Capítulo 36

Estaba acostumbrado a que hubiera mucha gente los viernes pero, o bien media Málaga estaba allí metida, o bien a él se le estaba haciendo un poco cuesta arriba por el sueño que tenía. No había dormido nada tras la noticia de la noche anterior y además esa mañana, tuvieron que ir todos para recoger cualquier rastro del estropicio que habían dejado la noche anterior.

La fantástica idea de Irene de ir a destrozar platos y vasos fue lo que todos necesitaban. Manu no daba crédito cuando vio a todos sus locos tíos, dejándose llevar por su locura transitoria. No era un buen ejemplo para él, pero le intentaron explicar que era necesario y que era un única excepción, tratando de evitar que se convirtiera en un descerebrado, carne de cañón para "Hermano mayor".

―Era una fantástica idea... anoche ―musitó Víctor, que portaba unas pronunciadas ojeras.

Irene que se encontraba dentro de la barra a su lado, lució avergonzada. Ella tampoco había podido descansar suficiente porque, esa misma mañana, había tenido que ir con María a comprar lo necesario para reponer todo lo roto.

―Lo siento ―volvió a decir―. Pero reconócelo, Vic, era necesario. ¡Os ibais a desmayar todos!

―¡No nos íbamos a desmayar! ―se defendió, hablando por encima del ruido de la licuadora.

―¡A mí me vino genial! ―gritó ahora María, que era quien estaba haciendo el ruido infernal.

―¡Y romper cosas mola! ―Irene gritó también, aunque en su caso innecesariamente porque María ya había terminado, haciendo que su voz resonara en toda la instancia.

María y Víctor se rieron de ella, que estaba roja de vergüenza, mientras pedía disculpas con gestos a los clientes que se habían girado por la voz, y que volvían ahora a sus propias conversaciones con más de una sonrisa socarrona.

―Ha sido genial ―dijo Víctor, sin parar de reír―. Esta vez has dado en el clavo ―le comentó a María chocando las manos con ella.

Irene sólo los miró con odio, lo que hizo que rieran más. Ambos habían pasado ya su crisis por los pensamientos autodestructivos de Víctor y volvían a disfrutar de la compañía mutua como siempre había ocurrido. Irene no podía alegrarse más por su amigo, que sabía estaba pasando una mala racha.

―Sois lo peor. Encima que he ido esta mañana a reponer material y que aquí estoy ayudando.

―¡Qué menos! ―entró en la conversación Aída, que llegaba con una bandeja llena de tazas para lavar.

―Perdona, bonita, pero no vi que anoche te quejaras... ¡Dios! ¡Qué mal ha sonado eso! ―dijo tapándose la cara con las manos.

Sus amigos volvieron a reírse de ella.

―Bueno, basta ya. A trabajar todos, que parece que toda Málaga se ha echado a la calle para venir aquí ―concluyó ella misma.

―¡Amén, hermana! ―contestó María, comenzando un nuevo pedido.

Víctor salió de la barra con las bebidas y el crepe que le habían pedido en una de sus mesas. Le venía muy bien trabajar para dejar de pensar. De cualquier forma, si hubiera estado en casa tampoco hubiera podido descansar nada.

No se perdonaba que Nadia había pasado por todo sola. Ni se lo perdonaba él, por no haber estado pendiente, ni se lo perdonaba a ella por no confiárselo. Tampoco Irene estaba exenta de culpa, aunque lo entendía y no podía reprocharle su silencio.

Eran las siete de la tarde cuando Ernesto traspasó el umbral de la tetería. Saludó a Irene y María, que seguían tras la barra, con una seca cabezada y una sonrisa que bien parecía más una mueca. Ellas lo miraron, con los labios apretados y con preocupación en sus caras. Lucía pálido y ojeroso, lo que parecía ser lo normal en todos aquel día.

―Veo que tenéis mucha faena. No esperaba que hubiera tanta gente.

―Mis zumos los vuelve locos ―se volvió a meter en la conversación Aída, que aparecía por detrás de él.

María la miró, entre perpleja y divertida.

