Capítulo 37
Parecía que todo estaba en calma cuando Irene regresó a la tetería. Allí, Víctor, se veía inquieto, mirando hacia la puerta cada dos segundos. Cuando la vio entrar fue hacia ella sin pensarlo.
―Tranquilízate, Vic ―le dijo antes de que preguntara nada―. Está bien. Ya se ha desahogado un poco.
―¿Qué le has dicho?
―Que le coma la boca a mi hermana ―contestó escueta, encogiéndose de hombros y marchándose hacia la barra.
Víctor se quedó allí parado unos segundos más, hasta que reaccionó y la siguió, con una leve sonrisa en la cara.
―¿Qué...? ¿Qué consejo es ese?
―¿Qué consejo es cuál?
―¡Aída, por el amor de Dios, deja tu momento ninja! ―comentó María con la mano en el pecho.
―Tienes el corazón muy pequeño, María. Eso te lo tienes que mirar ―contestó seriamente dándole un beso en la mejilla―. ¿Y bien? ―le insistió a Víctor, que era quien había preguntado.
―No sé de qué te sorprendes ―continuó Irene sin dejar que Víctor le respondiera a su amiga―. Es el mejor consejo que alguna vez alguien le pudiera dar.
―¿Cuál?
―No te molestes, Aída. Sabes que está pasando de nosotras. Ella seguirá y seguirá con sus explicaciones a su ritmo.
―¿Crees que así estará bien? ―preguntó Víctor, que también las ignoraba aunque no dejaba de sonreír al escucharlas.
María y Aída, que estaban por el lado interior de la barra, comenzaron a hablar entre ellas, prestando atención a lo que decían los otros dos, que parecía que estaban en su mundo.
―Creo que habla de Ernesto ―comentó María, como si fuera una confidencia, pero perfectamente audible.
―Veamos, Víctor, ¿Tú no crees que parte de los problemas de Ernesto terminarían si le comiera la boca?
―Bueno... ―Se quedó pensativo.
―¿A quién le tiene que comer la boca? ―comentó ahora Aída.
―Supongo que a Nadia, mujer ―contestó María en el mismo tono―. Aída, chiquita, estás muy ninja pero torpe del copón, hija.
Aída apretó los labios, aunque se entreveía su sonrisa. Su única respuesta fue darle un manotazo en el brazo.
―Pues eso ―concluyó Irene como quien tiene la verdad absoluta. Luego se dirigió a las otras dos―. A ver, cotillas, ¿no hay trabajo o qué? ¿Para qué os pago?
Ambas le tiraron paños de cocina que Irene no pudo esquivar y recibió en la cara. Aída se fue a atender una mesa donde la llamaban, e Irene a seguir recolocando cosas. Víctor se iba a poner en marcha también cuando María lo paró.
―Vic. ―Éste la miró, esperando que continuara―. En parte lo que decía Ernesto tenía razón. No has estado bien y estamos para lo que haga falta, lo sabes, ¿no?
―Claro.
―¿Lo sabes de verdad?
Víctor continuó mirándola.
―Rocío sigue esperando tener compañero de piso. Lo mismo te viene bien un poco de su locura. El orgullo no lleva a ninguna parte, Víctor. Si es solo por eso olvídate de ello, ¿vale?
Él tan solo asintió en respuesta, sonriendo un poco más intentando así dejarla más tranquila. Ella no quiso incomodarlo y ambos volvieron a sus quehaceres.
Por su parte Ernesto, algo más contento por las ocurrencias de Irene, llamó y fue a reunirse con Miguel Ángel y Dani, en casa de este último. Al ir en moto no tardó mucho en llegar allí, donde ya estaban los dos jugando con Manu.
―¡Hola, enano! ―le saludó Ernesto levantándolo sobre su cabeza y haciendo reír al pequeño.
―Mira quién ha salido de su cueva, Dani.
―Ya veo, ya. Hoy parece que ha recordado cómo sonreír.
―Ja, ja. Muy graciosos ―contestó aún con Manu en brazos―. ¿A que tu papi es gracioso?
―Sí, tito Nesto.
―Este niño aún no entiende el sarcasmo ―continuó dejándolo libre en el suelo―. ¿Y tú te llamas padre?
