Capítulo 39
"Tus besos son como el hielo; fríos que queman mi interior, a punto de matarme de locura".
.
Había pasado una semana y mi cuerpo pedía a gritos el descanso. Dormíamos muy poco y entrenábamos mucho.
Gruñí y partí el tronco con más fuerza con el hacha que llevaba en mis manos. Me encontraba cortando madera, pues habíamos sido enviados a un bosque lejano, dejando a Wydoll a una distancia considerable.
Mi pecho desnudo era bañado por las gruesas gotas de sudor que salían por todo mi cuerpo, y el frío colgante de metal azotaba sin piedad mi pecho cada vez que levantaba el hacha y la impulsaba para partir más troncos.
A mi lado se encontraba Sámuel, con la misma tarea que yo ejercía. Debiamos preparados debidamente para el invierno. La nieve comenzaba a caer, y la temperatura comenzaba a bajar.
Fuimos expuestos a climas extremos en habitaciones especializadas para obtener resistencia a cualquier clima, y fue totalmente efectivo.
Tan efectivo que me daba miedo.
Muchas de mis cicatrices apenas se veían y habían otras más notorias, pero con los extraños remedios de Fanýa estaban desapareciendo.
El castaño se mantuvo callado todo el tiempo, mientras yo estaba colérico, partiendo todo con rabia.
En el último tiempo mi cuerpo se había visto obligado a cambiar. Siempre me mantenía delgado, pero no me veía desnutrido, y con algunos músculos levemente marcados.
—¿Te sucede algo? —preguntó y decidí ignorarlo. Frunció sus labios en una mueca incómoda y no volvió a preguntar más. Obviamente no estaba bien. Estaba rabioso, enfadado, con ganas de arrancarle la cabeza al viejo Hiorabe y que alguien me la arrancase a mí.
Pasé dos desagradables días en entrenamiento mental para suprimir las imágenes y recuerdos que golpearon mi mente violentamente y dejándome en un estado de shock.
Veía mis manos y simplemente veía sangre, aunque no la tuviese.
Los gritos, alaridos y llantos no salían de mi mente. Repetía una y otra vez las mismas escenas, donde arrebataba vidas sin piedad o compasión.
Era un maldito monstruo, un demonio que arrebató centenares de vidas, que quemó aldeas, que destazaba animales como si de arcilla se tratase.
Estaba enfadado. Entendía la inmensa preocupación de Hioba y los demás hacia mí.
Continué golpeando el tronco con el hacha basta que sentí unos robustos brazos detenerme y alejar la herramienta de mí. Le dediqué una mala mirada pero no me soltó. Se colocó frente a mí dejando sus manos sobre mis hombros, los cuales dolían mucho.
—Tranquilo, nada es tu culpa. Todos sabemos que te manipularon para matar.
Odiaba la sensación, odiaba saber que era un simple títere que se negaba a desobedecer una orden. Aunque no quisiera, mi cuerpo obedecía y mi mente se nublaba.
Es como si me hubiese vuelto un robot.
Quería morirme. Rogaba que alguien me arrebatara la vida. No merecía vivir.
Forcejeé en los brazos de Sámuel lo más que pude, queriendo liberarme pero al mismo tiempo quedándome quieto.
Me resigné, y caí al suelo, con el castaño aún apretándome con sus brazos. Quería que me soltara, pero al mismo tiempo que me dejase quedarme ahí.
Sámuel era un maldito bastardo, un abusador, un asesino, un manipulador, pero al final no tenía la culpa. Era sometido a una droga que lo obligaba, al igual que yo.
Sin necesidad de drogas, yo ya obedecía. Me habían manipulado y controlado mentalmente. Me odiaba, me aborrecía, ¡me maldecía a mí mismo!
Al final no podía mantener mucho tiempo mi odio. El odio se convertía en enojo, el enojo en culpa, la culpa en depresión, y la depresión en perdón. Al final era el mismo proceso sin importar la situación.
El suelo se sentía frío por la nieve que caía lentamente y acariciaba sin piedad mi espalda desnuda. Permití refugiarme en los anchos brazos de Sámuel.
Si no puedes con el enemigo, únetele.
Sabía que él no tenía la culpa de ninguna de sus fechorías, pero al final al único que veía abusándome era a él, al que veía golpearme, era a él, al que le guardaba rencor, era a él.
