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La abuela de Ámbar es y siempre fue la comidilla del pueblo.

Vivió en una época donde la calumnia no se podía soportar y era mejor enterrarse en vida que pasear por las calles sintiendo todas las miradas y susurros sobre ti.

Pero Cristal nunca bajó la cabeza ante los insultos.

Sabía que ella no era culpable de nada de lo que le pasaba y, si tenía que vivir con las consecuencias de algo que ella no había ocasionado, bien que lo haría con la dignidad en su sitio.

No siempre vivió así, claro.

Antes de casarse seguía estando en boca de todos por su belleza, por su inteligencia, por su ser. Después de casada se la conoció más como la cuernuda. No mucho tiempo después y ya de viuda, se le asignó el nombre de asesina.

—Pero nunca podréis probarlo—les siseaba a los policías con una sonrisa en la boca.

Pero para explicar mejor todo, lo ideal sería remontarse a sus primeros años de casada.

Su condición social le había permitido casarse con un hombre de provecho. Detallista y amable para su época. Con un buen trabajo como profesor en un instituto privado. Una buena casa y un bonito embarazo.

Todo lo que, a ojos de la sociedad, una mujer querría.

Pero no Cristal. Cristal quería libertad, soñar, viajar, conocer y ser.

Pero su querido Daniel no.

Daniel no podía permitirle a su mujer ser lo que ella quería ser. ¿Cómo se enfrentaría a la burla de la familia, los amigos y los vecinos?

—Cómete la burla ahora, cariño—Le había susurrado Cristal en sus últimos momentos.

Durante todas esas peleas que tuvieron, Cristal se dio cuenta de que su marido era otro; no respondía como lo hacía antes, no se interesaba tanto por ella ni se molestaba por sus reproches.

Al principio ni siquiera quiera quiso planteárselo, pero cuando lo vio viajando cada vez más a la ciudad y sacando dinero de donde no lo tenían, lo tuvo claro cristalino.

Se rumoreaba desde hace tiempo ya que Daniel tenía una pequeña amante.

Y era cierto.

A Daniel le habían mandado a sustituir durante unas semanas a un profesor que estaba de baja. Qué risa que unos meses después tuvieran que mandar a otro profesor a sustituirle a él por el mismo motivo: la muerte.

Daniel estaba enamorado de su mujer. De verdad que sí. Pero lo estaba más de la pelirroja de cuarto.

No sabía ni cómo empezó ni por qué, pero al final fue un hecho evidente hasta para el menos enterado de clase: Daniel y Mónica se gustaban. Y mucho. Tanto y tanto se gustaban que ella acabó embarazada. Y él doble y secretamente casado.

Mónica tuvo a sus pequeños pelirrojos cuando Cristal acababa de quedarse embarazada, hizo que Daniel le pusiese a u nombre un chalet en la ciudad cuando Cristal estaba empezando a lidiar con goteras y fue una de las primeras mujeres en conducir un descapotable en la ciudad cuando a Cristal ni se le veía por la calle porque tenía la panza tan hinchada que prefería no caminar.

Daniel se sintió mal cuando escuchó a su mujer llorar por las noches por la única razón por la que podría ella llorar: su amante.

Intentó consolarla, decirle que no volvería a hablar con ella y se mudaría.

Pero tanto él como ella sabían que eso era mentira.

Estaba calado hasta los huesos de esa menor de edad que, de la forma más inteligente posible, le había robado la vida y la fortuna.

Lo maldijo todo. A él mismo, a no haber conocido a Mónica anteriormente, a haberle fallado a su esposa y por todo.

Pero, al fin y al cabo, no le sirvió de mucho.

Cristal acabó asesinándolo usando un veneno que se administraba en pequeñas cantidades durante un tiempo prolongado.

Él, desde la cama, le había susurrado, con agonía en la voz, que lo sentía.

Cristal también, pero no le importaba.

Lo mató y vivió con la dignidad que siempre tuvo. Seguían susurrando, pero esta vez no con burla, sino por temor.

Temor a la mujer más peligrosa que había conocido ese pueblo.

Y el resto de la nación cuando Ámbar relató su historia.

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