―No has hecho ni uno hoy ―le contestó, tirándole un paño de cocina―. Y además, ¿cómo lo haces para aparecer así de la nada? ¿Te has acostado con Nacho o con un ninja?

Una vez más, todos los presentes no pudieron hacer más que reír, sobre todo al ver el extremo sonrojo de Aída, a la que había pillado descolocada el comentario.

―¡Qué brutita eres cuando quieres, hija! ―fue lo único que dijo antes de unirse a las risas.

Fue la primera vez en el día en el que Ernesto sonrió sinceramente. Había ido allí buscando a Víctor, pero al ver tanto movimiento, sus esperanzas de hombro en el que apoyarse, se habían esfumado.

―¿Por qué suspiras, Ernes? ―le preguntó Víctor, que también había aparecido de pronto.

Ernesto se echó la mano derecha al corazón. Ni siquiera se había dado cuenta de que había suspirado, pero sí pensaba que pronto sus amigos conseguirían que le diera un infarto.

―¿También te acuestas tú con Nacho o qué?

Víctor se atragantó con el agua que estaba bebiendo, mientras el resto volvía a reír.

―Bueno, vale ya de poner imágenes traumáticas en mi mente. Es mi hermano, no quiero saber con quién se acuesta ni cómo. ¡Agh! Es como pensar en Rajoy con alguien.

―¡Puaj! ―dijo ahora Aída―. Dios, Irene, ¿no tenías otro ejemplo? ¡Ahora ni yo me voy a acostar con él! ―concluyó, poniendo un nuevo pedido en una bandeja y marchándose.

Víctor no sabía a qué venía aquello, pero tenía miedo de preguntar, sobre todo por no escuchar la posible barbaridad de boca de Irene y María, que seguían riendo a carcajadas. Fue esta última la que interrumpió el cómodo silencio.

―Anda, Vic, tómate un descanso.

Este frunció el ceño.

―Sí, eso. No hay ningún pedido pendiente y yo cubro tus mesas un rato ―añadió Irene, haciendo un gesto hacia Ernesto, que estaba absorto mirando la gente en la sala.

Víctor afirmó con la cabeza y les dio las gracias silenciosamente.

―Tengo cinco minutos, ¿te tomas algo conmigo?

Ernesto le prestó entonces atención. Dio una seca cabezada como contestación, parecía ser últimamente su gesto favorito.

―Una cerveza, por no pedirte algo más fuerte.

―No, mejor que no ―dijo cogiendo una cerveza para su amigo y un refresco para él.

Se sentaron en una pequeña mesa que había en la misma entrada, y que era siempre la última en ocuparse por ser muy pequeña, aunque en las últimas semanas, más de una conversación importante se había llevado a cabo allí.

―¿Cómo estás?

―¿Cómo voy a estar, Víctor? Estoy hecho una mierda y pensando también que soy un mierda por preocuparme por mí, y no entendiéndola a ella ―contestó bebiendo gran parte del contenido de la botella.

Su amigo asintió, totalmente de acuerdo.

―¿Por qué somos así, Vic?

―No te entiendo.

―Sí, me entiendes perfectamente. Somos orgullosos, cerrados, herméticos... ―enumeraba gesticulando con las manos―. ¿Qué lleva a Nadia a no pedir ayuda? ¿A querer pasarlo todo sola? ¿Qué te lleva a ti? ¿Por qué? ¿Cuándo empezamos a ser así? Yo... yo... yo no lo entiendo, Víctor.

Ernesto estaba desatado. Tenía los ojos brillantes, de nuevo la rabia y la impotencia lo invadían. Su amigo no tenía respuestas para él, pues tampoco sabía el motivo. No recordaba algún hecho o momento concreto en el que hubieran comenzado a actuar así, porque no recordaba haber actuado de ninguna otra forma nunca.

Ernesto se acabó la cerveza y lo miró, una vez más.

―¿Estás bien, Víctor? ―le preguntó serio.

―Eso te lo tendría que preguntar yo a ti que eres quien se quiere ahogar en alcohol, ¿no crees?

Ernesto no contestó, sólo continuó taladrándolo con la mirada y con una expresión imperturbable. Su amigo sonrió levemente y suspiró antes de contestar.

