Capítulo VIII
Nuestros amigos fueron a visitarnos tal y como lo habían prometido.
Debo confesar que en un principio creí que no irían, y que sólo lo habían dicho para quedar bien con Daphne. Fue un día largo para nosotras. Tuvimos que salir de compras para abastecernos de frituras y comida chatarra. Decidimos comprar comida tailandesa para cenar, pues Daphne no tenía ánimos de cocinar. Estaba tan emocionada por volver a ver a Cyril que daba botes de alegría por todas partes.
Compramos ropas especiales para ese día en Loreto Plaza. Daphne se consiguió un par de minifaldas y pantalones vaqueros entallados, delgadas blusas con escote pronunciado y sandalias con tacones de cinco centímetros. Yo vi en los escaparates un hermoso vestido de terciopelo negro en una tienda de vestidos de noche. Robó mi atención y me enamoré de él desde el primer momento en que lo vi. Era largo, entallado y con un escote de infarto, los tirantes eran muy delgados y el maniquí que lo llevaba puesto lucía un collar con pequeñas piedras negras que hacían juego. No podía dejar de verlo. Era encantador. Pero Daphne se negó a comprarlo.
—Es como para usar en un funeral —dijo—. Nadie ha muerto, así que no lo compraremos.
Tenía razón hasta cierto punto, pero yo quería poseer ese vestido.
Pensé, medio en broma, que debía asesinar a Daphne para tener una razón y comprarlo.
Al decirle lo que había imaginado, ella soltó una carcajada y rodeó mis hombros con un brazo.
Luego del incidente con el vestido, me negué a seguir participando en las compras. Así que ella se encargó de todo y me compró los mismos conjuntos que ella había elegido, aunque de colores más oscuros. A ella le gustaba usar ropas coloridas. A mí me gustaban más las escalas de grises.
Nuestros amigos llegaron esa noche al apartamento cargados con su equipaje. Aparcaron su auto junto al nuestro en el estacionamiento. Hubo un intercambio de besos y abrazos. Alex tuvo el descaro de saludarme con un delicado beso en los labios. Daphne sonrió divertida ante ese gesto, y yo quise abofetearlo.
Nos sentamos a la mesa, entre bromas y risas, y comenzamos a devorar la comida tailandesa. Acompañamos cada bocado con tragos de cerveza. La habitación se llenó con el sonido de sus carcajadas, pues yo hacía todo lo posible por mantenerme en silencio. No me sentía con ánimos de socializar con ellos. Me era imposible desenvolverme estando en presencia de otras personas distintas a Daphne. La conversación que ellos mantenían no tenía ningún sentido. Un minuto hablaban del clima y al siguiente, estaban quejándose del tránsito de la carretera.
—¿Cuánto tiempo se quedarán? —pregunté luego de sumirnos en un breve silencio.
Mi voz se escuchó un poco ronca, como si hubiera pasado mucho tiempo sin pronunciar una sola palabra en la vida.
—Una semana —sonrió Cyril.
—¡Debemos ir a Leadbetter Beach mañana mismo! —exclamó Daphne dando una palmada.
La conocía lo suficientemente bien como para saber que sólo organizaba esa salida porque quería lucir sus curvas ante Alex y Christopher. Cyril y Daphne intercambiaron un guiño. Escuché a Alex y Christopher hacer planes para su estancia en Santa Barbara. Alex quería visitar las tiendas en busca de un lindo obsequio para su pareja.
Aquella noche no logré conciliar el sueño.
Pensé al principio que se debía a que no estaba nada acostumbrada a que hubiera más personas en nuestro apartamento.
Alex y Christopher dormían en dos sofás.
Cyril compartía la cama con Daphne.
Pasé tres horas moviéndome en la cama sin encontrar la posición más cómoda, sin poder conciliar el sueño. No lograba comprender qué era lo que me provocaba tanta inquietud. No entendía por qué era que me afectaba tanto que mis viejos amigos estuviesen de visita.
No...
Sí lo entendía.
No quería tener que compartir a Daphne con ninguno de ellos.
Desde que los vi entrar por la puerta supe que Daphne me haría a un lado para estar con sus viejos amigos. Nuestro vínculo, que apenas comenzaba a surgir, peligraba mientras Cyril, Alex y Christopher estuvieran presentes. Daphne no tardaría en comenzar a enviarme lejos para gastar todo su tiempo con ellos.
Tenía que evitarlo a toda costa. Daphne no podía hacerme a un lado.
Llamó mi atención el sonido que produjo Cyril al removerse bajo las sábanas. Mis ojos viajaron hacia la almohada sobra la que descansaba su cabeza.
Por un segundo me dio la impresión de que podría ahogarla con ella y al día siguiente fingiría que estaba destrozada por su muerte. Daphne me creería. Quizá mataría a dos pájaros de un tiro y conseguiría ese hermoso vestido negro. Lo usaría para asistir al funeral de Cyril.
Alex y Christopher se irían de vuelta a Georgia.
Y Daphne se quedaría conmigo.
