador —me corta él, algo frustrado—. ¿Acaso no preguntará por los míos?
—No hace falta. Estoy segura que usted vivió años, quizá décadas fuera de su castillo aquí en Canadá porque su padre fue lo suficientemente malo como para querer enviarlo al otro lado del mundo a estudiar los más refinados lenguajes y arte. Luego, tras décadas de espera finalmente logra acceder nuevamente al reino donde debió crecer y, del que seguro, no recuerda ni el ochenta por ciento de él. Además —continúo, siendo consciente de la forma en que todos me miran sorprendidos y casi boquiabiertos—, su padre está a punto de dejar el reinado y usted justamente se encuentra, o al menos se considera, lo suficientemente preparado para dirigir todo un reinado. Y ¿por qué no? tener una esposa. Así planea su vida perfecta; reinado, mujer hermosa y lujuriosa, quizás dos hijos herederos y un pueblo dispuesto a sacrificarse por su rey. Lo cual, si me permite decirle, es ambición de la más repulsiva que existe.
Él se queda callado al igual que todos. Mi hermana sonríe orgullosa y me guiña un ojo, mi padre se encuentra inmóvil con expresión neutra y, mi madre, me mira asombrada. Es todo lo que pensaba. Ya no soporto tenerlo cerca.
—Bueno, creo que aquí concluyó la cena —dice, poniéndose de pie y acomodando su traje—. Si me permite, señorita, me gustaría hablar con usted afuera. A solas.
Arqueo una ceja y lo observo con incredulidad. Me pongo de pie y lo sigo hacia el portal asegurándome de todos sus movimientos.
—¿Y bien, señor Leandro, qué desea?
—Señorita Cambeiro, deje que le mencione el encanto que ha producido en mí con sus palabras y suposiciones tan exactas. Me ha dejado cautivado y, por eso, es la última vez que se lo pregunto.
Veo cómo se inca y saca de su bolsillo izquierdo del pantalón una caja roja carmesí. Acto seguido la abre, dejando a la vista un hermoso anillo de lo que probablemente es oro.
—Señor Leandro, yo...
—Señorita Celina, ¿me haría el gran honor de ser mi esposa y futura reina de toda Canadá?
Me quedo estática sin saber muy bien qué hacer. Es perseverante, debo reconocer. Es apuesto, y tiene modales muy refinados. Sus ojos tienen un brillo peculiar y sus labios son algo gruesos.
Sin embargo, no es mi tipo.
—Lamento decir esto, pero no puedo aceptar su propuesta.
Él se queda ahí varios segundos. Pestañea confundido y cierra lentamente la pequeña caja que hay en sus manos. La guarda en su bolsillo y se coloca de pie y, luego, me mira con desprecio.
—Que quede claro, Celina, que me ha ofendido, a manchado mi honor y acaba de ponerle días contados a su reino.
—¿Solo por rechazarlo? —interrogo, ofendida.
—Va más allá de eso, señorita. Espere unos cuantos días. Le recomiendo que esté preparada.
—¿Es acaso una amenaza?
—Así es, joven. Me temo que es una amenaza. Seré cortés, tiene tres días para aceptar o atenerse a las consecuencias.
Se sube al coche y cierra la puerta con fuerza. Después veo a mi madre salir junto a mi padre y mi hermana y, sin avisar, abofetea mi cara.
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