Y a Anoced.
Era un desgraciado y un cobarde.
Me dejé llevar y rodeé el fornido torso del castaño en un desespero por mitigar el frío. Mis labios y uñas comenzaban a verse morados, y mi pálida piel se veía más blanca de lo común. Casi parecía un cadáver.
Las terapias habían sido efectivas en cierta parte. Eran la única forma de sobrellevar las desgracias y mantenerme cuerdo. Estuve al borde de la locura, pero logré controlarme.
La relación con mis compañeros había mejorado levemente, no obstante, mantuve mi distancia.
—Está haciendo frío, vamos dentro de la cabaña —recomendó Sámuel, aún conmigo apretándolo. Negué, me separé de él y comencé a colocar en una pequeña casita unida a la cabaña todos los troncos partidos. No podía dejarlos ahí o la nieve los iba a cubrir.
Él entendió, y comenzó a ayudarme.
Cada vez hacía más frío y el color de mis dedos lo mostraba. De tanto trabajo mis manos estaban destrozadas, llenas de callos, cortes, cicatrices y muy rojas. Suspiré resignado, y terminé. Un estornudo salió de mi boca y luego de un "salud" por parte del castaño, opté por entrar a la cabaña.
En vez de encontrar tranquilidad, los encontré a todos en un estado peor que el mío. Todos los tres equipos estábamos reunidos. Unos curaban grandes heridas que aún no cerraban, otros luchaban por detener hemorragias, otros vendaban sus nudillos ensangrentados y mi equipo lo pasaba peor. Las constantes peleas entre ellos se volvieron una rutina. Las contiendas entre Loane y Erás eran cotidianas, R siempre se metía, los tres enfermeros que nos acompañaban -incluido Linceln- acababan incluidos, todos metidos en una violenta disputa donde acababan llenos de hematomas, sangre, golpes y heridas. Todo comenzaba como un entrenamiento y acababa convertido en una pelea.
Mi cercanía con Rea era mucha, a tal punto que desmoronaba las barreras psicológicas creadas por mí mismo. Entrenábamos juntos, cazábamos juntos, y dormíamos juntos.
De hecho, todos dormíamos juntos para soportar un poco el invernal frío que nos azotaba violentamente. Aunque el fuego de la chimenea ayudaba un poco, no era suficiente.
Éramos forzados por nuestro instinto de supervivencia para juntarnos todos dejando de lado todas las diferencias, y nos pegábamos como una colonia de hormigas salvajes.
Suspiré, y me senté frente a R, quien luchaba para vendar sus manos temblorosas y lastimadas. Le quité la venda y con suavidad, la vendé.
Acaricié sus nudillos vendados y los llevé a mi boca, donde deposité un ligero beso y los mantuve cerca de mis labios unos segundos. Me levanté, y me dirigí donde Loane.
El pobre tenía una herida muy fea en el pecho. Lo curé, y con una leve reverencia seguí con Erás; él tenía una hemorragia que no se detenía en su brazo. Un torniquete, desinfección y luego de suturar la herida fui con cada uno de los miembros del ahora equipo curando sus heridas.
No era la primera vez que lo hacía, de hecho, era muy común, pues era de loa pocos que tenían conocimientos médicos (a los cuales había sido obligado a aprender).
Luego de un suspiro, caminé a pasos largos hacia la ducha más cercana. Mi poca ropa estaba manchada de sangre. Tenía frío, mucho frío. Mis manos pálidas y azuladas por el frío no dejaban de temblar, mi nariz estaba roja y el agua no ayudaba, pero debía asearme.
Intenté abrigarme lo más que pude con el abrigo que Loane me había obsequiado una noche que visitamos a su hermana. Un par de guantes, un gorro y una bufanda gruesa y larga fueron mi sustento de esa noche. El frío era detestable, no obstante, esa noche sobreviví.
Una noche más vivimos.
A la mañana siguiente el grupo unido de los tres que habían parecía un grupo de moribundos, pese a que lo eran literalmente. Dos de los enfermeros comenzaron a despertarlos a cada uno de ellos y obligarlos a asearse, prepararse y salir.
Yo lo hacía desde antes que el sol apareciera. Cuidé celosamente mi mochila y cuidé de que mi equipo lo hiciera. Debíamos buscar comida entre la nieve y el frío, pero a diferencia de loa demás nosotros teníamos una leve ventaja.
