3. El chicle de sandía
—¿Ya te vas, hijo? —le preguntó Almudena a Alejandro mientras trasteaba por la cocina—. Aún no son ni las nueve...
—Sí mamá, he quedado con Álex y los demás para ir en bici al pueblo —le respondió a su madre, a la vez que desvalijaba la despensa y metía el botín en su mochila—, después iremos un rato a la playa.
—¡Caray, no paráis por casa, gamberros! —Lejos de reñirle, la mujer estaba contenta de que por fin su hijo estuviese disfrutando con amigos de su edad. Aunque, como una madraza que era, se preocupaba por todo—. No olvides ponerte crema, que el sol está muy malo y tú eres muy blanquito... ¡Y llévate la gorra!
—Sí, mamá... —Cogió su gorra azul del perchero del recibidor, le hizo una mueca divertida a su madre, y se la puso al revés, con la visera en el cogote—. No te preocupes, tu «copito de nieve» volverá sano y salvo a la hora de comer. —Le dio un beso y salió por la puerta.
—Pásalo bien, cielo, y... ¡cuidado con los coches!
El ruido de la puerta despertó a Ignacio. Había trasnochado más de la cuenta, absorbido por un programa de debates políticos de la cadena de televisión autonómica.
—¿Ya se ha ido tu hijo? —Era muy partidario de esta curiosa forma de usar los posesivos dirigidos hacia un hijo propio, cuando a uno no le hace gracia algo—. Desde que va con el hijo de tu amiga, está desconocido. Ya casi ni lo veo abrir un libro.
—Cariño, tiene diecisiete años y estamos en agosto. Deja que se lo pase bien. —Almudena era muy consciente de que los años que se iban ya no volvían, y el momento de hacer «cosas de jóvenes» era fugaz.
—Bueno, bueno... Esperemos que el francesito no nos lo descarríe, que los hijos de padres «modernos», divorciados, ya se sabe...
—Ya se sabe ¿qué? —le interrumpió su mujer molesta—. ¡Por favor, Ignacio! ¿Qué culpa tendrá el chiquillo? Además son gente estupenda, muy cultos, y lo de la separación lo llevan fenomenal.
—Ya lo veo, ya... —Ignacio levantó su ejercitada ceja derecha y, con una media sonrisa irónica, siguió explayándose—: La madre, en Cimaverde, jugando a dirigir un colegio franchute. El rarito del padre, en Almandier, jugando a decorar casitas. Ese no es un hombre ni es nada... Y para rematar, la cría que, con menos de veinte años, ya está viviendo sola en Ontuelos... Todo muy normal. Ya veremos si no tenemos nada que lamentar...
***
Los chicos habían quedado en la puerta de entrada a la urbanización de Inés, Javier y Ana. Después de aquel partido de voleibol improvisado le habían seguido unos cuantos más y, poco a poco, se convirtieron en una pandilla inseparable.
Inés no tenía bici, en su casa solo había espacio para una y se la había agenciado su hermano. Estaban discutiendo porque Javi no quería llevarla, después de llamarla gorda. Ana era la mínima expresión de un proyecto de mujer y con su minibici de paseo color rosa, que además le quedaba pequeña, era imposible que pudiera con su amiga.
—Que Ana te deje su bici y yo la llevo a ella, que no es una vaca-burra como tú —propuso el grandullón, forzando por supuesto la situación, a costa de insultar gratuitamente a su hermana. Estaba claro que su estrategia era arrimarse a la pelirroja. Eran vecinos de toda la vida, pero desde que le habían crecido las tetas, le tenía babeando detrás de ella como un perrito.
—Si quieres yo te llevo, Inés —se ofreció enseguida Álex, que tenía un carácter muy servicial y conciliador—. Y de gorda no tienes nada, eres très belle.
Era la pura verdad. Inés era una morenaza con curvas, muy atractiva, y a Alejandro no le extrañaba que Álex quisiera flirtear con ella.
—¿Te llevo yo mejor? —intervino Alejandro, sin ninguna doble intención—. Mi bici tiene portamantas, irás más cómoda que en la de Álex, que es de montaña. Pero lo que tú prefieras...
—Vale, iré contigo. Gracias —le respondió ella poniéndose colorada y bajando la mirada al suelo. Alejandro vivía en la inopia, y no se daba ni cuenta de que ella estaba coladita por él.
—¡En marcha! ¡Rumbo al pueblo! —exclamó Javi.
Se dirigieron hacia el camino entre huertas que transcurría paralelo a la carretera. Estaba lleno de baches y piedras, pero conducía directo a la parte vieja de Talma y nunca circulaban coches por él.
Durante sus paseos en bici hacían carreras, se pasaban pipas unos a otros y se detenían, cada dos por tres, a beber agua y a tontear, tirados en la hierba.
Ya empezaban a conocer las manías de cada uno. Ana siempre decía lo que pensaba, no tenía filtro; le daban pánico los saltamontes y le encantaba el helado de fresa. Inés conocía de memoria las canciones románticas del panorama pop del momento y odiaba a muerte los chistes malos que contaba su hermano.
