1.
La casa estaba fría, Philadelphia era un estado poco amable en invierno, le había costado un horror aprender a caminar sobre la nieve, le había costado un horror aprender a caminar en términos generales.
Arrellanada en la butaca «Egg» que adoraba Jayce, con los pies en alto abrazada a sus rodillas, repasaba los últimos dos años de su vida.
Cerró los ojos, dejó que pasaran ante ella todos los maravillosos momentos que habían vivido juntos y que el dolor se empeñaba en perfeccionar y corregir.
No quería llorar más, pero la imagen de aquel vestido de seda y tul que pendía de la puerta del ropero no era de ayuda.
Escuchó el sonido amortiguado del timbre. No se inmutó, alguien de los que estaban en casa se ocuparía de abrir.
Sus miembros estaban entumecidos y su alma rota, ¿era necesario que la vieran arrastrándose?
Unos nudillos tocaron tres veces en la puerta, no deseaba ver a nadie, ni oír las típicas frases hechas de conforte y arrope, que en ningún caso la consolaban, solo quería balancearse en el sillón y disminuir en tamaño hasta desaparecer.
—Beatriz, soy Enid, ¿te importa que pase? —Su voz quiso darle permiso, sin embargo, fueron sus lágrimas las que abrieron la puerta. —Triz, cielo...
—Lo siento... no...
—Shuuu...
Enid se arrodilló ante ella, le tomó las manos y restó en silencio. Sabía, por experiencia propia, que había momentos en los que la mejor manera de dar aliento, era así, no invadiendo el espacio con el aire de las palabras. Y allí permanecieron sumidas cada una en sus tormentos privados.
Triz, arañando entereza de dónde no la tenía, tragó saliva, realizó una respiración profunda y se aclaró la garganta.
—¿Y Matt? ¿Y los niños?
—Matt está afuera con los padres de Jason y los niños se han quedado en Manhattan con los abuelos.
—No tendríais que haber venido.
—¿Por qué no? La distancia solo es una unidad de medida.
—¿Qué voy a hacer ahora, Enid? Lo dejé todo por seguirle... y me ha abandonado para siempre. ¿Qué me espera?
—No lo sé, cielo... podría decirte mil frases convenidas que solo te llenarían los oídos de voces.
—Esta casa está llena él, de su risa, de su aroma... los ecos de su esencia me mortifican. No puedo seguir aquí, me moriré con él...
—No te preocupes por eso, Matt y yo nos ocuparemos de recoger todas sus cosas.
—¿Y yo, Enid? ¿Qué va a ser de mí? No tengo nada, ni casa, ni dinero, ni profesión, ni familia... estoy sola y desnuda.
—Ese ha de ser el menor de tus desvelos, estamos a tu lado y te vamos a apoyar en lo que necesites.
Triz, levantó la cabeza y observó la ropa que amablemente alguien, había escogido para el funeral, tan oscura que con suerte al tocarla se la tragaría y pasaría a formar parte de la masa de algún agujero negro.
—Enid, no quiero ponerme eso.
—Busco algo en el vestidor, ahora regreso.
La siguió con la mirada. Notar aquella punzada de envidia, que eufemísticamente los envidiosos catalogaban de sana, sin dejar de ser envidia, la hizo sentirse ruin. Enid, tenía todo lo que Beatriz había anhelado y acariciado con las yemas de los dedos, con la diferencia de que ella no era otra cosa que una extensión de un fallecido y que todo había muerto con él.
—Espérame, amor —musitó nuevamente entre lágrimas a la nada—. Todo lo que quería decirte es que te amo y que tengo mucho miedo. ¿Puedes escucharme? ¿Puedes sentirme? Guardo... atesoro tus palabras dentro de mí. ¿Qué voy a hacer sin el abrigo de tus brazos? Soy frágil y quebradiza... Sería feliz si cerrando los ojos pudiera desaparecer... suplico para que mis sueños me absorban, pero despierto y la realidad es que no hay nadie cobijándome... mientras tú te decoloras entre mis recuerdos.
Mas no recibió respuesta alguna, se hubiera conformado con una sencilla señal de que su energía continuaba a su lado, sin embargo, nada se movió de sitio, ninguna cortina se agitó sin corriente, no hubo tan siquiera un leve soplo de aire frío que pudiera atribuir a un ente incorpóreo.
Y volvieron a tocar a la puerta.
—Triz, hija... —la voz de su suegro le obligó a recomponerse de nuevo—, un mensajero ha traído un paquete para ti.
Enid abrió y tomó el envío, una especie de cajetilla envuelta en el usual embalaje marrón postal, que entregó a la destinataria.
En un principio no hizo ademán de rasgar el papel, sin embargo, sin reparar en lo que hacían sus manos, sus dedos tomaron la iniciativa desenvolviendo la misteriosa caja, descubriendo un estuche de piel granate en donde había una diminuta tarjeta SD.
Sin dar explicaciones a su amiga, que seguía la escena confundida, buscó un dispositivo en donde poder introducirla y encendió el Tablet de Joyce con ciertos recelos.
Deslizó los dedos por la pantalla y abrió la carpeta de archivos que había recibido, apareciendo cientos de nombres desconocidos para ella precedidos de una cantidad con un mínimo de cinco dígitos.
El desconcierto era palpable en su rostro abotagado por el llanto. Poco o nada sabía sobre las nuevas tecnologías, la informática para ella no pasaba de las redes sociales y la lista de la compra; del tema financiero, como de tantas otras cuestiones, se ocupaba su chico y nunca mostró la menor curiosidad en ellas.
Intentando descubrir algo que le diera sentido, siguió pasando el listado hasta el final, en donde concluía con una frase que marcaría su futuro desde aquel preciso momento:
«El error no es de quien confía,
sino de quien miente.
Beatriz, busca la verdad y corre el riesgo de encontrarla.»
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top