La mochila con las cosas que nos había dejado Anoced el día en que escapamos se mantenía intacta y nos habíamos asegurado de desenterrarlas y traerlas con nosotros. Nos apartamos Linceln, Rea, Erás, Loane y yo a un lugar donde nadie nos veía. Fanýa nos acompañaba.
Limpiamos en el frío riachuelo levemente congelado las armas blancas y las secamos con nuestras ropas.
No me agradaba estar en esa situación, pero mi estómago exigía comida e iba a hacer todo lo posible por conseguirla. Debía comer cualquier cosa que no me matara.
Pero teníamos que llevar alimentos para después y juntarlo con el de los demás equipos. Ese era el acuerdo que teníamos. Todos teníamos frío y hambre, debíamos colaborar entre nosotros.
Habían muchos cerdos salvajes por la zona, debíamos capturar al menos dos. Nos serviría un día.
Erás se echó el garrote de hierro con picos en la frente al hombro, y en su otra mano llevaba el saco donde pondría lo que encontrara.
Nos separamos en equipos de dos. Erás fue conmigo. Caminamos un rato hasta que escuché un crujido. Me detuve y le hice un gesto para que lo hiciera, también guardando silencio. Cuidadosamente nos acercamos a una roca y, ocultándonos detrás, descubrimos nuestra primera presa.
Un venado.
Para cazarlo utilizamos un arma con silenciador. El animal no era muy grande, era un venado joven, así que faltaba una presa.
Erás cazó un par de codornices, y optamos por ir al día siguiente a un lago cercano que no se había congelado del todo y que posiblemente estaba lleno de pescados.
Los demás habían traído una caza muy jugosa. Un par de cerdos salvajes se convirtieron en nuestro alimento por un día. Rea trajo muchas frutas silvestres y raíces comestibles para condimentar la carne y que fuese más agradable al gusto.
El grupo en que iba Fanýa no logró cazar nada, y los demás decidieron dejarla sin comer a ella y su pareja de caza.
Pasadas las horas estábamos cocinando el venado y dejando su piel secando para hacer algo útil. Me sentí mal por la castaña, así que arranqué una pierna del ciervo que había cazado, y que se estaba asando; me acerqué a ambos, quienes se veían hambrientos y les ofrecí la carne.
Aceptaron y comenzaron a comer gustosos. Proporcionarles alimento violando el acuerdo que habíamos aceptado me costaría un día de comida, pero no podía dejarlos sin ingerir alimentos considerando su arduo entrenamiento.
La tarde comenzaba a caer. El sol estaba en su punto más alto. Tardábamos medio día en conseguir alimentos y prepararlos. Consumíamos dos tiempos de comida en uno sólo.
Sin necesidad de que Linceln me recordase lo que tenía que hacer, me despojé de mi abrigo, la bufanda y lo que me mantenía caliente para quedarme con el torso desnudo, descalzo y solamente vistiendo un delgado pantalón holgado. Suspiré y dejé que la nieve penetrara su frío en mi cuerpo.
Fuimos llevados a un sitio más tranquilo y despejado, siendo separados por parejas temporales. Íbamos a luchar entre nosotros, debíamos entrenar combate cuerpo a cuerpo en ese clima tan extremo. Todos nos encontrábamos de la misma forma, a excepción de las chicas, que, en vez de llevar su torso desnudo las cubría un pequeño top que resaltaba entre las vendas que apretaban agresivamente sus senos para mantenerlos en un solo sitio y así evitar heridas innecesarias.
Todos éramos iguales.
Descalzos, medio desnudos, entrenando para un motivo injustificado y desconocido.
—V0856, te tocará con S0750 y continuarán con F/A0733. Necesitan fortalecer sus cuerpos —indicó en enfermero dando a conocer que estaría con Sámuel y luego con Fanýa. Cuando menos lo acordase atacarían ambos luego de luchar individualmente.
Empezamos calentando el cuerpo para luego estirarnos. Sámuel se colocó frente a mí en un ring imaginario que creé para la situación. No iba a atacar primero, pero al parecer él tampoco quería hacerlo. Luego de dos minutos de espera rodé los ojos fastidiado y me dirigí a él para dar el primer ataque.
