Capítulo 6




― ¡Me encanta el destino!

Ernesto se emocionó cuando Nadia dijo a dónde se dirigían. No era la primera vez que decían de ir allí, pero sí la primera que lo cumplían. Belén, que era experta en la zona, no dejaba de hablar de los pueblos de la Serranía. Desde Ronda, que era el más conocido e importante, hasta los pequeños pueblos que se encontraban alrededor. Todos ellos con su identidad propia, con sus cuestas, sus calles empedradas, sus casas blancas y gentes amables. Era una enamorada de Faraján, un pequeño pueblo de menos de 300 habitantes, en el que había vivido un tiempo por especializarse en micología.

―Qué chica más rara Belén, ¿verdad? ―comentó Nadia en el camino. Los otros no dijeron nada esperando que se explicara―. Hombre, lo digo por la paranoia que le dio por estudiar las setas.

―Tú bien que les haces fotos ―dijo Víctor.

―Bueno, algunas son bonitas, pero de ahí a que me ponga a estudiarlas...

―A cada uno le gusta lo que le gusta.

―¡Qué cortarrollos eres, Ernes! ―concluyó Nadia antes de seguir charlando y bromeando de otras cosas.

El camino a Faraján fue bastante entretenido, no dejaron de hablar todo el tiempo de cualquier cosa que se les ocurría. Hacía tiempo que no hacían un pequeño viaje juntos. Antes de que Nadia se fuera a Madrid, de vez en cuando, se iban de acampada. Ahora, aunque tanto Ernesto como Víctor, habían echado un saco de dormir por si acaso, todos coincidían en que no tenían edad para eso, y se iban a aprovechar de que el ayuntamiento había puesto en marcha el alquiler de algunas casas abandonadas en el pueblo. Las habían arreglado y ahora tenía una buena oferta de alquiler rural.

―Esto es genial ―comentó Víctor cuando entró en la casa alquilada.

―La verdad es que sí. Cuando llamé a Belén no lo dudó ni un momento. Menos mal que le hice caso.

―Sí ―habló ahora Ernesto―. Y menos mal que nos hemos apuntado. ¿Qué ibas a hacer tú sola en esta casa?

―Disfrutar de todo el espacio para mí, a ver si te crees que te necesito de perro guardián.

Ernesto se puso la mano en el pecho y su mejor cara de indignación, lo que hizo reír a los otros dos, que lo dejaron ahí parado mientras soltaban sus cosas cada uno en su habitación.

―Vale, yo también os quiero ―dijo finalmente, siguiendo a Víctor para soltar su maleta también.


***


Irene estaba totalmente absorta en el ordenador. No sabía el tiempo que llevaba ahí, pero no podía parar de escribir. Estaba inmersa en su nueva historia, quería acabar el capítulo que tenía en la cabeza antes de dejarlo y antes de la reunión que tenía, al día siguiente, con Lydia, su editora. Era una reunión informal, se conocían desde hacía muchos años y le gustaba estar pendiente de ella, por lo que la había invitado a ella y a Miguel Ángel, a comer con ella y su marido. Esa fue una de las razones por las que no dijo de irse con su hermana ese fin de semana. Primero pensó que Nadia quería estar sola, ya que de vez en cuando le gustaba perderse por ahí. Luego, cuando Víctor se apuntó al plan, sabía que era cuestión de tiempo para que Ernesto lo hiciera también, por lo que abría un poco la veda, no obstante, ella seguía teniendo aquella comida.

Pero ahora no estaba pensando en Lydia, ni en Nadia, ni siquiera en Miguel Ángel, que estaba justo en el salón contiguo a su despacho, haciendo dios sabía qué. Lo único que le estaba importando en ese momento era ver cómo iba a salir Lucía, su personaje principal, de la trampa en la que había caído.

Casi eran las siete de la tarde cuando pulsó el enter de su teclado, dando por finalizado su trabajo en el día. Sin que se lo esperara, los brazos de Miguel Ángel la rodearon por detrás, y éste le repartió besos por el cuello.

