Capítulo 30
No llevaba ni cinco minutos en casa cuando aporrearon la puerta. Se puso la toalla alrededor, pues estaba a punto de darse una ducha y fue a ver quién insistía tanto para verla.
―¡Migue! ¿Qué haces aquí?
Este entró sin dar respuesta alguna. Nadia, aún sorprendida, se asomó a la puerta por si veía a su hermana.
―¿Ha pasado algo? ¿Irene está bien? ¿Ese es tu pijama? ―preguntó sin parar.
―¡Mierda!
Había salido con tanta prisa que efectivamente, iba con la ropa que usaba para dormir, unos calzoncillos de pantalón y una camiseta llena de boquetes.
Nadia finalmente cerró la puerta y volvió a preguntar preocupada.
―Tu hermana está bien ―contestó por fin―. Pero... ¿y tú? ¿Cómo estás?
Ella frunció el ceño, confusa.
―¿Vienes en pijama a mi casa para preguntarme cómo estoy? ¿Recuerdas que hemos hablado hace un rato, verdad?
―Déjate de tonterías.
Miguel Ángel seguía acelerado, usando un tono de voz que pocas veces utilizaba, pues normalmente era más calmado.
―En serio no tengo idea de qué pasa aquí ―dijo Nadia con honestidad―. De todas formas, si me esperas un momento que me ponga ropa me cuentas qué locura te ha dado.
No esperó respuesta alguna y fue hacia su habitación. Tardó apenas un par de minutos en volver. Su amigo estaba sentado en su sofá y parecía más calmado en ese momento.
―Sé que te pasa algo ―dijo dejando apenas que se sentara―. Y me revienta eso que hacéis de callar. Y lo hacéis todos, ¿eh? Yo no sé qué trauma infantil tenéis, o qué tomasteis de pequeños, o qué pedrá os dieron, pero lo cierto es que os pasa.
Ella escuchaba pacientemente a que se desahogara. Sabía que tenía que ser difícil para él ser amigo de personas tan herméticas como ellos. Tampoco ella sabía qué les llevaba a ser así, si se habían contagiado unos a otros o qué ocurría, pero era algo que no podía evitar. No se había dado cuenta cuando lo dejó de escuchar, perdida en su propia mente, la que comenzaba a taladrarle por fijar la vista en un mismo punto.
De pronto escuchó que mencionaba a Ernesto y volvió a la realidad, no sabiendo cómo había llegado él a ese monólogo.
―¿Ernesto? ―preguntó confundida.
―Que le digas ya a Ernesto lo que sientes y ya está ―contestó con obviedad―. ¿Acaso no me estás escuchando?
―Pues mira, mejor que no ―Miguel Ángel la miró desconcertado―. ¿Por qué creéis que si me ocurre algo gira en torno a Ernesto? ¿Acaso los problemas femeninos han de girar alrededor de un hombre?
―No me vengas con demagogia que sabes que yo no pienso así. De hecho, ayer mismo le dije a Ernesto lo mismo que te he dicho a ti. Aunque creo que él me escuchó. Así que no va de hombres y mujeres, va de Nadia y Ernesto y vuestros amores supuestamente no correspondidos.
Nadia bufó, como única respuesta.
―Bueno, vale. Si no es por eso, ¿qué te pasa? Puedes confiar en nosotros. Puedes confiar en mí.
Ella se frotó la frente, el dolor de cabeza iba en aumento y no quería seguir pensando.
―¿Ves? ―se exasperó él, levantándose y poniéndose a caminar nervioso por el salón―. Es increíble cómo no confías en nadie. No tienes que hacerlo todo sola, Nadia. ¿Es que no lo ves?
―¡No, Migue! ¡No lo veo! ―explotó ya ella poniéndose también de pie―. ¡Y como siga así, no veré un carajo!
Miguel Ángel la miró con los ojos muy abiertos, confundido por sus palabras.
―¿De qué hablas? ―preguntó, ahora preocupado.
―De que estoy perdiendo visión, Migue ―contestó ya en voz normal―. No sé por qué, pero me está ocurriendo. Lo mismo me quedo ciega, ¿quién sabe?
Con un fuerte suspiro se dejó caer en el sofá. Él se sentó rápidamente a su lado.
―¡Qué dices! ¿Cómo te vas a quedar ciega? No digas chorradas, Nadia. Puede ser cualquier cosa.
Ella lo miró mal.
―Bueno, vale ―rectificó―. Cualquier cosa no. Pero no significa que te vayas a quedar ciega. Yo forcé mucho la vista con las oposiciones y me dijo el médico que volvería a la normalidad, y así fue. Lo mismo el estrés te tiene así, lo mismo no es nada.
―Pues vale, lo mismo no es nada ―reconoció―. ¿Y por qué tendría entonces que contar nada? ¿Por qué tengo que preocupar a nadie cuando puede ser que no sea nada?
Él fue ahora quien la miró mal. Negó con la cabeza, pareciéndole mentira la conversación que estaban manteniendo. Antes de responder a lo que le parecía una absurda pregunta, cerró los ojos y respiró. Cuando pensó que estaba lo suficientemente preparado, la miró.
