Capítulo 32




Una semana sin tener noticias de ella ya le estaba preocupando. Víctor decidió que de ese día no pasaba, así que terminó de vestirse y fue a su casa. Esperaba que al ser sábado estuviera allí. Claro que también había esperado verla el jueves y no fue así por lo que no tenía muchas esperanzas.

En el camino la llamó para no sorprenderla pero no le cogía el teléfono. Cuando llegó, pegó varias veces al timbre y al portero, pero Nadia no abría la puerta. Empezaba a preocuparse.

De pronto su móvil sonó. Lo miró rápido creyendo que sería Nadia, antes de que se arrepintiera y colgara. Se decepcionó un poco al ver que era María, aunque trató de que no se le notara en la voz.

―Hola guapa, me tienes abandonado ―saludó.

Fue una conversación bastante corta, en la que le pedía que fuera a la tetería. Ya que se había quedado sin su plan inicial, se marchó hacia el centro, a ver si así dejaba de pensar en desastres, que cuando su mente empezaba a maquinar no había quién la parara.

No tardó mucho en llegar al centro, sí que le costó bastante aparcar aunque al final lo consiguió. Entró en la tetería que estaba bastante tranquila ya que acababan de abrir y localizó rápido a María, pues se encontraba tras la barra colocando vasos. En cuanto lo vio sonrió ampliamente y fue hacia él para abrazarlo.

―¡Hey! ¡Qué cariñosa! ―comentó él, divertido―. ¿Acaso buscas algo de mí?

Ella le pegó un manotazo en el brazo.

―¿Acaso necesito alguna excusa para querer verte?

―Tú sabes que si me dices ven, yo lo dejo todo por ti.

―Luego yo soy la cariñosa.

Ambos se sentaron en una mesa donde podían hablar tranquilamente.

―¿Sabes algo de Nadia? No vino el jueves y está muy desaparecida. Estoy preocupada.

―No sé nada, yo también estoy muy preocupado. No es normal en ella desaparecer así.

María lo miró, entrecerrando los ojos.

―Bueno vale, no es descabellado ―rectificó―. Pero ya hacía tiempo que no lo hacía.

―Eso te lo concedo. Aída y yo lo hemos comentado, que tanto Nadia como Irene están muy raras últimamente. Son tan cabezonas que si les hiciera falta algo intentarán solucionarlo solas.

―Cierto.

―Tenemos que hacer por enterarnos y ver qué pasa ―Víctor asentía mecánicamente―. Pero no es por eso por lo que te he llamado.

Él continuaba prestándole atención, ahora más intrigado.

―Quería saber cómo te iría volver a trabajar aquí. ―Él se extrañó un poco―. Sé que no es de lo tuyo, pero Naza se va y nos va a hacer falta alguien. Antes de buscar a un desconocido quería preguntártelo.

Víctor entrecerró los ojos, mirándola con suspicacia.

―¿Has hablado últimamente con Rocío? ―preguntó pausando las palabras.

María se sonrojó un poco. No sabía mentir y, aunque no creía que tuviera que hacerlo, sabía que una respuesta afirmativa enfadaría a su amigo.

―La vi el jueves, ya lo sabes ―explicó ella saliéndose por la tangente.

―Sí, lo sé. Yo estaba allí ―continuaba con una falsa calma―. Me refiero a si has hablado de mí.

Víctor la taladró con la mirada. Por su expresión mortificada sabía cuál era la respuesta. Agradecía enormemente la ayuda de sus amigos, pero no quería depender de nadie.

―¡Bueno, sí! ―reconoció finalmente―. ¿Y qué pasa? ¡No es nada malo!

―Me voy ―hizo el gesto de levantarse, aunque María se lo impidió.

―¡No! No te mueves de aquí. Lo que te he dicho es verdad. No supone ninguna limosna. Pero aun no siendo verdad, Vic, no entiendo qué problema habría si te queremos ayudar. ¿Qué maldito problema tenéis con eso? De verdad que no lo entiendo.

Víctor se cruzó de brazos con cara enfurruñada. María continuó, aunque con una voz un tanto más calmada.

―Víctor, chiquito. He tenido suerte. Aída y yo nos arriesgamos en un buen momento y nos va bien. Pero nos va bien porque en su momento, vosotros nos ayudasteis. ¿Por qué ahora no podemos hacerlo nosotras? ¿Podrías, por favor, darme una buena razón? ―preguntó juntando las manos en señal de súplica.

Él continuó callado, con los brazos aún cruzados sobre su pecho. Podía ser sumamente encantador, pero era demasiado orgulloso para su bien. María seguía también callada esperando la supuesta buena razón, esa que no llegó.

―Mira, es una estupidez que te tenga que hablar de los tiempos que nos ha tocado vivir. A mí me gustaría tener como camarero a alguien que hubiera estudiado... camarería ―dijo intentando hacerlo sonreír, lo que consiguió―. Pero por desgracia somos una psicóloga y una de empresariales, guiando a otro psicólogo, a una futura maestra y, con suerte, a un matemático. Son tiempos complicados ya de por sí, para que tú te empeñes en hacerlo todo más difícil, Vic.

―Ya me habéis ayudado bastante ―insistió él.

María se echó las manos a la cara y se apoyó sobre sus codos en la mesa. Farfulló algo que Víctor no llegó a entender.

―Se acabó ―dijo repentinamente, provocando que él pegara un respingo―. Estoy cansada, Víctor. Estoy harta y cansada de esta actitud vuestra de no aceptar ayuda de nadie. Empiezas esta tarde. A las siete te espero aquí ―concluyó levantándose.

Víctor reaccionó levantándose también y cogiéndola de la muñeca para que no se alejara. El tono usado por ella le había dolido más de lo que le hubiera podido doler cualquier otra cosa, porque se escuchaba derrotada.

