Capítulo XI

  No tuve que preguntar lo que le ocurría, pues ella empezó a hablar. Su voz se escuchaba entrecortada a causa del llanto. Lo que le estuviera pasando era demasiado como para contenerlo. No supe cómo fue que logró distraerme y hacer que me compadeciera de ella. Me fue imposible matarla en ese momento.

Sentí...

Sentí tanta lástima...

—La única razón por la que te pedí que vinieras a Santa Barbara conmigo fue porque quería hacer algo por ti, Annie... Sabía lo miserable que te sentías viviendo con tu familia y quise ayudarte a ser feliz para que superaras todo eso que te está haciendo daño, pero ahora me doy cuenta de que no puedo hacerlo.

Me miró.

Sus ojos azules estaban anegados en lágrimas.

—No es mi ayuda la que necesitas, Annie. Lo que te hace falta es la intervención de un buen psicólogo.

De todos los insultos existentes en el mundo, ¿tenía que decir eso precisamente?

Pensé en responderle que lo único que necesitaba era clavar ese cuchillo en su garganta, pero me contuve y asentí con la cabeza como si aceptara lo que ella estaba diciendo.

—En ese caso creo que es mejor despedirnos —le dije, intentando parecer dolida.

Algo que habría ayudado a mi actuación era suplicarle una disculpa por las molestias que había causado, pero aquello me pareció demasiado sobreactuado. Pretendí levantarme cuando ella me volvió a tomar de la mano con tal fuerza que creí que jamás me soltaría.

—Annie, déjame ayudarte —suplicó.

Aquella no era la súplica que esperaba, pero igual la dejé continuar.

—Yo... Quisiera hacer esto por ti. Mi intención siempre fue ayudarte porque te quiero.

Puse los ojos en blanco y aferré con más fuerza el mango del cuchillo.

Mis dedos dolían tanto que sentí que se romperían en mil pedazos.

Si existiera un premio Nobel para la mejor mentirosa, seguramente Daphne Wayne lo habría ganado. Esa zorra doble cara pretendía hacerme creer que en serio me valoraba. No iba a caer en sus engaños. Nada de lo que dijera iba a hacerme cambiar de opinión. Sus lágrimas no me provocarían más lástima de la necesaria. La ira se erguía en mi interior figurándoseme a una cobra a punto de atacar.

—Es por eso que te defendí de Alex, Chris y Cyril. No podía soportar que pensaran esas cosas de ti, porque sé que no eres un monstruo. Pero ya no puedo más, Annie...

Me tomó la mano con más fuerza para hacer énfasis en su siguiente frase.

—Si te vas a Georgia, al menos déjame buscar un buen psicólogo que te ayude. Cuando termines con la terapia, podrás volver aquí. Quizá entonces comprendas que nadie está en contra tuya y que tu hermana no es tan mala como tú piensas...

—¡¡Cállate!!

Sin darme cuenta, ya había clavado el cuchillo en su estómago.

Ella gritó tan fuerte que no me habría sorprendido tener ya a la multitud de vecinos en el pasillo de afuera. Daphne hizo un esfuerzo por recuperar el aliento, la sangre brotaba a chorros de la herida y sus sollozos aumentaron el volumen hasta que comenzó a dificultársele la respiración.

Tres veces apuñalé la misma herida mientras ella seguía gritando.

—¡Annie...!

Todo terminó muy rápido.

Saqué el cuchillo de su estómago y la degollé con un fluido movimiento. Daphne dejó de moverse. La sangre no paraba de brotar. Yo también estaba llorando.

De ira.

Esa zorra merecía eso y más por haber defendido a Jollie. Parecía que mi hermana menor había llegado al mundo para arruinar cada aspecto de mi vida. Incluso después de que Daphne se quedó quieta seguí apuñalando su estómago. El éxtasis recorría cada fibra de mi cuerpo y se volvía más intenso con cada laceración que le provocaba. El sofá estaba empapado en sangre. Había un charco rojo en el suelo, pues no paraba de brotar de su garganta. Miré sus perfectas manos y acaricié sus muñecas dejándolas manchadas de sangre. Los guantes de látex que usaba estaban ya teñidos de color rojo.

No me parecía justo.

Daphne estaba muerta, era libre.

Y yo...

Yo aún tenía mal mis manos.

Asesinarla no había remediado nada.

Sollocé en voz tan alta que el eco resonó en las paredes del apartamento. La furia volvió a apoderarse de mí como cuando le di la primera puñalada. Sin darme cuenta, ya estaba cortando sus manos. Tuve que ir a buscar algo más filoso y resistente en la cocina para lograr seccionarlas de sus brazos. La sangre no dejaba de encharcarse bajo el sofá donde ella yacía muerta. El hedor era repugnante. Podía escuchar a los vecinos tocando desesperadamente la puerta del apartamento, llamaban a Daphne como si la vida se les fuera en ello.

—¡Señorita Wayne! ¡Señorita Wayne!

