Capítulo 1


Con un suspiro de satisfacción, cerró la última maleta que le quedaba. Ya lo tenía todo guardado. Las cajas con sus cosas apiladas en un rincón, para cuando llegara el camión de mensajería. Miró a su alrededor, buscando que no se dejara realmente nada que quisiera conservar, no quería que su casero tuviera que enviarle algo de última hora.

Se fue a la cocina para hacerse un café de sobre, que había dejado preparado la noche anterior. Mientras se calentaba las manos con la taza sonrió, un poco con orgullo, un poco con nerviosismo, no lo podía evitar. Por fin volvía a su casa, por fin dejaba atrás una época que, si bien le había permitido sanar heridas, llegaba a su fin ahora.

Era el momento, lo sabía. No estaba preocupada por la decisión tomada, aunque hubiera sido más repentina de lo que ella hubiera querido, pero así se habían dado las cosas.

Nadia solamente le había dicho a sus padres que volvía a su Málaga natal. Vivía en Madrid desde hacía cuatro años, y por fin volvía para quedarse. No había regresado desde sus vacaciones de Navidad, y de eso hacía casi tres meses ya. El trabajo la tenía totalmente absorbida, mucho más en los últimos dos meses, en los que comenzaron sus planes de volver, cuando un antiguo profesor de fotografía se había puesto en contacto con ella para hacerle una oferta que no podía, ni quería, rechazar.

En esos meses no tuvo apenas tiempo de otra cosa que no fuera terminar sus trabajos pendientes, y preparar sus cosas para su nueva mudanza. A pesar de no haber llevado con ella muchas cosas la primera vez, se sorprendía de lo que podía llegar a acumular.

Miró su reloj, quedaba poco más de una hora para que llegara el camión que llevaría las cajas a su nuevo hogar. Había hablado con su madre, que sí que sabía cuándo volvía, y le había buscado un piso de alquiler. Costó alguna que otra discusión con ella, que insistía en que se podía quedar en su casa y ya pensaría más adelante dónde quedarse, pero Nadia quería su independencia. Llevaba muchos años viviendo sola y quería mantener esa libertad, a pesar de que entendía a sus padres, que querían también tenerla de vuelta después de tanto tiempo.

Miró una vez más su reloj, casi eran las nueve de la mañana. En cualquier momento llegaría la empresa de mensajería y ella, una vez que ellos se llevaran todo, cogería su coche y partiría de regreso a casa.

Los nervios le ganaban al cansancio de haber dormido poco durante los días anteriores, pues se había dedicado a despedirse de todos los compañeros y amigos que dejaba en Madrid. Finalmente, y sólo cuando pasaban unos pocos minutos de las nueve, llamaron al telefonillo para indicar que ya habían llegado. El muchacho de la empresa de mensajería metió todas las cajas en su camión y se marchó.

Nadia le echó un último vistazo a la casa, cogió su maleta, su bolso, las llaves y cerró, sin dejar de tener una sonrisa en los labios. Le dio las llaves al portero, ya lo había concretado así con su casero, y se marchó rumbo a su coche, despidiéndose mentalmente de todas las calles por las que iba pasando.

Conectó el mp3 al coche, subió el volumen de la radio y se puso en marcha, sin dejar de cantar en todo el camino. Se paró a comer tranquilamente, no quería que le ganaran las ansias de llegar, no tenía prisa ni tampoco tenía esta vez fecha de vuelta, así que se lo tomó con calma.

Sobre las cuatro de la tarde llegó a su ciudad. Fue directamente a casa de sus padres. Los echaba de menos, a pesar de que su madre ya controlaba bastante el Whatsapp y el Skype y la veía a menudo por esas vías. De cualquier forma, nada se comparaba a recibir uno de sus achuchones, aunque eso no se lo podía decir a ella porque, si lo hacía, no pararía nunca de hacerlo.

Las llaves tintineaban en su mano y a punto estaba de dar la vuelta a la cerradura, cuando la puerta se abrió con bastante fuerza, dejando ver a su hermana Irene, que salía de espaldas mientras no dejaba de discutir con su madre.

―¡Es que no entiendo por qué tengo que mirar eso...! ―se interrumpió a sí misma cuando vio que en el rellano, estaba Nadia sonriente.

Su madre, que seguía sin darse cuenta, continuó intentando retener a su hija.

―Irene, por favor, mírame eso.

Sólo al ver que su hija mayor estaba parada en la puerta, abriendo y cerrando la boca como un pez fuera del agua, se percató.

―Menos mal que ya has llegado, hija ―le comentó ahora a Nadia―. Aquí, la señorita, se marchaba sí o sí, que parece que no pueda pasar ni una hora sin su novio.

Irene se sonrojó y miró mal a su madre, que ahora estaba abrazando a su hermana y haciendo que esta entrara en casa.

―¿Me vas a saludar o vas a seguir ahí como un pasmarote?

Irene entonces reaccionó, reconocía que había estado un poco lenta, pero ya era hora de espabilar un poco.

―Perdone, ¿la conozco? ―preguntó a una, ahora sorprendida Nadia―. Lo cierto es que tengo una hermana que se le parece mucho, pero lleva bastante desaparecida, así que...

Nadia sólo le sonrió y se le echó encima, abrazándola por la cintura y levantándola del suelo.

―¡Bájeme, desconocida! ―gritó Irene riendo.

Al ser puesta de nuevo sobre el suelo, no pudo más que darle un abrazo. Se fijó entonces en la maleta de su hermana, que aún estaba abandonada en la entrada de la casa y que era más grande de las que solía llevar.

―¿Cuánto te quedas? ―preguntó al soltarla.

No obstante, Nadia no pudo contestar, pues su padre hizo también aparición.

