La Muerte

No necesito reloj para contar las horas, tampoco el cielo ni sus astros, el tic- tac de un reloj roto resuena en mi cabeza al ritmo de una marcha fúnebre. Huelo la muerte, deslizándose hasta mi celda, esperando el momento justo para saltar sobre mí. Las ansias enfermizas y morbosas de ver unos ojos mirar al vacío la consumen.

La puerta se abre con un crujido, el olor a polvo y a flores marchitas inunda la mazmorra, me estremezco ante el familiar hedor de los cementerios. No me muevo, no respiro, el miedo me atenaza. No temo a la muerte en sí, sino el momento de morir, el acto que sesgará el fino hilo de la vida. No quiero vivirlo, solo acabar, dejar de existir sin ser consciente de ello.

Unos guardias entran y me arrastran hacia fuera, mientras ella, gozosa, me sigue en silencio escondida entre las sombras.

El sol se pierde entre las montañas cuando me arrastran hacia la tarima, una figura encapuchada me aguarda, hacha en mano. Apoyan mi cabeza sobre un tronco cortado; con miedo pueril cierro los parpados, pero unas manos gélidas y pálidas como la nieve hacen que vuelvan a abrirlos. Su hermoso rostro hecho de deseos y quimeras, se inclina sobre el mío, por el rabillo del ojo alcanzo a ver un reflejo plateado acercarse a mí. Ella se apresura a presionar sus labios contra los míos, y en un instante, todo termina. Como una obra de teatro, se despiden los actores, se baja el telón y se apagan las luces, mientras el público, feliz en su ignorancia, aplaude el fin de la obra.

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