―No se trata de confianza, María ―le dijo con una voz calmada―. Siéntate, por favor.

Ella suspiró y se volvió a sentar, muy a su pesar. No creía que la conversación fuera a avanzar mucho más.

―No se trata de confianza ―repitió―. Se trata de fracaso.

―¿Qué fracaso? ―preguntó ella olvidándose de que iba a mantenerse callada.

―¡El mío! ¡No he llegado a nada en la vida!

―¿Qué coño me estás contando, Víctor?

―Que no me sirve de nada mi carrera, ni saber tantos numeritos. Que soy un fracasado que no sirve para nada y que no he llegado a ser nada en la vida, María. Eso te estoy contando.

Ella lo miró fijamente, con los ojos echando chispas y, sin mediar palabra lo abofeteó. Él se echó la mano izquierda a la cara y la miró también, aunque con los ojos desorbitados por la sorpresa.

―Que sea la última vez que te escucho hablar de ti así. No se lo consiento a nadie, menos a ti mismo ―dijo ella con un tono tajante que pocas veces había oído.

Él no reaccionaba. Su amiga le acababa de dar un tortazo y lo que más le dolía, era ver su cara de decepción ante sus palabras.

―Sí, he hablado con Rocío ―continuó―. Sí, deberías tú haber hablado conmigo. Sí, necesitamos a alguien en la tetería. Así que si no tienes un plan mejor, te espero esta tarde a las siete.

Se levantó sin esperar respuesta por su parte. Él seguía callado, parecía que estaba en estado catatónico, así que ella aprovechó para volver a hablar antes de irse.

―Cuando vuelvas a ser tú mismo y digas cosas inteligentes me dices.

Finalmente se fue, dejándolo allí sentado y mirándola con cara de estupefacción. No había salido aún de aquel estado, cuando Aída se acercó con un zumo en la mano y se sentó junto a él.

―Esta mesa está en racha ―le dijo poniéndole el zumo delante.

Él sólo la miró, el interrogante pintado en su cara.

―No hace tanto, aquí mismo torteé a Nacho ―explicó con una sonrisa boba, recordando el momento―. Y ahora parece ser que te lo has ganado tú. ¿Qué le has dicho exactamente? María no se pone agresiva porque sí.

―He hablado mal de mí ―contestó escuetamente, con un poco de timidez.

―Ajá ―dijo ella recostándose todo lo que la silla le permitía y dando un sorbo al zumo que le había puesto a él―. Puedes beber, está muy rico.

Víctor seguía sin salir de su asombro. Las conocía desde hacía muchos años pero a veces, sus amigos actuaban de forma muy extraña.

―¿Eso es lo único que me vas a decir?

Ella todavía se mantuvo un poco más callada. Él, entendiendo el por qué de su silencio, bebió zumo.

―Muy rico ―dijo mecánicamente―. ¿Eso es lo que me vas a decir? ―repitió.

―No he estado en la conversación, Víctor. No sé lo que has dicho para cabrearla, lo que sé es que me la he cruzado y parecía un basilisco y además me ha dicho que te ha torteado por gilipollas. Palabras textuales ―explicó encogiéndose de hombros.

―No he...

―No obstante ―le interrumpió ella―. Sé que te iba a decir que volvieras a trabajar aquí, obviamente. Me imagino que no le ha gustado tu respuesta. ¿Cuál es el problema, Víctor? Hasta donde yo sé, ahora mismo estás en paro.

Él agachó la mirada.

―¿Crees que te lo digo para hacerte sentir mal? ―continuó Aída rápidamente―. Porque no es así en absoluto.

―Ya lo sé, Aída. Es que... tengo la sensación de que no he hecho nada por mí mismo.

―¡Ahí está! ―exclamó ella de pronto, señalando.

Víctor se giró asustado buscando de qué hablaba su amiga. Con un gesto le preguntó eso mismo.

―Ahí está la gilipollez por la que María te ha guanteado. Y no descarto hacerlo yo también.

―No sé qué es lo que no entendéis.

―No sé qué es lo que no entiendes tú. Yo estudié psicología, con toda la ilusión de ser psicóloga. Quería ayudar a la gente a superar problemas. Ahora los ayudo poniéndole zumos. No me malinterpretes ―se apresuró a continuar―. Me encanta esto. Me encanta lo que hemos conseguido. Pero no era mi plan A. Ni el de María, que yo lo sé.

―Pero al menos tienes tu plan B, Aída.

―Sí, y no me fue fácil. Y os tuvimos en el proceso. Y tú nos ayudaste como el que más. Ni todo el mundo tiene un plan B ni se lo puede permitir. ¡Y qué carajo! No todo el mundo tiene siquiera un plan A.

Víctor bebió zumo, procesando lo que ambas le habían dicho. No dejaría de sentirse un fracasado de la noche a la mañana ni mucho menos, pero lo que sí tenía que hacer era dejar de autocompadecerse. Así no llegaba a ningún lado.

Aída, ahora callada, tan sólo observaba cómo él sin darse cuenta, estaba llegando al final del vaso. Si se fijaba un poco más podría ver los engranajes de su amigo girar en su cabeza.

De pronto, sin mediar palabra, se levantó. Aída pegó un leve respingo y lo miró sorprendida.

―Nos vemos a las siete ―le dijo sonriendo.

Ella le sonrió en respuesta y asintió contenta. Víctor le dio un beso en la mejilla como despedida.

―Luego lo arreglo con María ―avisó―. Voy a dejar que se le pase un poco el rebote. Tiene derecho a que se le pase un poco el cabreo.

Volvió a asentir y vio cómo se marchaba. Se levantó recogiendo el vaso para lavar sin dejar de sonreír.

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