―¡Claro que sí! ¡Ignoremos al viejo! ―se hizo el indignado.

―Ya sabemos de quién has sacado la tontería ―le dijo a su hermana antes de ir hacia el abrazo de su padre.

Ambos, sin soltarse, entraron al salón y dejaron allí a Irene con la maleta. Ésta no hizo más que entrecerrar los ojos y, suspirando, cogió la maleta y la llevó rodando tras su familia.

El grito se escuchó seguro en todo el bloque. Por fin habían contestado a Irene su pregunta sobre el tiempo que se quedaría y le salió solo. Sus padres pegaron un respingo por la potencia de voz y, además, por la efusividad de su hija, normalmente muy controlada.

―¡Ostris, Pedrín! ―exclamó Jesús, su padre, que siempre procuraba no decir insultos delante de sus hijos, manía que cogió desde que Nacho repitió una mala palabra dicha por él y su mujer le regañó.

―Sabes que ya tenemos edad de decir tacos, ¿verdad, papá? ―se metió con él Irene, que ya había recuperado su tono de voz normal.

―Bastantes decís sin que yo os ayude ―contestó él sin inmutarse―. Tampoco levanto la voz y mira tú. ―Irene le sacó la lengua infantilmente.

No podían estar en casa de su madre y no merendar, qué clase de anfitriona sería, por lo que entre café y tostadas, continuaron hablando y poniéndose al día, sobre lo acontecido en esos meses que habían tenido tan poca comunicación. Nadia estaba pletórica. Estaba muy bien en Madrid, sobre todo tras su primera visita a Málaga, seis meses después de irse tan precipitadamente, y en la que solucionó algunos temas pendientes, que no hacían más que provocarle dolores de cabeza. Pero el que ya estuviera bien no quería decir que no pudiera estar mejor, como se estaba demostrando.

Sobre las ocho de la tarde, pegaron al timbre. Irene fue a abrir la puerta, encontrándose a su muy mosqueado novio, Miguel Ángel.

―¡Ostras, Pedrín! ―exclamó Irene cuando lo vio, tapándose la boca con las manos.

―¡Bien dicho, hija! ―gritó su padre desde el salón.

Miguel Ángel enarcó una ceja, un tanto divertido ahora, por la expresión usada por ella.

―Se me ha olvidado, cariño, lo siento mucho ―se justificó rápidamente, haciéndolo pasar y dándole un rápido beso―. Pero tengo una muy buena excusa y seguro que no me lo tienes en cuenta.

―¡Hola, guapetón! ―dijo Nadia cuando él entró en el salón.

Miguel Ángel, que no se lo esperaba, abrió mucho los ojos. Automáticamente, el escaso mal humor que pudiera tener por el plantón de Irene, se esfumó por completo.

Ambos se abrazaron y se saludaron como si llevaran meses sin verse, lo cual era totalmente cierto. Miguel Ángel le regañó por no dar señales de vida durante tanto tiempo y, además, por no avisar de su vuelta, aunque entendía perfectamente el golpe de efecto que quería dar. Él la conocía, eran amigos desde hacía mucho, habían pasado por buenos y malos momentos, como en cualquier grupo de amigos puede pasar y, además, era su cuñada desde hacía más de tres años. Ya sabía de qué pie cojeaba.

Se alegró mucho cuando Nadia le contó que se quedaba definitivamente y que no era una simple visita. Por fin, el grupo estaba completo y sabía que Irene disfrutaría más pues, aunque no siempre lo demostraba, echaba mucho de menos a su hermana pequeña. A la vista estaba ya que no se le borraba la sonrisa de la cara. Él se quedó mirándola, viéndola disfrutar de su familia, sonriendo también cuando ella lo hacía.

―¡Eh, chico! ―Lo sacó su suegro de su ensoñación―. Deja de mirar a mi hija como si te la quisieras comer.

―¡Papá! ―dijeron las hermanas a la vez, llamándole la atención.

Jesús no pudo más que soltar una carcajada antes de levantarse para ir a la cocina. Le encantaba poner en aprietos a su yerno, era muy fácil ponerlo colorado.

Siendo ya las nueve de la noche, Nadia decidió esquivar la insistencia de su madre para que se quedara a cenar, y dijo de irse a su nuevo hogar. No era totalmente desconocido para ella, porque era la antigua casa de su tío, que ahora alquilaba, así que por qué no hacerse un favor mutuo y ser ella la inquilina. Su madre se había encargado de hablar con su hermano que, aunque quisiera, no podría decirle que no a su, a veces intimidante, hermana mayor.

Irene y Miguel Ángel la acompañaron para ayudarla en lo que hiciera falta, algo absolutamente innecesario porque Lucía, su madre, se había encargado de todo.

―Te dejo respirar hoy ―avisó Irene poco después de llegar al piso de su hermana―. Mañana nos vemos y me cuentas todo mejor, que papá no paraba de dispersarse.

―Yo mañana quiero ver a mi chiquitín. Si tú quieres estar delante no me opongo ―contestó bromista.

―Vale, lo acepto. Voy a avisar a Laura y Dani y nos vemos mañana. De todas formas habíamos quedado, pero tú no estabas invitada, so tonta.

Ahora fue el turno de Nadia de sacarle la lengua. Miguel Ángel, sonriente, fue quien concluyó la conversación.

―Anda, vámonos y déjala descansar. Mañana nos vemos, guapita de cara ―le dijo después a Nadia.

Se despidieron con un beso y se marcharon, dejando a una agotada Nadia, sola y feliz. Extrañamente feliz.





Nota de autor: Va este primer capítulo dedicado a ella, pero tendría que ser todo el libro, porque sin su insistencia y cariño esto no habría sido na-da. Gracias Azzaroa siempre, por todo.

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