Capítulo 32

Ricky Gillespie es escoltado por una patrulla policial encabezada por Tess Henchard hasta la comisaría de Broadchurch. Una vez allí, se sienta en la sala de interrogatorio número tres, frente al Inspector Alec Hardy y su subordinada, la Sargento Ellie Miller. La otra compañera del escocés, la Sargento Coraline Harper, se mantiene a la escucha, siendo testigo de este interrogatorio desde la sala de observación, justo junto a la sala de interrogatorios. La mentalista es consciente de que su adorado jefe necesita que anote y apunte cada análisis que realice del comportamiento de Ricky, a fin de contrastarlo posteriormente con sus respuestas, para así, comprobar la veracidad de su confesión. No van a permitir que se salga de rositas.

—Tenemos una idea muy clara de lo que sucedió aquella noche —comienza la Sargento Miller en un tono factual, habiendo colocado bajo sus antebrazos, en la superficie de la mesa, una carpeta con varios archivos en su interior, facilitada por Cora, quien tras el interrogatorio de Claire, se ha pasado varias horas revisando algunos registros.

—Pero queremos que nos lo diga usted —intercede Hardy, con las manos entrelazadas sobre la superficie de la mesa, advirtiendo por el rabillo del ojo cómo la abogada de Ricky escribe en su bloc de notas, dejando constancia de cada palabra por escrito—. Sabemos que mató a Lisa —asevera sin contemplaciones, en un tono brutalmente factual—. ¿Pero dónde enterró su cuerpo? —el hombre trajeado de cabello rubio apenas parece inquietarse.

—Sin comentarios.

"No está tan tranquilo como parece. Hay un leve tic nervioso en sus ojos, que intenta disimular, pues sus párpados superiores no dejan de intentar cerrarse nerviosamente: tiene miedo de enfrentar las consecuencias, y está decidido a erigir unos muros tan fuertes como el hormigón, pero por fortuna, Alec y Ellie sabrán derribarlos", analiza rápidamente la mentalista desde la sala de observación, antes de contemplar cómo el rostro del hombre que ama se contrae en un gesto lleno de desagrado.

—No, no, no, no —la negación de Hardy corta el silencio rápidamente—. No haga eso —le advierte, antes de intentar serenar su ánimo, pues no le conviene alterarse en este momento—. Cate se cargó su coartada hace semanas —le informa en un tono férreo, habiéndose endurecido levemente—: dijo que no lo vio en la boda durante algunas horas, porque dio por hecho que se estaba acostando con una de las damas de honor, Tiffany Evans —el rostro de Ricky se desencaja momentáneamente, siendo algo que la mentalista apunta en su bloc de notas electrónico, advirtiendo además que desvía la mirada hacia abajo a la derecha, indicando que está recordando algunas sensaciones de aquella noche—. Pero hemos hablado con Tiffany, y lo ha negado.

"Sonríe con nerviosismos y tirantez en las comisuras: sabe perfectamente que lo hemos pillado, pero aún se resiste a confesar la verdad. Aún se resiste a aceptar por completo la realidad, y su participación y culpa en lo sucedido a su hija y sobrina", reflexión para sus adentros la analista del comportamiento, habiéndose cruzado de brazos al otro lado del cristal de observación.

—Y mi compañera, la Sargento Harper, y yo, hemos estado investigando mucho, a todas las empresas de taxis de la zona —apostilla Ellie en un tono sereno—. Y desgraciadamente para usted, la empresa que lo llevó a casa aquella noche, tiene sistema informatizado —la voz de la sargento de cabello castaño y rizado poco a poco empieza a recuperar su habitual disposición centrada y firme, desvelando los datos y los hechos de forma pausada y clara—. Guardan los registros —comenta, antes de sacar uno de los registros de la carpeta que su buena amiga de ojos cerúleos le ha entregado hace un rato, colocándolo sobre la superficie de la mesa, acercándoselo a Ricky Gillespie para que lo vea—. Los detalles de los viajes, las horas, los pagos... Todo.

—Sin comentarios.

—¿¡En serio!? —ahora la voz de Alec resuena como un huracán que se ha topado con una tormenta eléctrica. Está empezando a encolerizarse por su poca cooperación, de modo que decide convertir este asunto en algo personal. Quizás así, consiga derribar esa barrera que ha erigido—. Mi hija tenía la misma edad que Pippa cuando ocurrió —a cada palabra, su tono se eleva, mostrándose su indignación y su frustración, guardada hace años en su interior—. Me identifiqué con usted: sabía cómo se sentía —Ricky tiene su mirada azul posada sobre el inspector escocés, quien tanto intentó ayudarlos—. No podía decepcionarle: ¡eso es lo que pensaba! —respira acompasadamente, contando en su fuero interno hasta diez con el fin de no soliviantarse más de la cuenta, aunque por su periferia puede ver que Miller parece igual de molesta y cabreada que él—. ¡Dos años, sin olvidarlo! Casi muero por esto, ¿¡y dice que no tiene nada que comentar!? —ya no es solo la rabia y la frustración que le ha generado el caso de Sandbrook desde sus inicios la que habla, sino la rabia y la impotencia que ha acumulado desde que ha escuchado el veredicto de no-culpabilidad de Joe Miller—. ¿Hay algo más que quiera contarnos? —el hombre trajeado de cabello y vello facial castaños finalmente baja el tono, obligándose a serenarse, posando sus ojos pardos en el hombre que tiene frente a él.

