Capítulo V
Daphne parecía no poder conducir mientras estuviésemos en silencio. Siempre quería que conversáramos de cualquier tema, y decía que el silencio la enfadaba. Llegué a cansarme de aquella tertulia. ¿Acaso era que Daphne no sabía mantener la boca cerrada? Cuando no hablaba, encendía la música a todo volumen y cantaba con una voz tan desafinada que por un segundo extrañé la forma en la que Cyril entonaba las notas con su bella voz. Me sorprendió que los cristales de las ventanillas del auto no estallaran gracias a los berreos que soltaba Daphne. Cuando ella me informó que el viaje duraba treinta y seis malditas horas en auto, me sentí morir. Intenté ver el lado positivo. Pensé que al menos podría descansar de ella cuando visitáramos algún motel de paso. Estaba convencida de que Daphne no querría conducir sin parar durante treinta y seis horas seguidas, así como no me permitiría a mí tomar el control del automóvil.
Pero yo estaba muy, muy, equivocada.
Íbamos sobre la Interestatal 10. Yo dormitaba en mi asiento. Intentaba hacer caso omiso de los berridos que soltaba Daphne pues intentaba cantar una canción de Coldplay.
Pocas horas antes, nos detuvimos en un restaurante de comida rápida a mitad de la carretera. Nos atiborramos hasta reventar con las grasas saturadas de las hamburguesas y las patatas fritas. Pagamos, y retomamos el camino.
Fue por eso que me extrañó cuando Daphne se acercó al borde de la interestatal y, sin apagar el motor del auto, se sacó el cinturón de seguridad y me dio una sacudida para sacarme de mi sopor. La fulminé con la mirada cuando vi que estaba tratando de quitarme el cinturón de seguridad a mí también.
— ¿Qué quieres? —le pregunté de mala gana.
—Necesito orinar y que tú tomes el volante.
Me pareció que Daphne había enloquecido. ¿Quería que una mujer cuyas manos estaban destrozadas tomara el control del vehículo?
No pude negarme, pues ella salió del vehículo mirándome con impaciencia. Solté un bufido e intercambiamos los lugares. Reprimí una risa cuando vi a Daphne apretar tanto las piernas para evitar mojarse los pantalones. Casi solté una carcajada.
Cerrar mis manos sobre el volante no fue nada sencillo. El dolor fue tal que me sentí morir.
Me sorprendió que mis dedos no se rompieran.
Daphne pasó al asiento trasero del vehículo mientras me decía:
—Sólo pisa el acelerador. Nos detendremos en la próxima parada para cambiar de lugares.
— ¿Y qué parada es esa? —pregunté y puse en marcha el auto.
—Será cuando entremos a Nuevo México. —Logré escuchar el sonido de la cremallera de sus pantalones—. Sólo sigue conduciendo. No tardaré.
— ¿En serio vas a orinar ahí atrás? ¡Qué asco! ¡Podías haber ido cuando terminamos de comer!
—No voy a mojar el auto, zorra estúpida.
Sentí ganas de abofetearla por usar ese lenguaje.
Dejé de escucharla por unos minutos. Fue un momento de gloria, pues casi había olvidado lo que se sentía estar en silencio. Cuando terminó con lo suyo, pasó al asiento del frente y vi que llevaba una botella de plástico sujeta con la mano derecha. Esbocé una mueca de asco y desagrado.
— ¿Puedes deshacerte de eso?
—Qué delicada te has vuelto, Annie —respondió con una risa divertida.
Bajó su ventanilla y lanzó al aire la botella de plástico. Aquello me pareció terriblemente irresponsable y estúpido, pero no quise comentar nada. Daphne encontró un tema de conversación. Comenzamos a hablar sobre el clima.
No fue difícil conducir el auto, excepto por las ocasiones en las que había que girar el volante y Daphne se encargaba de eso. Por lo demás, fue un excelente viaje. Me sentía como si nunca hubiera pasado por ningún fatal accidente. Sólo volvía a la realidad cuando veía los puntos en mis muñecas.
Incluso comenzaban a gustarme.
Conduje hasta que llegamos a Arizona.
Daphne no replicó cuando le pedí que me dejara conducir por más tiempo pues mi turno terminaba en Nuevo México.
Ella había dormitado lo suficiente para reponer un poco sus energías.
Estábamos casi llegando a California.
Nos detuvimos en el borde de la carretera e intercambiamos lugares. Costó bastante lograr soltar mis manos del volante, pues mis dedos habían adoptado ya la forma en la que estaba sujetándolo. Fue doloroso devolverlos a su posición normal, pero lo conseguí sin problemas. Incluso me pareció que podía acostumbrarme a eso.