―¿Cuánto llevas ahí? ―preguntó ella echando la cabeza hacia atrás para facilitarle el trabajo.

―Poco, realmente. Tengo un sexto sentido cuando estás acabando.

―Sí, ¿no? ―preguntó ella con doble sentido.

―Mala ―le dio la vuelta a la silla bruscamente, poniéndola de frente a él, lo que provocó un grito de sorpresa por parte de ella.

Y entonces, cuando él la besó de aquella manera en que lo estaba haciendo, se volvió a olvidar de todo, incluido de su personaje principal, y se centró en él. En ese hombre que le hacía sentir tantas cosas. A veces se sorprendía de su capacidad de abstracción para con el mundo, pero lo agradecía enormemente. Centrar toda su atención en él y en lo que estaba sintiendo ahora. El mundo podría explotar en ese instante que no le importaría menos. Entre besos y caricias fueron a su habitación, dejando atrás el ordenador encendido y un capítulo sin guardar, del que ya se preocuparía luego.


***


Estaban los dos tumbados boca arriba sobre la manta, en el suelo, esperando a que Nadia cambiara los parámetros de la cámara para una nueva serie de fotografía nocturna. Agradecían estar bien abrigados pues, aunque la noche no era especialmente fría, en aquella zona no les estorbaba en absoluto.

El cielo se encontraba totalmente despejado, libre para que pudieran observar la inmensidad en la que pequeños puntos de luz se divisaban. En Málaga capital tenían la desgracia de tener una alta contaminación lumínica, por lo que no podían disfrutar de aquel espectáculo estrellado.

―Mira qué cantidad de estrellas, tío ―comentó Ernesto señalando al cielo.

―Sí, es impresionante ―contestó Nadia tumbándose en el hueco que le habían dejado, justo en medio de los dos.

Respiró hondo, dejándose mecer por el arrullo de los tranquilos sonidos de la noche: la suave brisa que mecía las ramas de los quejigos, el lejano batir de alas de alguna rapaz nocturna, incluso las respiraciones cadenciosas de sus amigos a su lado. Sonrió y continuó mirando al infinito. Sentía paz en aquel momento, parecía que el mundo estaba en su sitio.

―Mirad. Esa es Orión ―dijo de pronto Ernesto, señalando un grupo de estrellas―. Y eso de ahí la Osa Mayor.

―¡Te lo estás inventando! ―le acusó riéndose Víctor.

―¡Qué dices! ¡Claro que no!

―Tú no tienes ni idea de estrellas ―confirmó ahora Nadia.

―Perdonad que os corrija, pero de siempre fui un gran fan de Caballeros del Zodíaco, y te digo que esa se ve como Orión.

Los otros dos se apoyaron en sus codos y levantaron sus cabezas para mirarlo. Pocos segundos después, rompieron a reír por la ocurrencia.

Estuvieron haciendo fotos, hablando y riendo hasta cerca de las dos de la madrugada, cuando decidieron volver a la casa.

―Me encantan los Quejigales ―dijo finalmente Víctor, recostado en el pequeño sillón con voz somnolienta.

―Sí, es genial ―apoyó Ernesto mientras rellenaba las copas de vino, ya casi vacías―. Menos mal que me he autoinvitado, ¿eh?

―Sí, no sé qué habría hecho sin ti ―contestó Nadia bebiendo.

―Me adoras, lo sabes. Y ese tontito que se ha quedado sopa también.

Víctor balbuceó algo, lo que provocó la sonrisa de los otros. Ya mismo su amigo se pondría a hablar en sueños, algo que les resultaba tremendamente divertido, puesto que le podían preguntar lo que quisieran y él contestaría sin miramientos ni tapujos, sin sospechar al día siguiente si lo había hecho o no si sus amigos no se delataban. No obstante, solían apiadarse de él y no usar su sonambulismo para su diversión.

―Lo cierto es que sí, sois adorables los dos.

―¡Lo sabía!