―Te equivocas de base, Nadia ―dijo suavizando la voz―. No tienes que hacer nada. No se trata de tener que. Se trata de querer. De querer que la gente sepa de ti y te ayude. No porque nadie tenga que, si no porque se quiere.
―Y tu base de que no confío en vosotros también está equivocada. No se trata de no confiar...
―Vale ―interrumpió―. Puede que no se trate de falta de confianza. Se trata de orgullo y de protección. Lo primero es una estupidez. Lo segundo es muy loable, pero innecesario. Así que déjalo ya, Nadia. Si te vas a quedar ciega estaremos todos sujetando tu bastón.
Ella lo miraba inexpresiva, o eso aparentaba.
―No digo que no sea bonito lo que has dicho ―comentó finalmente―. Pero sería un tanto incómodo. Todos ahí con el bastón... al final me caigo.
Miguel Ángel rió con la tontería de su cuñada, a la que tiró un cojín, que le dio en toda la cara.
―¡Eh! ¡Que me vas a dejar peor! ―se quejó ella provocando una vez más su risa.
Nadia entendía perfectamente lo que le quería decir, aunque no podía evitar ser como era, no queriendo preocupar a nadie y, además, dependiendo de su pena o cuidado.
―Creo que le sigues dando vueltas a esa idiota cabeza tuya, así que te diré lo último. Cualquiera de nosotros estamos dispuestos a hacer por ti, todo lo que tú harías por nosotros. Así que piénsalo.
Se levantó del sofá, haciendo un sonido de máximo esfuerzo.
―¡Ah! Y habla con Ernesto, no quiero tener que escucharos más.
―¡Aguanta el genio ahí! ―le dijo ella parándole en seco―. A Ernesto ni una palabra.
―¿Pero qué coño me estás contando? ―se exasperó volviéndose a sentar bruscamente.
―Él está feliz con Beatriz. Que siga siendo así. No tendrá que cuidar a una persona insensible y muerta por dentro. Y encima ciega.
Miguel Ángel intentó protestar, pero ella lo calló con una mirada y señalándolo con el dedo. Él apretó los labios, viéndose ahora como una fina línea. Volvió a negar con la cabeza, no creyendo aún la tozudez de su amiga. Esperaba que en algún momento, lo dicho por él lo llegara a asimilar y entendiera que no era necesario que fuera tan cerradísima como era, aunque no albergaba muchas esperanzas.
―Me voy ―anunció finalmente levantándose por última vez―. Pero me voy disconforme con tu actitud. Lo de la vista no será nada, pero sea lo que sea estaré ahí, lo sabes, ¿no?
―Lo sé ―contestó ella con seguridad―. Me quieres robar mi bastón.
Sonrió de nuevo y le dio un beso en la mejilla como despedida.
Volvió a casa, tratando que nadie lo viera en el camino al coche, ya que ahora sí tenía conocimiento de que iba en pijama. No tuvo ningún problema en el barrio de Nadia, que parecía que estaba desierto. No tuvo tanta suerte en su propio bloque, donde se encontró con algunos vecinos: un muchacho que salía a sacar al perro y que se rió bastante por su indumentaria, y un matrimonio que lo censuró con la mirada, aunque no le importó demasiado pues tampoco es que dicha pareja lo mirara con mejores ojos en cualquier otro momento.
Cuando llegó a la puerta de su casa fue cuando se dio cuenta que no había cogido las llaves. En su prisa por irse, se había conformado con coger sólo las del coche, así que pegó al timbre esperando que Irene estuviera en casa y además, no le tuviera en cuenta el arrebato anterior.
Ella abrió la puerta, con una pose solemne y su media sonrisa en la cara. Él se rascó la cabeza con nerviosismo y la miró tímido. Irene se apartó de la puerta para que pudiera entrar, cosa que hizo sin pensar, pues no quería encontrarse con ningún vecino más.
―¿Más tranquilo? ―preguntó finalmente cuando él hubo dejado las llaves del coche donde siempre.
La volvió a mirar, ya no tan tímido, sí algo más asustado, sobre todo por cómo se desarrollarían los acontecimientos y cómo los asumirían.
La abrazó. Ambos se quedaron allí sin moverse durante un largo rato. Él sabía que necesitaba ese consuelo, pues si había algo que Irene no soportaba, era la incertidumbre. Era de las que creía que la ignorancia da la felicidad y, sin embargo, no quería ser feliz de esa manera.
―Dime que mi hermana es una hipocondríaca ―pidió con la voz amortiguada por el cuerpo de él.
―Tu hermana es una hipocondríaca ―contestó mecánicamente.
Irene levantó la cabeza y lo miró. Él la miró de vuelta e hizo una mueca.
―Vale. No creo que sea hipocondríaca, pero puede ser muchas cosas. Puede ser estrés, o a lo mejor ha forzado demasiado la vista en el trabajo. Puede ser muchas cosas, cariño, no te pongas en lo peor, que conozco tu cabecita ―aclaró dándole un beso en la frente.
Irene asintió, muy levemente y poco convencida, aunque queriendo creerle.
Nota de autora: ¡Hola pipol! Como no voy a poder en estos días, aquí os dejo otro capítulo más como regalito de Reyes. Espero que os haya gustado esta conversación pendiente. ¡Nos vamos acercando al final! Gracias por estar ahí.
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