Nunca hay que atacar primero, es mejor esperar al enemigo, sin embargo el rumbo de mi vida no tomaba los caminos que yo quería. Era desagradable ver que deseaba algo pero me era rechazado sin siquiera haberlo pedido.
Logré golpear al castaño con el primer puñetazo en el abdomen y evité su contraataque con un deslizamiento bajo su puño. Me costó un puntapié en la costilla. Gruñí adolorido y me levanté en un impulso. Sámuel no me tuvo piedad y comenzó a atacar despiadadamente, mis antebrazos estaban adoloridos por intentar confirme de los golpes del mencionado.
—¡Si no lo atacas nunca ganarás la pelea y quedarás como el inútil y débil que eres! —gritó Loane y lo miré de reojo mientras no perdía de vista a mi contrincante.
—¡Cállate! —regañó Fanýa—. ¡Tú puedes, príncipe! —apoyó.
No comprendía a esa mujer.
"No, ya no soy débil" —pensé y ataqué a Sámuel, recibiendo un agresivo puñetazo de mi parte. Retrocedió un par de pasos y me observó aturdido.
Sin detenerme ataqué, leyendo sus movimientos y prediciendo cada uno de sus golpes, pegué en cada uno de sus puntos vitales ganándome varios gemidos de dolor de su parte. Se encontraba extenuado, pues había tocado puntos específicos en su cuerpo que le tomaría más de diez minutos recuperarse.
Me di la vuelta al notarlo jadeante en el suelo, pero al dar cuatro pasos el aire a mi alrededor se alteró y el aroma a sudor de Sámuel cambió de dirección. Iba a tomarme del hombro pero tomé su muñeca, la torcí sin romperla para luego golpear su pecho con mi pierna, y sin dejarlo atacar o moverse, lo tiré al frío suelo; donde mi pie descalzo pisoteó sus pectorales.
Estaba derrotado.
"¿Viste eso, hermano? ¡Ya no soy débil! Debes estar orgulloso de mí —me dije a mí mismo, sin embargo, fruncí el ceño y quité el pie del castaño, cuando se sentó levanté mi pierna y golpeé su rostro con mi pie derecho. Su cara se volteó al otro lado con sangre escurriendo por sus labios reventado debido a los golpes. Sentí enojo.
"Estás orgulloso de mí, ¿verdad Kommungent, verdad Hioba? ¿Estás orgulloso de ver que puedo defenderme? ¿De que puedo destrozar a cualquiera que me haga daño? ¿Estás orgulloso de tu hermanito? —me decía mientras tomé al castaño por el cuello y no dejaba de golpear su rostro. Mis nudillos estaban sin piel y sangrantes, pero el rostro de Sámuel era otra cosa. Apenas podía reconocerse. Antes de propinarle el último golpe antes de dejarlo inconsciente levanté mi puño y él cerró sus ojos temeroso y resignado a mi agresiva reacción, sin embargo un fornido golpe en mi espalda me hizo detenerme y caer unos centímetros lejos del castaño. Ahí encontré a Erás. En su rostro se dibujaba una expresión cargada de congoja y angustia.
—Lo vas a matar —reprendió. Enfadado, le dediqué una mala mirada y escupí a un lado demostrando mi desagrado. Sus ojos se notaron cristalizados y los cerró. En el momento en que lo hizo, entreabrió sus labios y su voz átona dijo—: adelante.
Yo me encontraba sentado pero una segunda patada en mi espalda me arrancó un jadeo.
Detrás de mí estaba Anesumi, o eso creí ver, porque la esencia de esa muchacha dulce e inocente no quedaba ni una pizca en Fanýa, quien me miraba excitada por la situación.
Debía ser una clase de maniática.
—Oh, mi príncipe, lo lamento, pero mi turno llegó.
Un golpe seco con su pie desnudo quiso llegar a mi cuello, pero lo detuve con mi mano, sujeté su tobillo y en un impulso la arrojé al frente. Tardó unos segundos en levantarse y al hacerlo su mirada de emoción aumentaba mientras jadeaba; su expresión se veía como si estuviese experimentando el mayor placer de la tierra, y me desagradó.