Javi soñaba con ser jugador profesional de baloncesto, desde luego talla tenía, y aunque sus manazas no lo aparentaban, era muy hábil arreglando todo tipo de cosas. Le apasionaba el mundo del motor, en el mismo grado en que aborrecía los estudios.
Álex era el cabecilla del grupo, sin pretenderlo. Se le ocurrían los planes más alocados y los juegos más ingeniosos. En su casa eran consumidores de todo tipo de arte, por lo que derrochaba unos conocimientos culturales muy por encima de los esperados para un chico de quince años. Tenía además una sensibilidad especial para percibir estados de ánimo y contagiar emociones. Cuando contaba anécdotas de la vida en Almandier, con su peculiar padre, los dejaba con la boca abierta, escandalizados. ¡Qué diferente era la vida en ese país! Llevaban unos veinte años de ventaja en tolerancia y mente abierta frente a Tramancia.
Alejandro era un chaval de pocas palabras, al menos cara a cara. El único deporte que le gustaba era la natación, en invierno iba a una piscina cerca de su casa a nadar. Les había confesado que era un ratón de biblioteca y que hacía sus pinitos escribiendo artículos para la revista del instituto, además de «otras cosillas» en su diario privado. Les comentó que tenía pocos amigos en Ontuelos porque se esforzaba mucho en sacar buenas notas, pues el sueño de su padre era que le siguiese los pasos como médico. Por supuesto aquello propició que, en escasos segundos, Javi le hubiera bautizado como «El Empollón».
Ataron las bicis en unos postes y se acercaron a los puestos del mercadito de artesanía que ponían todos los años en el paseo marítimo. Las chicas comenzaron a probarse bisutería, Javi se acercó a admirar embelesado unas relucientes Harley Davidson que había aparcadas a unos metros y Alejandro y Álex les esperaban sentados, con todas las mochilas, en un banco.
—¿Vives con tu padre y no con tu madre? —preguntó extrañado el Empollón—. Es raro...
—A mi madre le surgió una oportunidad laboral muy buena aquí en Tramancia y no la pudo rechazar —le aclaró Álex—. Mis padres creyeron que lo mejor era que yo acabase la educación obligatoria en Francia, que es donde he vivido siempre, y ya después que elija dónde quiero seguir estudiando... o trabajando. Y ahora, respondiendo a tu verdadera pregunta: Sí —le sonrió de soslayo—. Al principio fue raro. Echaba mucho de menos a mi madre, pero ahora ya me he acostumbrado. Estoy seguro de que te encantaría venir a casa de mi padre, siempre hay algún invitado o invitada interesante. Suele codearse con «famosillos»: periodistas, guionistas, marchantes de arte, músicos... y dentro de ese círculo, él es el interiorista con el que todos cuentan para decorar sus viviendas. Allí le tienen como al dios del buen gusto.
—Caray... —acertó a decir Alejandro encandilado por el aire bohemio que destilaba su amigo—. ¿Y tu padre no se ha vuelto a casar, o a echar novia? —Su educación tradicional, en gran parte machista, le hacía difícil imaginar que un hombre pudiera llevar una casa solo.
—¡Qué va! Si le conocieras, lo entenderías —explicaba mientras le brillaban los ojos. Su gesto demostraba adoración por su padre—. Pierre Sauvage es Pierre Sauvage, como dice mi madre. Es un enamorado de la vida y de la belleza en su amplio espectro, un indomable. Mis padres se quieren mucho, pero ella tuvo que asumir su error al tratar de cambiarlo. Antes de conocerla, él ya era así, y nunca perderá su esencia. Ya la advirtió de que no era persona de una sola mujer... ni de un solo hombre.
—¡¿Qué dices, tío?! —Alejandro se empezó a abanicar con la gorra, escandalizado— ¿Tu padre se lía con hombres?
—A ver, dicho así, sé que suena raro, pero él es muy discreto. Yo jamás he visto nada que no debiera, aunque no me chupo el dedo. —Álex empezó a rebuscar dentro de la mochila y sacó un paquete de chicles de sandía. Eran de una marca francesa extraña—. ¿Quieres? Los compro en Almandier, están súper buenos.
—Vale, gracias. Me lo guardo para luego. —Lo cogió y se lo metió en uno de los bolsillos. Aquel tema lo tenía muerto de curiosidad.
—Lo que te decía —prosiguió mientras destapaba el envoltorio y se lo metía en la boca—. Hay temporadas en las que se queda algún amigo de mi padre los fines de semana en casa. Cenan solos, o me uno a ellos. Son gente abierta, con profesiones muy curiosas, y él se esfuerza por presentarme a todo el mundo e integrarme en las conversaciones. Hace que me sienta cómodo. Me he acostumbrado a compartir la mesa con personas de todo tipo y la verdad es que siempre aprendes algo nuevo. Por supuesto, cuando me canso de tanta sociedad, me voy arriba, a mi buhardilla, y es como si viviera solo.
