Efímera esperanza

El cielo gris plomizo aparece como el fantasma de lo que un día fue el alba. El cielo azul y el sol son solo unos recuerdos que solo unas escasas personas conservan ya. Miramos al mundo que nos rodea con asco y desconfianza, tal como miraríamos a un padrastro tras la repentina muerte de nuestro verdadero padre. Nos deslizamos por este frío e inhóspito mundo como gotas de aceite flotando en el agua, formando grandes manchas, simples congregaciones bajo un mutuo acuerdo de paz fingida, para que, al agitarnos un poco, huyamos despavoridos y descontrolados en busca de la propia supervivencia.
La palabra "humanidad" ha quedado en desuso, somos solo los hijos pródigos de lo que un día fue una raza próspera, ahora solo quedamos unos pocos para contemplar las migajas de lo que un día fue un gran mundo.
Aparto la vista del exterior, el paisaje que se observa es desalentador, el mundo se ha convertido en un óleo pintado exclusivamente en tonalidades de gris y negro. Todo está muerto, incluso nosotros, por más que nos intentamos engañar, por más que respiremos y que nuestros corazones se fuercen a latir, seguimos muertos, incluso ellos, los jueces, jurados y verdugos de nuestra existencia; en el fondo sé que saben que estamos tan muertos como ellos. En realidad espero el día de ser parte de ellos, no sé por qué me escondo, no sé por qué me esfuerzo en luchar por una causa pérdida, no tenemos salvación, nunca la tuvimos.
Desde esta perspectiva, sentada en la repisa de la ventana, observo como en un segundo plano el interior de nuestro pequeño y ruinoso cuartucho, un niño y una niña de unos siete años se abrazan acurrucados en una esquina en un vano intento de combatir el frío invernal, a pesar de ir vestidos con harapos y de haber nacido en este mundo hostil, los envidio. Toda su familia sobrevive aún a la catástrofe, su padre está allí junto al lecho de su parturienta esposa esperando que el milagro de la vida se obre. Admiro y odio a esa mujer a partes iguales, no puedo creer que a alguien aún le quede el suficiente valor como para pensar en tener hijos, ella ya tiene cinco, los dos mayores, aproximadamente de mi edad, están en una ronda de vigilancia. Son una familia formidable, quizá por ello siguen intentando reconstruir el mundo, cada uno de ellos a su manera, los padres criando, los hijos cuidándolos. A veces me siento fuera de lugar, nadie de mi familia logró sobrevivir, quizá por ello tenga tan pocas esperanzas de salir de esta, pero luego miro al otro hombre que vive con nosotros, tampoco es tan mayor, pero parece el más viejo de todos nosotros, apenas habla, se dedica a mirar el mundo a través de una botella de alcohol, aferrado a una ajada fotografía como único recuerdo de lo que en un pasado hubo de ser una vida próspera.
Una vez logré ver esa fotografía, en ella se veía al mismo hombre unos años más joven, abrazando a una hermosa mujer, quien a su vez sostenía a un diminuto bebé entre sus brazos, ambos sonreían a la cámara, se veían realmente felices. Me arrepentí al instante de haberla visto, demasiada felicidad en un mundo en el que ya no existe. Él se enfadó ante mi observación y yo, no sé por qué también, desde entonces mantenemos las distancias.
El crujido de la puerta nos sobresalta, nos giramos hacia ella como movidos por un resorte, yo con la ballesta cargada apuntándolos, bajo el arma al reconocer a los dos hermanos. Me hacen un gesto, es el momento del cambio de turno, el hombre y yo nos miramos, y, obedeciendo a un acuerdo implícito, nos levantamos, listos para nuestra ronda.

