Capítulo 4: Secreto de sangre
Caín me ofreció su brazo para que le acompañara. Si una dama rechazaba el ofrecimiento de un caballero sería de mala educación. En aquel momento, deseé dar media vuelta para volver a mi casa. Era tarde, estaba cansada y Bibi se había marchado. No me gustaba la idea de estar deambulando por un hogar extraño en la madrugada, a solas con alguien casi desconocido para mí. Pero esos pensamientos habrían sido propios de mi lado más cortés y tradicionalista. Aquella noche fui distinta. Llevaba el disfraz de otra persona, o tal vez mostraba mi verdadero yo, tal y como hacía el misterioso anfitrión. Había un trozo de mí que gritaba en rebeldía. Ese pequeño trozo que ansiaba conocer la historia que me negaron desde que era una niña.
Avanzamos hacia el jardín trasero. La noche abierta permitió que la luna se viera como un medallón de plata. El rostro de Caín bajo los destellos nocturnos parecía casi angelical, pero solo había que observar esos ojos oscuros para distinguir ese abismo que asomaba en su interior.
—¿A dónde me llevas? —Esa fue la primera vez que reuní el valor suficiente para hablarle de tú a tú.
Caín, inmóvil, se detuvo frente a la entrada del laberinto formado por unos altos y cuidados arbustos. Quiso cederme el paso de forma galante, pero se adelantó para guiarme entre los estrechos pasillos. Miré su silueta de espaldas. La levita elegante y de un color azabache llegaba hasta sus rodillas. Aprecié sus largos dedos, enfundados en esos guantes marrones. Su mano nerviosa no soltó la mía ni siquiera entonces. Mediante cada paso, su cabello largo y moreno agitaba sus ondas tras su nuca.
—¿Cómo es posible que conocieras a mi padre...? —Esperé que usara su voz para responder aquella pregunta.
—Él fue quien me conoció a mí.
Caminamos en silencio hasta llegar al centro de aquel laberinto. Había una fuente con unas estatuas de ángeles y un banco de piedra. Sin decir más, me invitó a sentarme. Apreciamos el hipnótico movimiento del agua en ascenso y caída. El fino murmullo que producía era lo único que escuchábamos. Estábamos cerca de una lluvia de recuerdos y secretos.
—A veces, he venido a este lugar para imaginar cómo sería este mismo momento —confesó Caín de forma dificultosa—. Tú, ahí, sentada y observando el cielo. Yo, a tu lado, luchando por buscar las mejores palabras para contarte la verdad. Creí que tardaríamos más en encontrarnos y que tendría que ir yo a buscarte.
—Ya has visto que en este vecindario somos demasiado curiosos con los recién llegados.
—He podido comprobarlo —afirmó con una sonrisa torcida.
—Y dime... —intervine con una voz débil—. ¿Este momento está siendo como habías imaginado?
—No.
Tragué saliva de forma incómoda. Deslicé uno de mis dedos a través del cuello de mi vestido. Estaba demasiado ceñido, y sentí la creciente necesidad de respirar. Percibí mi acelerado pulso, pero él también. Observó con atención ese trozo de piel, y se relamió los labios. Apartó la vista durante unos instantes, y respiró hondo de manera mecánica...
—Jamás habría llegado a contemplar la posibilidad de que estar cerca de ti fuera tan difícil para mí —confesó, como si algo se hubiera quebrado dentro de él.
—¿Difícil...? Pero, ¿qué tengo yo?
—Vida.
—¿Acaso tú no la tienes?
—Tengo una vida distinta, Josephine. Eres una mujer observadora. Apuesto a que habrás reparado en el estado de la casa, en algunos detalles durante la cena o incluso en mí. ¿No has llegado a alguna conclusión? Me ahorrarías unas cuantas explicaciones.
—Sí he llegado a algunas conclusiones. Vi que algunos muebles están cubiertos por sábanas y que hay habitaciones cerradas a cal y canto. Parece que Cecile, la criada, se encarga más de limpiar que de cocinar. Apenas probaste algún bocado durante la cena. Por no hablar de tu manera de comportarte. A veces, grosera. Aunque más bien diría que estabas... exhausto. Estabas deseando huir.
—Estaba deseando que estuviéramos a solas —corrigió—. Y no estoy cansado. No sabría cómo definirlo. Diría que una enfermedad podría ajustarse a esta explicación.
—La historia de mi padre debería ser el eje de esa explicación, no tú...
—Precisamente —confirmó Caín, y un brillo felino ocupó sus ojos—. Pero parece que tu escepticismo está negando las evidencias.
—¿De qué está hablando, señor...?
Estaba tan nerviosa que volví a dirigirme a él con ese respeto que se convirtió en una férrea costumbre. Llegué a preguntarme cómo era el modo más correcto de hablar con... un monstruo. Incluso pensé que él fue el asesino de mi padre. Percibí un extraño ahogo, como si mis cincos sentidos me impulsaran a escapar. Al mismo tiempo, estaba tan quieta como los ángeles de la fuente situada frente a mí. Mi cuerpo no se movía. La intención de permanecer cerca de Caín era demasiado potente. Mi mente había bloqueado cualquier acción que perpetrara una huida. Sentí que estaba atada a él mediante un nudo imposible de soltar.