—¡Príncipe! —exclamó y corrió hacia mí. Nuestra pelea era muy intensa a tal punto que nuestras agotadas respiraciones luchaban por obtener oxígeno. Ella lucía extasiada y parecía estar sumida en un éxtasis.
Definitivamente ella no podía ser mi amada Beli. Ella era pura, amable, inocente y comprensiva, pues de ninguna manera disfrutaría el dolor de los demás.
Aunque éramos niños, su aroma natural no podía olvidarlo.
Caí sentado por un resbalón y ella aprovechó para montarse sobre mí, pensé que para golpearme, pero se inclinó hacia mi rostro. Podía sentir su respiración en mi oído, el cual ella lamió y luego susurraba.
—Todos estos años esperé a verte otra vez, nunca me prestabas atención y ahora te tengo bajo mío, ahora eres mío, nevado.
Con asco, la aparté, le propiné un codazo en su barbilla y un golpe hostil en su costilla derecha, la cual sentí romperse. Cayó a mi lado y aproveché para levantarme y sujetarla de su abundante cabello oscuro para luego golpear mi frente con la suya.
Cayó inconsciente.
Aunque fuese mujer era un soldado, y en la guerra todos éramos iguales. No tendría piedad sólo por la diferencia en nuestros órganos reproductivos.
Pateé su cuerpo inconsciente y Linceln dijo que no podría darse el último enfrentamiento. A ése lo veía con furia y desdén. Llevado por mis impulsos, lo tomé por la camiseta y lo golpeé, haciéndole un moratón en su ojo inmediatamente.
Un golpe en su mejilla fue la que cerró la disputa. Cayó al suelo lleno de nieve. Sobaba su mejilla lastimada, mirándome confundido. Levanté mis manos y comencé a comunicarme con él. Comenzó a temblar cuando terminé.
"Si me haces luchar otra vez con esa mujer la mataré a ella y te mataré a tí por imbécil y desalmado". —dije.
Sin autorización caminé hacia la cabaña y me vestí, intentando abrigarme lo más que pude. Moría de frío. Me encerré en la habitación vacía que encontré al final del pasillo. Me recosté en la pequeña y fría cama. Mis ojos comenzaron a derramar ardientes lágrimas de impotencia.
Hioba y Kommungent no estarían orgullosos. Desaprobarían mi actuar.
Me había corrompido, seguía haciéndolo. Ya no quería seguir con el sentimiento que albergaba mi corazón.
Los entrenamientos eran aterradoramente efectivos. Tenía miedo de mi mismo, de lo que podía hacer, del daño que no quería hacer, de lo bueno que era en batalla, de lo insensible de mis acciones. Cuando comenzaba a pelear no era yo.
Dentro de esa habitación fría y levemente oscura lloré amargamente. No debí tratar de esa forma a mis compañeros. Me sentía culpable y me disculparía, pero no podía cambiar el hecho de que los había lastimado.
Mi fiel compañera y amiga entró a la habitación donde no podía dejar de sollozar. Mis lágrimas quemaban mis mejillas, que limpió sin delicadeza. Sostuvo mi rostro entre sus ásperas manos para juntar su frente con la mía. Besó mis ojos derramantes de dolor y amargura, aguados por el llanto, me aferré a su pecho.
—N-n-no qui-qui-quiero —dije con dificultad por los sollozos y la grave dificultad al intentar decir algo.
—Shh, estás conmigo, querido mío —susurró con su voz rasposa, lastimada y grave.
Hundí mi rostro en su pecho y me dejó llorar en su pecho solam cubierto por un top. Su piel fría se sentía refrescante al contacto con mi rostro ardiente de lágrimas.
Levantó mi rostro por la barbilla y la sujetó con un sentimiento que no logré identificar, acarició mi mejilla con su mano.
Mi llanto cesó intensidad.
Colocó una de sus manos frías detrás de mi cuello, acariciando mi cabello atado y me atrajo a ella, besando mis labios en un contacto necesitado y cargado de desesperación.
Rodeé su trabajado abdomen y me dejé llevar en ese beso doloroso, delicado, dejando mi cordura a un lado, saboreando esos gélidos labios que me exigían algo.
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Que difícil es actualizar cuando tengo estudio, trabajo y quehaceres que atender.
Estamos en la cúspide del problema. Los demás capítulos los publicaré pronto. ¡Besos!
Eh... ¿comentarios o dudas?
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