Me levanté sigilosamente y avancé hasta la cama que compartían ellas dos. Estaba a punto de tomar la almohada de Cyril, cuando Daphne soltó un quejido y se removió bajo su cobertor escarlata. Retrocedí un par de pasos. Daphne seguía dormida, pero sin duda despertaría al sentir a Cyril retorciéndose bajo la almohada. No podía eliminarla en ese momento. No con Daphne siendo una potencial testigo.
Si ella me descubría, ¿qué podría hacer yo?
Volví a mi propia cama y me hice un ovillo bajo mis propias sábanas.
A la mañana siguiente, desperté gracias al aroma de waffles y café negro recién preparado.
Cuando me incorporé me percaté de que Daphne y Cyril ya habían despertado. Me levanté y me acicalé un poco el cabello antes de salir de la habitación arrastrando los pies. Los cuatro estaban sentados a la mesa, devorando el desayuno que al parecer Cyril había preparado. Daphne habría ordenado comida a domicilio y los muchachos no iban a prepararnos nada para comer. Par de inútiles.
Estaba tan enfurecida, los cuatro habían comenzado el desayuno sin mí.
Y a juzgar por las ropas veraniegas que vestían, supe que irían a Leadbetter Beach.
Estaba ocurriendo tal y como yo lo había imaginado.
Daphne se mostraba demasiado cariñosa con Cyril. La llenaba de besos en las mejillas y le pasaba un brazo por encima de los hombros mientras reía a carcajadas. Parecía que nadie se daba cuenta de mi presencia. De pronto me había vuelto invisible para todos ellos.
Esos besos eran míos.
Esos abrazos me pertenecían.
Nunca había odiado tanto a Cyril Douglas como en ese momento.
Me acerqué a ellos y tomé asiento entre Alex y Christopher. Ambos me saludaron con amplias sonrisas rebosantes de hipocresía. Cyril me dio los buenos días. Tuve que reprimir un impulso para evitar dedicarle una señal obscena con el dedo medio. Aunque seguramente tardaría tanto en flexionar mis dedos al intentarlo, que no lograría el efecto deseado.
Me ofrecieron un plato con tres waffles cubiertos de miel de abeja y una taza de humeante café negro sin azúcar.
Antes de siquiera probar un bocado, todos ellos se levantaron.
Ni siquiera los miré.
—Iremos a recorrer Leadbetter Beach, Annie —dijo Daphne esbozando una cínica sonrisa.
—Te invitaríamos, pero hace ya bastante tiempo que no salimos sólo nosotros cuatro —secundó Cyril intentando parecer dulce.
Apreté con fuerza los dientes y asentí con la cabeza. Se despidieron de mí con besos en mis mejillas y se fueron. Cerraron la puerta detrás de ellos. No me habría sorprendido que me dejaran encerrada en el apartamento, aunque no podrían hacerlo ya que yo tenía mi propio juego de llaves.
Esperé a escuchar el sonido del motor del auto de Daphne. Ellos se alejaron enfilándose por la calle.
¿Por qué?
Era todo lo que me preguntaba.
Ellos solían ser mis únicos amigos. Al menos los únicos con quienes podía escapar del infierno de vivir con la feliz familia Winthord. Y parecía que me habían olvidado.
Pero... ¿Eso era lo que me dolía?
No.
No dolía.
Me enfurecía ver cómo alejaban a Daphne de mi lado.
Daphne Wayne.
La única que fue a visitarme en el hospital mientras me recuperaba. La persona que me había ayudado a salir de Georgia, aunque no fuera esa su principal intención.
Daphne Wayne. La mujer que me provocaba mariposas en el estómago a pesar de su promiscuidad. No me atraía, en lo más mínimo. Pero era mía, y no estaba dispuesta a compartirla con ninguno de ellos.
Ni con Alex, ni con Cyril, ni con Christopher.
La furia me invadió.
De pronto me encontraba lanzando lejos los platos y las tazas de café, que se hicieron añicos al impactarse contra el suelo. Poco me importaba pensar en una excusa para ellos cuando volvieran. Culparía a ese maldito felino que nos visitaba cada noche. Diría que había provocado un desastre mientras yo estaba en la ducha.
Me dirigí a la cocina.
Debía borrar todo rastro de Cyril Douglas que hubiese en nuestro apartamento. Los utensilios para cocinar el desayuno aún estaban esparcidos por toda la pequeña habitación.
Los miré con desdén.
¿Así que además de dejarme ahí, esperaban que hiciera la limpieza de ese desastre?
Lancé todo con furia al suelo. Mis pies desnudos se ensuciaron con la mezcla para hornear los waffles. Me provocó asco. Debo haber estado gritando, pues alguien llamó a nuestra puerta.
Tardé un poco en controlar mi respiración, que en ese punto era pesada y agitada.
Acudí a abrir la puerta y me encontré con nuestra vecina del apartamento de abajo. Era una madre soltera, de veinticinco años aproximadamente. Morena y de ojos color avellana, piel apiñonada y esbelta como un mondadientes. Tenía un hijo pequeño de unos cinco o seis años que siempre jugaba con un balón de soccer en el aparcamiento. A juzgar por la hora, el niño debía estar en el colegio. La mujer me miraba como si yo estuviera a punto de morir. ¿Acaso tanta lástima le provocaba a las personas?