Seguía sin encontrarle explicación lógica a mi condición e incluso llegué a creer que los médicos que me habían operado habían errado en algún punto de la operación y por eso se había obtenido tan deplorable resultado. Durante el resto del trayecto, me dediqué a ejercitar mis manos intentando devolverles la movilidad por mi propia cuenta. Tenía miedo de girarlas, pues creía que en cualquier momento se soltarían los puntos y haría un desastre de sangre salpicada por todo el auto. Flexionaba repetidamente los dedos como si hubiera salido al frio en invierno y los tuviera entumecidos.
Al principio fue tan doloroso que creí que no lo resistiría, pero sí que lo resistí.
Pronto estábamos ya en Pasadena.
Quedaban poco más de dos horas de viaje, tomando en cuenta los descansos que Daphne se tomaba para estirar las piernas, cosa que había hecho cada poco desde que entramos a Nuevo México.
Cuando vi los anuncios en la carretera que indicaban que habíamos entrado ya en la tan esperada California, volví a sentirme libre. Pensé por un segundo en mi familia y en Georgia. Todo me pareció tan lejano, tan inalcanzable, tan irreal, que sonreí e intenté hacer caso omiso de Daphne.
Ella me hablaba de aquella aventura sexual que había tenido con Christopher. Cuando puse mi entera atención a su relato, recordé a Jollie y me pregunté qué habría sido de ella en Alabama. Deseché esos pensamientos nostálgicos que peleaban férreamente para mantenerme ligada a Georgia y decidí simplemente dejar de pensar.
Me quedé profundamente dormida cuando lo conseguí.
Soñé con cristales rotos y mucha sangre.
Desperté cuando sentí las sacudidas de Daphne. Salí de mi sopor y me percaté de que el auto había aparcado ya. Bajé del vehículo y vi que habíamos llegado al que parecía ser nuestro destino. Un par de apuestos sujetos estaban trasladando nuestro equipaje al lugar donde nos mudaríamos, pero las instalaciones eran tan parecidas a los suburbios que me sorprendí.
Creí que viviríamos en un complejo de apartamentos, en un edificio tan alto como un rascacielos, pero no fue así.
Nos encontrábamos en Sandpiper Lodge.
Había anochecido ya. El auto de Daphne estaba aparcado a la sombra de una palmera. No me percaté de la presencia de un bloque escaleras que conducía a las puertas de las viviendas del segundo piso. Aun así, no parecía ser un complejo de apartamentos. Daphne les agradeció a ambos sujetos por su ayuda. Les besó las mejillas y me pareció ver que acariciaba sugestivamente la entrepierna del chico más apuesto del dúo. Los invitó a cenar con nosotras cuando estuviésemos totalmente instaladas. Y al retirarse ellos, finalmente fuimos a ver nuestro nuevo hogar.
Viviríamos en un apartamento del segundo piso. La pared exterior era de color salmón y la puerta era de color azul. Me pareció una mala combinación de colores. Nuestra puerta tenía una pequeña placa que tenía grabado el número doce. Daphne introdujo la llave en la cerradura y entramos. La estancia era amplia y había sólo tres habitaciones. Las paredes estaban pintadas de blanco, mismo color de los azulejos en el piso. No había ningún tipo de amueblado, pero la iluminación era bastante buena. Las otras puertas eran igualmente de color blanco y teníamos grandes ventanales al fondo de la estancia que daban una hermosa vista.
También podíamos acceder a una pequeña terraza a través de una puerta de cristal. Un sitio así nunca podríamos encontrarlo en Georgia.
La primera puerta que inspeccionamos estaba cerca de la puerta de entrada. Nos conducía a una pequeña cocina ya acondicionada y lista para ser usada. La nevera y los gabinetes estaban vacíos, pero eso podía remediarse fácilmente. La segunda puerta nos llevó a un cuarto de baño, amplio e impecable. Había una ducha, un sanitario, una tina y un lavamanos. Me pareció encantador para que lo ocupara una sola persona, pero también estaba segura de que tendríamos serios problemas al regular el uso de esa habitación. La última puerta conducía a un dormitorio bastante amplio que también tenía acceso a la terraza. Ahí había un armario que podía pasar como un pequeño vestidor.
Daphne y yo intercambiamos una sonrisa al encontrarnos en nuestro nuevo hogar y comenzamos a desempacar todo. Aún teníamos que ir a conseguir el amueblado necesario, pues no llevábamos mucho con nosotras. Pasamos cinco minutos desembalando cajas, hasta que Daphne reclamó que moría de hambre. Yo estaba en las mismas condiciones y le sugerí que ordenáramos una pizza. Ella asintió emocionada y sacó su móvil del bolsillo para hacer la llamada.
Aquella noche cenamos pizza de peperoni y cerveza, me pareció la cena más deliciosa de la vida.
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