De pronto Laura llegó a la entrada del salón, donde seguían ellos, a toda prisa.
―Lo del sarcasmo es cosa mía, Ernes. Estoy trabajando en ello, el padre es más sosito ―dijo dándole un beso en los labios a Dani y despidiéndose de los demás con un beso en la mejilla.
―Pues estás haciendo un trabajo lento.
Ella sonrió y le tiró un beso tras guiñarle el ojo, cerrando la puerta tras de sí al salir.
―Pretendo que sea un niño normal.
―Los niños normales son aburridos. Manu quiere ser como tito Nestor, ¿verdad?
―¡Y como papi! ―gritó emocionado.
―Bueno, si no hay más remedio...
Manu sonrió ampliamente y gritando que iba a jugar, se fue a su habitación.
―Me encanta mi niño ―comentó Dani con cara de bobo, viendo cómo se marchaba.
Miguel Ángel con una servilleta le limpió la barbilla, como si se le estuviera cayendo la baba. Dani le pegó un manotazo apartándolo, aunque todos reían.
Fueron a sentarse al sofá. Sin preguntar nada, Dani había ido para coger otra cerveza para Ernesto y algunas patatas para todos. Llegó corriendo, no queriendo perderse nada.
―Tranquilo, hombre ―dijo Ernesto cogiendo su cerveza―. Sólo estaba preguntando dónde había ido tu novia. Que a ver cuándo os decidís, por cierto.
Dani sonrió y se sentó en el chaiselong tranquilamente.
―Pronto, no te preocupes. Aunque podrías hacerte cargo de lo tuyo y no de los demás.
―Touché ―contestó escueto.
―Bueno, va, alma en pena. ¿Qué ha hecho que hoy puedas sonreír? ―preguntó Miguel Ángel yendo al meollo del asunto.
―Tu novia y las cosas que se le ocurren. Por cierto, ¿la vas a dejar o algo? Porque creo que me he equivocado de hermana.
Miguel Ángel le tiró una patata, que Ernesto cogió y se metió en la boca.
―Estás con la correcta, créeme ―le contestó―. Sois los dos igual de tontos. ―Ernesto no lo negó.
―¿Qué te ha dicho Irene? ―preguntó ahora Dani.
―Que le coma la boca ―contestó divertido.
Sus amigos rieron con él. Ambos pensaban que era una solución que le llevaría a que Nadia asumiera y se hiciera cargo de sus sentimientos o que le torteara la cara, tras las risas así se lo hicieron saber.
Ernesto no podía estar más de acuerdo con ellos, pero ya había llegado un punto en el que se tenía que arriesgar. No quería perder la amistad que, desde tan temprana edad, habían construido, pero tal y como le confesara a Irene en la calle, y como en ese momento a sus dos amigos, ya no podía más.
Estaba en un punto en que ya no podía conformarse con ser sólo un amigo. No quería. Había intentado pasar página con una chica maravillosa, como era Beatriz, que se había integrado genial con su familia y amigos, sin haberlo conseguido. Sin embargo, el miedo seguía ahí sin que él pudiera hacer nada por remediarlo.
―Es que le dais muchas vueltas, Ernes ―le decía Miguel Ángel sacándolo de sus pensamientos―. Parecéis unos niñatos de instituto. Las cosas son más sencillas.
―No son más sencillas ―contestó Ernesto poniéndose de pie y dando vueltas por el salón.
Manu apareció de repente y se quedó mirándolo.
―¿Pasa algo, tito Nesto?
―Tito Nesto está ofuscado, peque ―contestó Miguel Ángel por él.
Manu lo miró ahora a él, sin entender la explicación.
―Y el padrino está medio tonto si cree que entiendes ofuscado, ¿verdad? ―dijo ahora su padre sentándolo a su lado―. Tito Ernesto está algo enfadadillo ―continuó explicándole.
―¿Por qué?
―Es complicado, enano ―contestó el propio Ernesto.
―No lo es ―le contradijo Miguel Ángel―. Seguro que hasta un niño de 3 años lo vería claro. A ver, Manu, ¿tú crees que tito Ernesto le tiene que decir a tita Nadia que la quiere?
―Miguel, el niño luego lo suelta todo ―le regañó Ernesto hablando entre dientes.