—¡Tu vida parece sacada de una película! Mis padres son tan normales y aburridos...
—Algunas veces las invitadas son mujeres —continuó—, la última fue Édith, una pianista muy cotizada. Pero yo nunca le he visto besarse con nadie, ni tocarse de forma cariñosa, ni nada. Lo de que estén liados es algo que se huele en el ambiente, como una atmósfera especial. Vienen, se van y a veces repiten. Conozco «amigos» de mi padre de toda la vida.
Alejandro pensó que el mundo debía ser muy grande y diverso. Viendo a su amigo, tan maduro para su edad y tan cabal, comprendió que no solo la clásica educación que le daban sus padres, con la mejor de sus intenciones, era la válida, sino que el abanico era muy amplio.
Cuando las chicas acabaron de hacer sus compras, volvieron a montarse en sus bicis y pedalearon hasta la playa.
A esas horas hacía un sol de justicia, así que, nada más llegar, se quitaron las camisetas y se metieron en el mar.
Después de hacer torres humanas, subiéndose unos encima de otros, para acabar cayendo muertos de risa al agua, se construyeron un pequeño campamento con las toallas y unos pareos como parasoles. Sacaron la comida que había traído cada uno de su casa, y la dispusieron en el centro, a modo de bufé libre.
Ana le peinaba el pelo mojado a Inés, mientras compartían la revista Súper Pop.
Álex se les unió porque no paraban de comentar cotilleos sobre famosos y él tenía curiosidad por ponerles cara a los españoles que no conocía. Javi se estaba quedando dormido, tumbado en su toalla y con la gorra tapándole la cara.
Alejandro sacó su crema de protección solar porque, en efecto, estaba poniéndose rojo como un cangrejo. Empezó a restregársela, a duras penas, por los hombros y la espalda. A Inés le faltó tiempo para ofrecerse a extendérsela bien. Se sentó detrás de él y disfrutó masajeando aquella espalda grande un buen rato. Él cerró los ojos relajado. Escuchaba el rumor de las olas, la risa de sus amigos le hacía sonreír por empatía y pensó en que no podía ser más feliz.
Nunca le había tocado de esa forma una chica, era lo más sensual que había experimentado jamás. Le frotaba suave, en círculos. Subía desde el borde de su bañador, lentamente hasta la nuca y volvía a bajar.
En pleno éxtasis, abrió los ojos y vio que Álex se había tumbado delante de él, boca abajo. Tenía la piel muy morena en contraste con unos mechones de su pelo, decolorado por el sol, que le caían por el cuello. Se le antojó que ese contraste era de una belleza extrema. Recorrió con la vista las curvas de los omóplatos de su amigo y el hueco que formaba el centro de la espina dorsal. Ahí su piel estaba todavía más tostada, y su vello rubio parecía una capa de terciopelo. Sintió ganas de pasar el dorso de la mano para sentir la suavidad. Unas cuantas pecas salpicaban aquel lienzo. El azar había tenido el capricho de unirlas y, como si de estrellas se tratase, reproducían la inconfundible imagen de la Osa Mayor.
***
A la hora acordada estaba recién duchado y sentado a la mesa comiendo con sus padres. Ellos hablaban de un compromiso que le había surgido a Ignacio en la clínica. Debía ir un día de la semana próxima a Ontuelos a operar a un paciente complicado. Alejandro los escuchaba con las voces amortiguadas por el sopor propio de las tardes de agosto. Acabó de comerse su rodaja de melón y se disculpó porque le apetecía retirarse un rato a su habitación.
Se tumbó con los pies casi colgando de la cama, se le había quedado pequeña, igual que la mitad de su ropa. Llevaba puestos solo unos calzoncillos y el aire que entraba por la ventana era fresco, estaba en el edén de las siestas.
La mochila descansaba en el suelo, estiró el largo brazo y consiguió sacar el chicle que le había dado Álex. Se lo metió en la boca, tenía un agradable aroma a sandía. Imágenes y sensaciones de la mañana con la pandilla le venían a la mente. Decidió relamer el episodio del masaje en la espalda y la lección de astronomía. La intensas y sugerentes emociones se le mezclaban en la cabeza y alteraban su cordura. Un escalofrío le recorrió el cuerpo entero. Ese sabor dulce que le invadía la boca en ese momento era el mismo que había invadido la de Álex. Por un momento fue consciente de la lengua, los dientes y los labios. Le sobrevino la idea de que aquello era como darse un profundo beso, en diferido, y aquel erótico pensamiento le pareció excitante. Quizá demasiado excitante.
***
¿Te apetece seguir leyendo y apoyando a esta humilde «cuentista» a que siga creando historias como esta?
Pues no esperes más. Esta novela ahora mismo se encuentra publicada y a la venta, de la mano del sello SELECTA de Penguin Random House, en todas las plataformas de venta de libros como AMAZON, FNAC, CASA DEL LIBRO, GOOGLE BOOKS... ¡POR TAN SOLO 1,89€!
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top