Siempre me había visto a mí misma como una chica sin alma. Sabía que había perdido un poco de mi identidad desde que mi padre nos dejó. Quizá, fui consciente de que esa respuesta perdida estaba encerrada entre las paredes de aquella mansión, en el interior de ese corazón oculto que escondía mi anfitrión. El bello e indescifrable Caín... Su efecto en mí desafiaba cualquier razonamiento. Cuando supe que él soñó tantas veces con este encuentro casi perdí el aliento. Parecía que estaba, sin saberlo, destinada a ser su visitante.
—Debería comenzar por el principio de la historia, mi estimada Josephine. —Caín pronunció aquella frase como si estuviera leyendo el principio de una carta de amor—. Aún recuerdo el día en que conocí al señor Hatrice.
—Mi padre...
—Ocurrió hace dieciocho años.
»Viví en Annecy, un pequeño pueblo de los Alpes. La vida no nos trató mal a mi familia y a mí durante mi infancia. Éramos los parientes lejanos del Marqués de Ailsa, Lord Archibald Kennedy. El renombrado caballero murió en el año 1870. Según expresó su testamento, decía que tenía un cariño especial por Clovis D'Horloge, mi padre. Vivieron mucho juntos cuando Lord Kennedy pasaba algunos veranos como invitado en la casita de Annecy. Quería y admiraba a mi padre como un hermano aunque fueran primos lejanos. Intentaron reencontrarse varias veces, pero el tiempo les hizo olvidar esos recuerdos hasta perder aquellos sueños. Mi padre aún clamaba su nombre durante sus últimos días, con esa tos que apenas le permitía decir dos palabras seguidas y esa fiebre que ardía su cuerpo como la lava del borde de un volcán.
—¿El señor Clovis también murió? Vaya, lo siento...
—Tuberculosis —admitió Caín con una voz gutural—. Fue poco antes de conocer la noticia de la muerte de Lord Kennedy. Mi padre habría heredado sus propiedades y sus millones, pero dada esa cadena de acontecimientos, la herencia cayó sobre mí.
—Hablas como si esas ganancias fueran una desgracia para ti.
—La riqueza y el dinero pueden estar manchados de sangre, Josephine. Malditos —espetó él—. Esa cantidad que me fue asignada, pobre en comparación al resto del patrimonio de los Kennedy, trajo consigo algo que ni siquiera una montaña de oro y libras podría pagar.
—¿Qué ocurrió...?
—Nos mudamos a Inglaterra. Decidí ocuparme de mi familia, de mi madre y mi hermana pequeña, aún afligidas por la muerte de mi padre. Cualquier otro hombre les habría comprado unos buenos terrenos con criados, y se habría marchado a la ciudad en busca de alguna esposa que apreciara su dinero y una vida juntos por igual. Quizás habría tenido un suegro que me hubiera alabado por dar la oportunidad a su hija de ser la esposa de alguien parecido a un marqués. Tal vez, ahora estaría fumando una pipa y leyendo en el salón, riñendo a mis hijos por andar despiertos a estas horas de la noche. Pero esa decisión de implicarme y dar el consuelo que necesitaban mi madre y mi hermana me ha traído hasta aquí. No puedo quejarme porque también me llevó hasta ti.
—Hasta mí... —Bajé la mirada con vergüenza, y dudé porque no aún me costaba entender ese interés que tenía por alguien como yo.
—Mi nombre era Agobart D'Horloge por ese entonces.
—¿No te llamabas «Caín»? —pregunté con el ceño fruncido.
—Josephine, no seas inocente. ¿Acaso has conocido a alguien que prefiera usar ese nombre? Dejé de utilizar mi auténtico nombre cuando ocurrió el desastre...
Caín. Un nombre que descendía de un hijo que mató a su propio hermano. Traté de imaginar cómo había tratado la vida a Agobart para consentir que se dirigieran a él mediante ese apodo. Parecía el título del miedo, como si no se creyera digno a ser quién fue. A pesar de esa mezquindad que acusaba, llegué a entenderle. Yo también amaba a mi familia, y me la arrebataron. Mi padre se marchó hasta que llegó a nuestros oídos esa noticia del supuesto «asesinato», mi madre también cayó enferma, y me vi obligada a vivir con la tía Rosmund... Esa vieja avara que estaba más obsesionada con un matrimonio para que pudiera nadar en dinero en vez de en mi bienestar.
—Sucedió pocos días después de nuestro viaje a Inglaterra. Tuve que ir a Londres para firmar algunos documentos sobre mis bienes hereditarios. Aproveché para reunirme con unos parientes de Lord Kennedy. Luego de un par de noches, me dispuse a regresar a la villa que se convertiría en nuestro hogar. Estaba situada en las afueras de Durham.
