14
Para cuando Ámbar estaba hablando con los médicos para pedirse el alta, a Saray la estaban ingresando en el sanatorio, para llamarlo de alguna manera.
Su hermano, si es que lo puedo considerar hermano, pensaba Saray, la había ingresado a ese hogar de locos tras el pequeño brote psicótico que había tenido.
¡Venga ya! No ha ocurrido nada. Solo lo arañé. Ni que fuera necesario ingresarme de nuevo. Estoy sana, pensaba mientras seguía a la enfermera.
Esa vez, para su desgracia, le tenían que cambiar de habitación y debía dormir con una chica diferente.
Ojalá no sea una esquizofrénica, deseaba coléricamente.
La verdad, o según Saray, era que el obsesionado era Nicolás.
Nicolás fue el que la introdujo al mundo literario. Nicolás fue el que le hablaba de la prosa de Ámbar durante horas. Nicolás era el que tenía pegados por doquier pósters de Ámbar.
Era Nicolás, no ella.
Fue todo su culpa. Todo.
Por él ella empezó a leer. Por él empezó a interesarse por Ámbar. Por él intentó conocer hasta la más mínima característica de la morena.
Y allí empezó a entender a su hermano y lo que sentía por ella.
Ámbar tenía un aura tan fascinante y atrayente que era imposible no encandilarse con ella.
Pero el problema comenzó cuando a su hermano, con el paso del tiempo, dejó de estar tan pendiente de Ámbar y se centró más en su carrera de policía.
Saray, en cambio, tenía mucho tiempo libre que pasar investigando a la escritora.
Al principio lo hacía para conseguí la atención de Nicolás.
Él era la única persona en su vida y quería satisfacer con él lo que nadie más que sí misma podía arreglar.
Cuando la enfermera ya había salido del cuarto, miró a su compañera de habitación.
Acababa de sacar un periódico de debajo de las sábanas y empezó a devorar cada letra impresa.
Al principio, a Saray le dio igual lo que hacía esa rara, pero fue que ella le diera la vuelta al periódico y ver una foto de su hermano en un hospital y volverse loca.
Se levantó y le arrancó el periódico de las manos.
—¡Eh! ¡Devuélvemelo! ¡Es mío!
La chica intentaba quitarle el periódico. Le arañaba y arrancaba pelos en el proceso.
—¡Apártate de mí! ¡Quiero leer qué pone!
—¡No! ¡Es mío!
Se escucharon unos pasos en el pasillo.
—¿Qué es todo este jaleo?
La chica corrió a bloquear la puerta con su cuerpo.
—Esconde. Ese. Maldito. Periódico—susurró.
Por su bien, Saray acató.
La chica se movió y despejó la puerta.
La misma enfermera que había acompañado a Saray las miraba con el ceño fruncido.
—¿Qué está pasando?
—Oh, nada. Un malentendido. No te preocupes.
Miró a ambas.
Estaba claro que se habían peleado, pero no le pagaban para hacer malabares con locas.
Asintió y cerró la puerta. Si se alejaba lo suficiente, se convencería a sí misma que no había visto nada y que, por ende, no debería preocuparse.
Las chicas, por su parte, se miraban desafiantes.
—¿Por qué tenía que esconder el periódico? ¿Está prohibido leer?
—A mí sí se me tiene prohibido leer.
—¿Por qué?
—¿Qué te importa?
—Tienes razón.
Saray sacó el periódico de su escondite.
—Oye, no te he dado permiso para leer...
Pero todos los insultos que vinieron después fueron un ruido al que Saray no le prestó atención.
Solo era capaz de concentrarse en las palabras Ámbar, suicidio, posible pretendiente.
Ámbar se había intentado suicidar y su hermano quería salir con ella.
Sonrió.
Sentía el veneno subirle por la garganta.
Esa puta y maldito hermano se las iba a pagar.
Nicolás, por su parte, asentía mientras escuchaba a su superior hablar.
—Y por último, ¡no le permito volver a faltar a su trabajo de esta forma, Ávila!
Tanto trabajo y esfuerzo desperdiciado por una mujer, le había dicho.
Tanto que podría alcanzar con su carrera y decide juntarse con gente que tan solo le ensuciarían el camino tan limpio que le esperaba, le gritó.
Y por una parte, su superior tenía razón.
No había ninguna excusa aceptable para que, tras escuchar la noticia por la radio, decidiera abandonar su guardia y dirigirse a toda prisa al hospital.
Había sido estúpido por su parte.
Podría haberse quedado sin trabajo y sin futuro.
Pero a veces uno no piensa del todo cuáles son las posibles consecuencias de tus propios actos hasta que es demasiado tarde.
Por suerte, para él, no era tan tarde.
A partir de entonces, estaría sujeto a una rutina más dura y unos horarios más inflexibles, pero lo aceptaba si eso significaba continuar ascendiendo y mejorando.
Nicolás miró a su superior.
Tal vez tenía razón y Ámbar era una mala influencia, pero no le iba a dar la espalda en ese momento.
Se las arreglaría para compaginar su trabajo y, la que pronto sería su chica.
Nicolás, mientras salía del despacho, no pudo evitar pensar en Lucas.
Ese chico tan raro.
No entendía por qué Ámbar lo tenía como amigo.
Al principio no lo había reconocido, pero tras verlo andar supo que era la misma persona a la que Ámbar había estado esperando el primer día que se conocieron.
Esa noche Nicolás pensó en lo extraño que era que Ámbar le haya dado un beso en la mejilla para despedirse, pero tras girar un poco la cabeza y ver a lo lejos a Lucas persiguiéndola lo entendió.
Nadie en su sano juicio querría que los demás supieran que se codeaban con el hijo de una loca y un asesino.
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