―Sí, Ernesto. Estoy bien ―contestó sincero.

―Pero no lo has estado.

―No, no lo he estado, pero...

―Pero nada ―lo interrumpió―. Pero ni tú me has dicho que estabas mal ni yo, dándome cuenta, te he ofrecido mi ayuda pensando que te iba a incomodar, pensando que está de más decirlo, porque tú ya tienes que saber que estoy disponible para lo que haga falta. Pero no. Se ve que no lo sabes ―sin darse cuenta fue alzando la voz. Víctor intentó callarlo, pero no pudo―. No lo sabes tú, como tampoco lo sabe ella. Porque se ve que conocernos desde que tenemos uso de razón no es suficiente para tenernos confianza. ¡Porque tú no sabes que estoy para lo que haga falta y ella aún menos!

―Ernesto ―dijo tajante Irene, que había aparecido a su lado.

Él estaba de pie, aunque ni se había percatado, como tampoco se había dado cuenta de que había terminado gritando. Tenía las manos a los costados, con los puños cerrados y temblando ligeramente. Por fin, tomó conciencia de dónde estaba. Se disculpó con ellos y salió. Irene paró a Víctor, dándole a entender que ella saldría a buscarlo.

―¡Ernesto! ―lo llamó haciendo que parara antes de que se alejara más.

Este dejó de andar y se giró lentamente.

―Lo siento, Irene, no pretendía...

―Me importa un carajo eso ―le interrumpió―. No vengo por eso, si no por ti.

―Ya no puedo más, Irene.

Ella no dijo nada más, sólo lo abrazó fuerte. Él se aferró a ella, como un naufrago del Titanic a una tabla, entonces se dejó ir y lloró. Irene le frotaba la espalda intentando calmarlo. Poco a poco, notó cómo su respiración se iba acompasando, hasta ser completamente regular, pero aún así no se separó.

―¿Mejor? ―preguntó Irene con la voz amortiguada. Él tan sólo asintió―. ¿Quieres que sigamos así en mitad de la calle?

Volvió a asentir. Ella se lo imaginaba como cuando de pequeño hacía un puchero.

―No quiero que me veas así ―explicó, efectivamente con voz infantil.

Irene rio y se separó lentamente, manteniendo aún cierto contacto.

―Pequeño, si te he visto de todas maneras. Te he cambiado hasta los pañales ―bromeó.

―¡Eh! ¡Eso no es verdad! ―contestó separándose del todo―. ¡Sólo me llevas un año!

―¡Qué tontaco eres!

Ernesto agradeció el momento de distensión que había creado. No obstante, Irene se vio en la necesidad de ponerse un poco más seria, ya que él se había desahogado un poco.

―Ahora viene lo peor, Ernesti. Y te pido que no te rindas ―él bufó―. Te voy a decir lo mismo que una vez me dijiste tú: te quiere, extrañamente, y podéis hacerlo funcionar.

Él se quedó en silencio, pensativo. No dejaba de rascarse la barba, la nuca o revolverse el pelo, más largo de lo habitual ya que llevaba más de dos semanas sin cortárselo.

―No sé, Irene. Cuando lo dejé con Bea lo tenía todo tan claro... Sabes que ahora no me va a dejar entrar.

―Pues entras a empujones ―le dijo decidida, en un tono que no admitía discusión alguna―. Lo intentaste una vez y mi hermana, que es idiota, no te entendió un carajo. En esta ocasión, que la crearás de nuevo, te asegurarás que lo haga. ¡Si es necesario que le comas la boca lo haces!

Ernesto soltó una carcajada.

―¡Qué bruta eres, jodía!

Ella rio con él, le dio un cariñoso beso en la mejilla y se despidió, porque tenía que volver a la tetería. Cada uno se iba en direcciones opuestas cuando Ernesto, de nuevo, la escuchó llamarlo de lejos. Se giró para mirarla.

―¡Recuerda comerle la boca! ―gritó sonriente, haciendo que toda la gente alrededor se le quedara mirando.

Ernesto no pudo, ni quiso, reprimir la carcajada. Si sólo fuera tan fácil como eso, pensó.

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