―¿Y también sabías que eres un payaso?

―Sí, también había escuchado algo de eso por ahí.

Era tarde, pero estaban muy a gusto y ninguno se planteaba ir a la cama. Víctor estaba dormido en el sillón y nada le molestaba, y ellos estaban sentados en la alfombra, a pesar de que tenían un cómodo sofá justo detrás de ellos, con la segunda botella de vino casi terminada.

―Me hubiera venido sola ―comenzó algo más seria―. No me hubiera pasado nada y hubiera tenido un buen fin de semana fotográfico. Pero con vosotros es, sin duda, un gran fin de semana.

―Lo sé ―dijo pagado de sí mismo.

Nadia le dio un codazo.

―Bueno, ya en serio. Me lo estoy pasando muy bien. Gracias por no querer venirte sola.

Se quedaron un rato en silencio, hasta que Ernesto volvió a hablar. Se le empezaba a notar el vino y el cansancio en la voz. Haciendo que su ritmo al hablar hubiera disminuido bastante.

―Esto no tendríamos que dejar de hacerlo.

―No, tienes razón.

―A Bea le encantaría todo esto.

―¿Sí?

―Sí, le encanta la naturaleza.

―Bueno, pues a la próxima que se venga. Le podías haber dicho que viniera. ¿O es que te sigo dando miedo?

Esa última pregunta lo despertó un poco.

―¿Por qué dices eso?

―Sabes por qué. Tu reacción... vuestra reacción ―se corrigió―, el otro día me hace pensar eso.

―Es que... eres... ―ella alzó las cejas―. Vale, somos, o podemos ser muy protectores, tal vez demasiado, con el otro, ¿no te parece? Y nunca antes me había importado, pero esta chica me gusta, me ha ayudado a...

Ella esperó a que terminara la frase, pero al ver que no seguía le instó a hacerlo.

―Dejémoslo solo en que me ha ayudado.

―Oye ―le cogió el brazo dándole ánimos―. Puedes decirme lo que sea. No me puedes seguir echando en cara mis dos últimos meses en Madrid.

―No, no, pero esos dos meses fueron los que me... empujaron de alguna forma a pasar página. A superarlo.

―¿Pero a superar qué? ―preguntó confusa por sus palabras.

―No me hagas caso ―trató de cambiar de tema―. Este vino que hemos traído es peleón y me hace decir tonterías.

―No son tonterías si te importa tanto.

Él se terminó lo que le quedaba en la copa. Se levantó, con cierta dificultad, efectivamente el vino se le había subido bastante, aunque no era hasta ese momento, en el que se tambaleó un poco, que se dio cuenta. Notaba su cabeza embotada por el alcohol y no tenía muy claras sus ideas.

―Me está ayudando a superarte ―dijo finalmente.

Ella se congeló en su sitio, aún sentada en la alfombra y viéndolo a los ojos, algo vidriosos. Ernesto se encogió de hombros, no sabiendo qué más decir y no queriendo hacerlo realmente.

―Víctor ―llamó finalmente a su amigo―. Arriba. Cama. Dormir.

Éste se levantó, no entendiendo muy bien lo que le estaban diciendo. Nadia, reaccionando por fin, consiguió que se pusiera en pie y siguiera a Ernesto, que ya se había ido tambaleante hacia el dormitorio.

Ella no creía que habían bebido tanto, pero se dio cuenta de que se equivocaba. Ayudó a Víctor a llegar a su cama. En la de al lado ya estaba roncando Ernesto, que se había dejado caer boca abajo y sin quitarse la ropa.

Consiguió sacar de debajo de él la manta para echársela por encima y se fue a acostar. Tirada en su cama, pensaba en lo que Ernesto le había dicho. ¿Sería eso realmente lo que quería decir? ¿Lo estaría malinterpretando? No paraba de hacerse preguntas para las que no tenía respuesta. Se tapó la cara con la almohada para acallar su grito de frustración. Una hora después, agotada, consiguió conciliar un irregular sueño.

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