—Más bien al norte del país —sugerí.
—Como decía, cuando regresé... —Las palabras de Caín se apagaron como si una nube hubiera cubierto el amanecer—. Encontré que la propiedad estaba casi reducida a cenizas. Mi madre no superó la muerte de mi padre, y solo bastó con mi ausencia y un descuido de los criados para que prendiera fuego a las cocinas en plena noche. Las llamas eran altas como columnas cuando los sirvientes se dieron cuenta. Por suerte, consiguieron escapar de aquel funesto escenario. Hallaron los restos de mi madre a la mañana siguiente, y mi hermana... trató de huir, pero sufrió tantas quemaduras que permaneció en el hospital e inconsciente durante semanas. Los médicos decían que iba a morir. No podía soportar la idea de perderla, no después de que mi padre se fuera por esa enfermedad, no tras ese acto de suicidio que ideó mi madre.
Pensé en cómo sería el aspecto de su hermana. La imagen de una muchacha con la piel nívea y una nariz afilada como la suya se paseó por mi mente. Debía ser una chica tan hermosa que cortaría la respiración, pero esas quemaduras la desfiguraron. ¿Cómo su hermano mayor iba a soportar que esa belleza se marchitara...? Perdería la oportunidad de vivir, de casarse o de mirarse al espejo sin maldecir aquella noche en que su madre, esa persona que la trajo a este mundo, quiso convertir su hogar en un infierno.
—Estaba desesperado —continuó él—. Quería encontrar la manera de liberar a la pequeña Claudine de ese martirio. Entonces, fue cuando esa manera me buscó a mí. Aún recuerdo el abrigo negro y largo que llevaba aquel señor cuando se dirigió a mí, durante una noche que había bebido más de lo normal y deambulaba borracho en los suburbios de Whitechapel. Nunca olvidaré cómo las solapas de su atuendo cubrían la mitad de su rostro. Solo conseguía ver sus ojos, ese iris oscuro como el tramo más sombrío de una cueva... —Caín se giró hacia mí para añadir en un tono de confesión—: Se hacía llamar el «Maestro Rojo». «Los monstruos pueden ser inmortales», me dijo. «Y solo basta con beber una copa de sangre cada noche para vivir eternamente y ceder tu infinito poder a los demás», susurró como una serpiente. Apenas recuerdo lo que sucedió después. Solo sé que accedí, y al siguiente segundo, amanecí en un embarcadero de las afueras del barrio. Tenía la garganta seca, la piel fría y un dolor insoportable en cada músculo del cuerpo, pero al mismo tiempo, sentía mi cuerpo duro como un bloque de piedra, capaz de demoler un edificio.
Caín asintió con dificultad. Quería salir corriendo, pero él agarró mi muñeca con tanta fuerza que me quedé petrificada.
—Usé ese poder que el Maestro Rojo me dio para convertir a mi hermana. Creí que esta nueva vida, aunque oscura y llena de muerte, sería una solución para ella. Y lo fue, durante un tiempo... —Su mirada se ensombreció, igual que una bestia cuando pedía su sacrificio—. Sus heridas sanaron, y volvió a ser hermosa. Su belleza creció del mismo modo que su crueldad. Claudine se volvió sanguinaria, y mataba a cualquiera sin piedad para saciar su sed incontrolable. El Maestro Rojo dijo que nuestra naturaleza exigía olvidar lo que fuimos. Desde que Claudine se marchó para matar, yo decidí olvidar que una vez fui Agobart, ese humano que entregó su vida para salvar a su familia. Fracasé en ese intento hasta el punto de sentenciar y acabar con la bondad que había en mi propia hermana, como una vez hizo Caín...
—Estás diciendo que el Maestro Rojo te convirtió... —No quería creer lo siguiente que iba a pronunciar—. En un vampiro...
—El Maestro Rojo decía que solo bastaba con una copa durante cada noche para que nuestra especie sobreviviera por los siglos de los siglos. No siempre es necesario el asesinato para nuestra existencia. La vida eterna no implica actos tan terribles. A veces, una simple herida para obtener la sangre de un humano es suficiente...
Mi sangre corría por mis arterias a la velocidad de un tren. Palpitaba en el interior de mi piel para marcar un objetivo a un depredador como Caín. Dejaría de ser su visitante para convertirme en su víctima.
—¿Me has traído aquí para llenar una copa con mi sangre? ¿O vas a colmar unas cuantas botellas para entregárselas a tu hermanita perdida? —discutí—. He sido tan ilusa cuando creí que descubriría algo sobre mi padre. ¡Has hecho que te crea solo para iniciar una travesía hacia mi final!
Caín se acercó a mí, despacio. Acunó sus manos frías y de extensas falanges sobre mis mejillas. Sentí una venenosa compasión por su parte. Parecía un león que intentaba calmar a un antílope antes de cazarlo, como si la salida más noble fuera rendirse porque no había una oportunidad para escapar.
—Josephine, tu padre era el Maestro Rojo.
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