El destello
Vi una sombra luminosa y difusa por el rabillo del ojo, pero como ocurre en ocasiones, cuando me giré, no había nadie, en seguida lo atribuí a un efecto de la luz contra el cristal. Pero, al siguiente día volvió a ocurrir.
Noche tras noche, iba a esperar "el destello argénteo", y siempre en el mismo lugar y a la misma hora volvía a ocurrir sin falta, con una puntualidad envidiable. El mirador tenía una muy buena perspectiva del océano, era una de las más fiables escusas que me inventaba para intentar auto engañarme y así volver a un lugar deshabitado y ruinoso ya entrada la noche. Una de las madrugadas que pase en ese polvoriento edificio vi el vuelo de una falda blanca plateada, pero cuando me volví, había vuelto a desaparecer. Tenía la esperanza de ver aquel "destello argénteo" directamente, sin miradas de reojo. Y después de mucho tiempo esperando, lo vi. O, mejor dicho, la vi.
Tenía el cabello, al igual que sus ojos, oscuros como una noche sin luna ni estrellas. Y el rostro más níveo que la nieve más blanca y pura. Llevaba un vestido largo y blanco plata, e iba descalza, no llevaba adorno alguno, nada destacable en su persona blanquinegra, salvo sus labios, rojos oscuros, del color del vino. Pero lo más inquietante era que ese ser tan hermoso era... yo. Sí, otra versión más hermosa e irreal, pero al fin y al cabo era yo. Una tímida sonrisa asomó a sus labios, y sin poder evitarlo caí de rodillas a sus pies, ella alargó la mano empujándome levemente el mentón hacia arriba, y me miró a los ojos, mis propios ojos me miraron. Mi propia mano, aunque más pálida y fría, me había levantado el mentón, y cuando acercó su rostro al mío, fueron mis propios labios los que me besaron, entonces se separó de mí con lentitud, y con una última mirada desapareció.
Me levanté del suelo, la urgencia de encontrarla invadía cada fibra de mi ser. Giré la cabeza buscando su frío resplando, anhelando su presencia como mis pulmones anhelaban el oxígeno para respirar, cuando percibí un brillo plateado tras el cristal; estaba allí, su luz recortada contra las sombras de la playa desierta. Mi instinto me urgió a correr tras ella, pero la vi negar con la cabeza desde la distancia, y supe que no quería que llevara a cabo ninguno de mis impulsos. Luché contra mí misma, una parte deseaba con fervor bajar a la playa, mientras la otra, (seguramente mi conciencia), me decía que le hiciera caso a aquel alter ego fantasmal. Pero mi curiosidad ganó y, presa de un impulso salí corriendo en dirección a la playa, en menos de un minuto estaba allí, plantada frente a ella, con la extraña sensación de culpabilidad que siente un niño al desobedecer una orden directa de su madre; pero este sentimiento fue rápidamente sustituido por el miedo al ver la cara de espanto de ella, seguido por un grito que hizo temblar los pilares de la tierra, caí de bruces al suelo tapándome los oídos. Un estruendo sacudió el suelo bajo mis pies, y apreté los ojos con más fuerza. Al instante, como si todo hubiese sido un sueño y acabara de despertar, se instaló el más absoluto silencio, juraría que hasta el mismísimo mar había contenido su vaivén ante tal suceso. Abrí los ojos y me destapé los oídos, en mis manos había rastros de sangre, pero no me preocupe por ello, porque ella estaba allí. De pie, erguida y orgullosa, con un porte altivo y elegante propio de una dama. Sus ojos escrutaron los míos, en ellos se expresaban fascinación y confusión a partes iguales. Apartó un segundo su mirada de la mía para fijarla en un punto tras de mí. Me giré, el mirador yacía en la orilla del mar como el cuerpo de un monstruo marino arrastrado por la marea. Me giré hacia ella, miraba las ruinas con rostro neutro. Y por fin comprendí quien era, me enfade conmigo misma por haber sido tan estúpida como para no haberme dado cuenta antes. Se acercó a mí con lentitud una última vez. La curiosidad era palpable en su rostro sereno, se acercó a mi oído y susurró unas palabras a penas audibles. Entonces se dio la vuelta y caminó por el mar hasta desaparecer por completo bajo las aguas saladas.
Suspiré, siempre me había gustado el olor del salitre, pero a partir de esa noche, lo asocié con la extraña y sobrenatural experiencia en la que había burlado a la muerte, en la que ella me había marcado con un beso y aún así me había salvado. Con a la sensación de embriaguez con la que me atraía cada noche al mirador junto al mar. Y a partir de esa experiencia empecé a ser consciente de lo poderosos que pueden llegar a ser los propios instintos si te dejas llevar por ellos. Y amé aún más el mar y el irremplazable aroma del salitre...
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