Me enfurecía saber que, si yo hubiera gritado, ellos seguirían preocupándose únicamente por ella.

Cuando finalmente corté por completo sus manos, caminé dando traspiés hasta la habitación para buscar algo entre las posesiones de Daphne. Todo se manchaba de sangre a mi paso. Resbalé pues mis pies estaban bañados en el espeso líquido rojo, así como mis propias manos. Encontré el estuche de costura de Daphne en un cajón del tocador y saqué de él una gruesa aguja curveada y un carrete de hilo negro. Daphne solía utilizarlo para remendar sus prendas, aunque no era una experta costurera. Yo tampoco podía considerarme así, pero lo que tenía pensado hacer no necesitaba de mucha ciencia.

Me miré brevemente en el espejo del tocador de Daphne y me detuve en seco.

Mi aspecto era como el de una drogadicta que conocí cuando era profesora de música. Mi cabello castaño caía como cortina sobre mi rostro, estaba humedecido por el sudor y la sangre. Mis ojos hinchados y llorosos. Grandes y remarcadas ojeras oscuras vivían debajo de mis globos oculares. Mis manos temblaban como si padeciera mal de Parkinson. Lo único que difería de mi aspecto y el de aquella chica era que yo estaba bañada en sangre y seguramente apestaba a ella, aquella chica olía a alcohol. Intenté peinar un poco los mechones que cubrían mis ojos verdes, pero sólo logré manchar mi rostro con más sangre. Me veía horrible. Peor que de costumbre. Me detestaba tanto que rompí el espejo de un puñetazo y los cristales rotos rasgaron mis guantes de látex. Debí gritar en ese momento pues el eco resonó en mis oídos.

Corrí a toda prisa donde Daphne me esperaba. Los vecinos ya habían dejado de insistir y me pregunté si acaso la policía venía en camino. Mi plan era darme una rápida ducha y salir por la terraza para fingir que yo no estaba presente si la policía venía a investigar. Me coloqué de rodillas junto a Daphne y casi resbalé por la sangre. Ella aún tenía los ojos abiertos. Su mirada vacía y cristalina estaba fija en mí.

No podía soportar que me viera.

No así.

No cuando lucía como una psicópata.

Busqué a tientas el cuchillo que usé para apuñalarla y lo utilicé para sacar sus ojos. Más sangre salpicó en mi rostro cuando las cuencas quedaron vacías. Tomé la aguja y el hilo. Los preparé y comencé a coser sus manos de vuelta a sus brazos. Se verían exactamente que las mías luego del accidente. El hilo era tan delgado que se rompió en varias ocasiones. Me piqué varias veces los dedos con la aguja pues no podía mantener el pulso firme.

Me tomó casi una hora lograr terminar mi trabajo.

Al finalizar, me levanté para mirar mi obra de arte.

Dejé los brazos de Daphne sobre su regazo y sus cuencas vacías seguían dirigidas hacia mí. Tuve que tomar un cojín para cubrir su rostro pues la imagen me perturbó por un instante.

Comencé a reír sin control.

Una carcajada fría y maliciosa, similar a las que soltaban los antagonistas de los dibujos animados cuando daban el monólogo de sus planes malvados. Me sentía tan eufórica. Tan poderosa. Finalmente había logrado hacer algo bien con mi vida. Había cobrado venganza de esa zorra. Ahora nadie me besaría sin previo aviso. Nadie volvería a tratarme con hipocresía.

Retiré un poco el cojín para besar apasionadamente los labios de Daphne. El sabor de la sangre me provocó arcadas, pero las contuve para no arruinar el momento. Ese beso sería el último que pudiera darle y estaba segura de que a ella le habría encantado besarme así alguna vez.

Su móvil recibió una llamada y el sonido que emitió me hizo estremecer.

Aún sobresaltada, saqué el teléfono de su bolsillo.

Cyril estaba llamando y mi sonrisa creció aún más, tanto que sentí que pronto se abrirían las comisuras de mis labios. Pensé en decirle a Cyril que su querida Daphne ya no se encontraba entre nosotros, pero aquello la mantendría alerta y yo necesitaba que ella no sospechara de mí. Deslicé mi dedo por la pantalla táctil, dejando una marca de sangre a su paso, y respondí.

—¡Daphne! Qué bueno que me has respondido. Empezaba a temer que Annaliesse te hubiera lastimado —dijo Cyril al otro lado de la línea.

El sonido de fondo me indicó que iban ya por la carretera.

—Daphne no puede responder ahora —dije sin borrar mi sonrisa y terminé la llamada.

Volví a soltar esa carcajada al imaginar el rostro de Cyril.

¿Estaría aterrada? ¿Estaban volviendo ya a Santa Barbara para asegurarse de que su querida amiga estaba bien?

Deseaba encontrarme con ellos lo más pronto posible. Cuando volviera a tenerlos enfrente, verían lo peligrosa que yo era en realidad.

Pagarían por todo.

Yo los haría pagar por todo.


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