La azotea es una amplia parcela semi derruida, tenemos que tener cuidado en donde ponemos los pies, pero es el mejor lugar para vigilar, nos apostamos en sitios opuestos evitándonos intencionadamente. Él con su arco a su lado y yo con la vieja ballesta de mi padre sobre un hombro. Las horas pasan sin que seamos conscientes de ello, el cielo se oscurece levemente indicando una hora indefinida del día, suspiro, y una nube de vapor se escapa entre mis labios, me encojo levemente y me arropo mejor con la vieja chaqueta de mi hermano. El hombre se acerca unos pasos a mí, agarro más fuerte la ballesta, lista para utilizarla si es necesario. Se para a unos pasos de mí, observando mi arma cargada con visible preocupación, me tiende la botella, entrecierro los ojos con desconfianza, pero acabo por ceder al notar como una ráfaga de aire helado sacude mi cuerpo. Un par de largos tragos bastan para que el frío se convierta en un mito. Le doy las gracias con una leve inclinación de cabeza, y él corresponde a mi gesto con un cabeceo, vuelve a su posición, bebiendo en silencio derrama un par de lágrimas como siempre hace, y me apiado de su soledad, voy hacia su posición y me apoyo en el muro junto a él. Un pájaro azulado se para a nuestro lado en el suelo, preparo la ballesta, dispuesta a comer carne fresca esta noche por primera vez en mucho tiempo, cuando su mano se posa sobre la mía, niega con la cabeza, y sé que tiene razón, hacía demasiado que no veíamos ningún animal, y sé que es una pena matarlo, así que, cuando emprende de nuevo su vuelo, en lo único en lo que puedo pensar es en lo feliz que me siento al no haberlo matado. Nos pasamos la botella, bebiendo en un mutuo silencio, contemplando como el ave vuela lejos con la esperanza de encontrar a alguien de su misma raza para formar una familia, la contemplamos sintiendo como un rayo de esperanza se filtra en nuestros corazones ante la imagen. Lo contemplo mientras él sigue la trayectoria del pájaro con la mirada, del grupo somos los menos habladores, los más melancólicos, somos los que más hemos perdido con esta plaga, supongo que por eso nos entendemos tan bien, que por eso no nos hacen falta palabras para entendernos.
Observamos como el cielo poco a poco se va oscureciendo hasta casi alcanzar el negro, las últimas luces del día son devoradas casi sin darnos cuenta por las sombras de la noche, una fina lámina de escarcha cubre el suelo y, aunque no lo siento, sé que el frío debe de ser horrible, su mano sigue sobre la mía, reconfortándome, después de tanto tiempo sin tocar a nadie, la sensación es agradable, y por un segundo desearía que ambos fuéramos más que compañeros en una ronda de vigilancia, desearía,solo desearía...
Un gruñido interrumpe el hilo de mis pensamientos, una jauría de monstruos trepa por la fachada del edificio. Nos ponemos en posición de ataque, espalda contra espalda con nuestras respectivas armas cargadas, en un instante nos rodean, primero son cuatro, después siete, un segundo más tarde, doce. Les disparamos sin compasión, pero por más que matamos, otros tantos aparecen para sustituir a los caídos, las flechas poco a poco terminan por acabarse, y nos vemos obligados a luchar a cuchilladas. Oigo a mi compañero jadear y sé que no duraremos mucho, así que, con las pocas fuerzas que me quedan, doy la voz de alarma, deseando con todo mí ser que me escuchen a tiempo de ir a refugiarse al sótano. Los dientes de unos de esos seres putrefactos se clavan en mi brazo, y aunque sé que todo está perdido para mí, sigo luchando, impulsada por una fuerza que no sé de donde viene, el hombre cae a mis espaldas, herido de muerte, un engendro aprovecha para saltar sobre mi espalda y clavar sus dientes en mi hombro, mi vista se nubla, y caigo al suelo, el sonido de la carne al ser desgarrada y de la sangre al caer al suelo embota mis oídos, miro a mi compañero, quien está siendo devorado también. En un acto inconsciente, su brazo y el mío se extienden y nuestras manos se entrelazan, le sonrió y él me devuelve la sonrisa, y al cabo de unos instantes, el dolor acaba por desaparecer, esta vez para siempre.

Cuando despierto no siento nada, mi mano sigue entrelazada con la suya, me sorprende que ambos conservemos los miembros, me levanto, mis movimientos son torpes e inestables, mis músculos están rígidos. Lo observo mientras duerme, su piel se ha vuelto de un feo color grisáceo, marcada por los mordiscos de esos monstruos horribles. Observo mis brazos del mismo color y con las mismas marcas que él, y sé que estamos en transición, que solo nos quedan unos instantes de lucidez. Suspiro al ver a un pájaro azulado posarse en el suelo a su lado, como en un acto reflejo, extiende su mano y atrapa al animal, me mira con tristeza, se levanta y me tiende al animal, lo cojo con cuidado de que no se escape y lo estrujo en mi puño. El alza una ceja, sorprendido ante mi arrebato. Tiro el cuerpo al suelo y me sacudo las plumas que han quedado adheridas a mi mano. Encuentro mi cuchillo clavado en el vientre de uno de esos monstruos, lo arranco, sopesándolo entre mis manos.
-No hay esperanza, así que no merece la pena alimentarla, es mejor acabar con el dolor que esta te produce cuanto antes ¿Qué me dices?
Él agarra su cuchillo del suelo y me mira con compasión, sabe que si no lo hacemos nos convertiremos en monstruos como ellos, es ahora o nunca. Nos acercamos el uno al otro con los cuchillos preparados y nos fundimos en un abrazo mortal.
Mi último pensamiento va dirigido a esa frase interrumpida, a ese deseo no formulado. Desearía haber podido ser aquel bebé en brazos de aquella mujer feliz abrazada por aquel hombre que aún deseaba vivir.

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