―Pues sería lo mejor que te podría pasar ―contestó de la misma forma.
―A tita Nania gusta cuando digo chero ―explicó Manu sencillamente.
―No hay más preguntas, señoría ―volvió a decir Miguel Ángel con una sonrisa.
―¡Que no es tan sencillo! ―insistió, volviendo a pasearse―. Y ahora menos. Ahora que... ―se interrumpió sentándose derrotado.
―Manu, cariño, ¿puedes ir a jugar unos minutitos? Enseguida nos reunimos contigo y jugamos todos, incluidos los titos, ¿vale?
―¡Vale! ―contestó sonriente bajándose del sofá.
Se acercó alegre hacia donde estaba Ernesto y se puso delante.
―Chero mucho, tito Nesto. Y a tita Nania. ―lo abrazó.
Ernesto le contestó cariñosamente y le dio un beso fuerte en la mejilla. Adoraba a ese niño, era fácil hacerlo. Y además tenía una capacidad innata de hacerlo sentir bien.
―A ver, Ernes ―comenzó Dani cuando su hijo entró en su habitación, desde la que se escuchaba cómo trasteaba con sus coches―. La enfermedad que tiene Nadia es muy jodida, sí. Y lo peor es que la propia Nadia es muy jodida. No se deja ayudar, ni pide ayuda, pero eso no quiere decir que no la necesite. Y que no lo diga no significa que no te quiera, pero tiene miedo, igual que lo has tenido tú siempre. Tenéis que superar ya lo que sea, Ernes. O lo superáis estando juntos, o termináis ya con vuestra agonía.
Miguel Ángel asentía con la cabeza, totalmente de acuerdo con su amigo. No duró mucho tiempo callado.
―¿Por qué lo dejaste con Bea? Ahí tenías una oportunidad de ser feliz. ¿Qué no tenía Bea? Nos hablaste de ella mil veces, todo cosas buenas, pero... ―Dejó la pregunta implícita en el aire.
―Pero no era ella ―completó.
―¡Exacto! ―continuó Miguel Ángel―. Sería menester que te pusieras de nuevo los huevos en su sitio y vayas a decirle lo que sientes de una maldita vez.
Ernesto lo miró con cara de odio.
―Mis huevos están bien, gracias.
―No te creas ―insistió Miguel Ángel pinchón.
―¿De verdad crees que vuestra amistad se puede romper así como así? ―medió Dani, ignorando el comentario socarrón de su amigo.
―No sé. Nadia, estoy perdidamente enamorado de ti. ¿Ah, sí? Yo es que pensaba no sacarte de la friendzone en la vida. ¡Oh, vaya! ―decía él manteniendo un fingido diálogo―. Sería cuanto menos incómodo.
Sus amigos rieron con sus ocurrencias. Miguel Ángel se levantó de su sitio, sacudiéndose el pantalón vaquero de migas de patatas y poniéndoselo bien, con toda la parsimonia del mundo. Lo miró fijamente haciendo ver que iba a decirle algo, por lo que Ernesto se mantuvo atento.
―Ve y cómele la boca ―dijo tras un rato de tenso silencio―. Me voy a jugar con mi ahijado.
Se marchó dignamente, como si sus palabras hubieran sentado cátedra. Dani lo miraba sonriente, mientras que Ernesto se tapaba la cara con la mano. Pocos segundos después, miró a Dani de forma intensa.
―¿Y después de comerle la boca qué?
Éste lo miró, algo más serio que antes. Se incorporó un poco en el sitio, llegando a apoyar los codos sobre las rodillas y, tras una breve pausa, contestó.
―Después la convences de que vas a estar ahí con ella, lo quiera o no. Si su miedo es ser una carga para alguien le haces ver que no es así. Se lo dices, una y otra vez. Se lo dices, tantas veces como sea necesario hasta que se lo crea.
También se puso de pie.
―Anda vamos, que le dije a mi hijo que iríamos todos a jugar.
Nota de autora: Bueno, la decisión de Ernesto sigue en el aire, aunque ninguno de los consejos que le han dado son malos desde luego. Por suerte o por desgracia, queda muuuuuuy poco para que llegue el final. ¡Gracias por leer!
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