Eso me enfureció más.
—Buen día, señorita Wayne.
¿Señorita Wayne?
Era como si ese día el mundo conspirara en mi contra.
—Daphne Wayne no está aquí —respondí con desdén y sin dignarme a mirarla—. Yo soy Annaliesse Winthord.
Era la primera vez que cruzaba palabras con ella.
—Mil disculpas, señorita Winthord.
—¿Qué quiere?
A cada segundo estaba más enfurecida.
—Escuché ruidos y me preocupé... ¿Se encuentra bien? ¿Puedo pasar? ¿Necesita ayuda?
Yo no necesitaba ayuda.
¡Todo era culpa de Cyril y ese par de inútiles!
Mi respiración comenzó a agitarse nuevamente. Quería empujar a esa mujer a través de la baranda del balcón que conectaba todos los apartamentos de la baranda superior. La caída no la mataría, pero quizá le rompería un par de huesos.
Vi que tuvo la intención de entrar sin mi autorización. De pronto tenía una mano sobre el marco de la puerta y un pie dentro de nuestro apartamento.
Así que cerré la puerta gritando que se fuera.
La violencia fue tal que logré sacar su pie por la fuerza, pero sus dedos quedaron atrapados entre la puerta y el marco. Ella gritó como una condenada, como si la estuviera asesinando. Abrí y cerré la puerta con violencia un par de veces para que ella sacara sus inmundos dedos. Cuando lo logró, escuché los murmullos de los otros vecinos. Aseguré la puerta y vi que había rastros de sangre en la pared y en el marco.
Se había atrevido a ensuciar mi pared, la muy maldita.
Los vecinos continuaban hablando, cotilleando, escuché lloriquear a la mujer.
—¡Lárguense! —grité tan fuerte como pude y se hizo el silencio en el pasillo.
Recargué mi espalda contra la puerta y me deslicé hasta llegar al suelo, con la esperanza de que eso fuera suficiente para que nadie entrara.
Me cubrí la cara con las manos e intenté relajarme. Mi pulso estaba tan acelerado que podía escuchar mi corazón, lo sentía retumbar contra mi pecho. Me costó bastante lograr que mi respiración se normalizara.
Por extraño que parezca, no me arrepentía de lo que le había hecho a la mujer. Ella se lo había buscado y yo deseaba con todas mis fuerzas poder tener su mano atrapada entre el marco y la puerta de nuevo. Si eso ocurría, aprovecharía el momento para tomar un cuchillo y cercenar su mano.
Tuve un momento de lucidez.
Aquello me había dado algo en qué pensar.
Miré las cicatrices que rodeaban mis manos y me pregunté: ¿Por qué debía ser yo la única que sufriera con esa maldición?
Jamás volvería a ser la misma. No importaban las terapias ni los ejercicios para recuperar la movilidad. Había quedado destrozada y ellos tenían la culpa. Alex, Christopher, Daphne y Cyril eran los únicos responsables. Debía hacerlos pagar por haberme condenado a vivir sin poder mover mis manos.
Un sonido que me pareció ajeno me hizo salir de mis pensamientos tan de golpe que me desorienté por un segundo. ¿Yo había provocado todo ese desastre? ¿Yo había roto toda la loza y había dejado la cocina mucho más sucia de lo que ya estaba?
Me pareció todo tan distante, tan lejano, y ese sonido no dejaba de escucharse.
Era una canción de Coldplay cuyo título no podía recordar.
Sonreí al recordar a Daphne. A ella le encantaba la música de Coldplay.
Busqué la fuente de ese sonido hasta que lo encontré.
Olvidado en el sofá donde había dormido Alex, estaba su móvil.
Lo tomé en mis manos y vi que había una llamada entrante. El número no estaba registrado en su agenda de contactos. Algo me compelió a pasar un dedo por la pantalla táctil para responder.
—¡Hola, querido! ¡Te extraño!
—¿Hola? —dije insegura, y un por un momento me sentí como una de esas novias celosas que espían a sus parejas infieles.
—¿Annie?
Sentí que mi mundo se derrumbaba. Tantas cosas que me habían pasado, y luego eso... Reconocí la voz perfectamente. No podía siquiera imaginar que Alex Byron fuese tan descarado como para meterse con ella. Y no quería creer que ella fuese tan estúpida como para caer en sus trampas seductoras. Quizá Alex la contagiaría de alguna enfermedad venérea incurable y ella aprendería a dejar de acostarse con cualquiera. Especialmente con mi ex novio. Escuchar su voz al otro lado de la línea provocó que por primera vez experimentara el dolor de tener el corazón roto. Estaba claro que ella había llegado al mundo para quitarme todo lo que me pertenecía. Primero el amor de mis padres. Luego al hombre con el que solía salir y hacer el amor estando ebria. No tenía límites. Por eso quería ir a visitarme. Para robarme también a Daphne.
La persona que me hablaba al otro lado de la línea era Jollie.
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