"Sus ojos están vidriosos, ha palidecido, y le tiembla el labio inferior. La fachada se ha roto al fin... Está dispuesto a hablar. Alec lo ha conseguido: al convertir la muerte de Pippa en algo personal para él, ha conseguido que la muralla de Ricky se derrumbe como un castillo de naipes", la joven de veintinueve años se siente orgullosa de sus dos compañeros, aunque especialmente de su testarudo escocés. "Ahora su mirada está desenfocada levemente, y la mantiene arriba a la izquierda: está recordando lo que sucedió aquel fatídico día".

Efectivamente, como la analista del comportamiento ha deducido por su comportamiento no-verbal, Ricky Gillespie está rememorando el momento en el que se internó en el bosque, en el prado lleno de campanillas silvestres, encontrando el pequeño, frágil y frío cuerpo de su única hija. Aún siente cómo tomaba sus frías manitas en las suyas, y cómo se las besaba, despidiéndose amorosamente de ella, antes de depositarla con todo el cariño del mundo en el río que discurría cerca de ese prado.

—Ya recibí mi castigo aquella noche —asevera Ricky con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Qué hizo con el cuerpo de Lisa? —pregunta Hardy, sintiendo que el alivio lo recorre por todo su interior, pues al fin ha conseguido encontrar todas las respuestas al caso de Sandbrook: solo queda cerrarlo.

—Lee estaba trabajando en una iglesia —responde el padre de Pippa en un tono entrecortado, sintiendo cómo las lágrimas recorren sus mejillas, con su vista tornándose borrosa poco a poco—. Había habido un funeral el día antes, así que... —toma aliento con algo de ansiedad, sintiendo que el aire que entra a sus pulmones es como cuchillos que lo cortan—. El mejor sitio para esconder un cuerpo: una tumba.


Ya ha amanecido para cuando finaliza el interrogatorio de Ricky Gillespie. Los agentes de la comisaría de Broadchurch, apostados en el exterior de la sala de interrogatorio número tres, entran nada más finaliza la grabación, pasándolo a disposición judicial por los crímenes cometidos. De la misma forma, otros agentes escoltan a Lee Ashworth y Claire Ripley, quienes son puestos a disposición judicial, pues ahora deben enfrentarse a las consecuencias de sus crímenes. El que antaño fuera un matrimonio intercambia una mirada rápida, antes de que los separen, escoltándolos a cada uno por separado, bajo la atenta mirada de Alec Hardy y Ellie Miller, pues la joven sargento taheña se encuentra en el despacho de su jefa, la Comisaria Ava Stone, entregándole el análisis del comportamiento realizado en los tres interrogatorios.

El inspector escocés de carácter taciturno, entra nuevamente a la sala de interrogatorios número dos, en la cual han interrogado a Lee Ashworth. Ese ha sido el comienzo del fin del caso de Sandbrook. En cuanto posa sus ojos pardos en las carpetas y archivos del caso de Sandbrook que han dejado en la superficie de la mesa, el hombre de cabello castaño siente una leve presión en el pecho, aunque no sabría decir si se trata de congoja, alivio o felicidad... O las tres cosas al mismo tiempo. Abre el fichero con gran delicadeza, encontrándose en la primera página con una fotografía de Lisa Newbery. Deja escapar un suspiro ahogado, antes de sacar su cartera. En ella aún conserva una fotografía de Pippa Gillespie. La saca entonces, colocándola sobre la foto de su prima, a fin de que no vuelvan a separarse nunca más. Se sienta en la silla, acariciando las fotografías de ambas niñas, a quienes finalmente puede dejar descansar en paz. Cierra el fichero con suavidad, antes de posar sus manos sobre éste. Finalmente ha conseguido resolver el caso. Ha sido capaz de cumplir su palabra tras dos años, y ha arrestado a los culpables de su muerte. Ya pueden descansar en paz. Y él ya es libre. Ya no tiene por qué seguir fustigándose con este caso. Cuando esas palabras llegan a su mente, siente que puede dejar salir todo su alivio, su congoja y su felicidad. Comienza a sollozar sin siquiera darse cuenta, hasta que nota cómo las lágrimas manchan sus manos y la superficie de la carpeta. Se acabo. Al fin se acabó. Se lleva la mano derecha a la frente, intentando calmarse, pues su mente aún no es capaz de aceptar el hecho de que lo ha logrado. Ha resuelto el caso tras años de sufrimiento y constancia.

En ese momento, mientras su cuerpo tiembla incesantemente por los sollozos que lo recorren de arriba-abajo, el inspector siente como una súbita calidez se posa en sus hombros. Se sobresalta mínimamente, pero el aroma a champú de coco delata la presencia de Lina al momento, por lo que su postura se relaja. La presencia de su subordinada y protegida es reconfortante, y justo lo que necesita en este momento. La nota a su espalda, silenciosa, dejándole su espacio para desahogarse, sin invadir su espacio personal a menos que le de una indicación explícita. Alec es ahora mismo incapaz de hablar, de modo que, a modo de invitación, asiente con la cabeza. A la analista del comportamiento no le hace falta más, antes de abrazarlo por la espalda, habiendo presionado su torso son la espalda de él. Sus brazos se posan sobre los del hombre que ama. El de cabello castaño lacio, como respuesta a su contacto físico, frota los antebrazos de la muchacha de veintinueve años con afecto, mientras continúa sollozando. Ella acaricia sus antebrazos, habiendo colocado su cabeza en la clavícula izquierda de él. En ningún momento se rompe el silencio con una palabra de ánimo o de consuelo. El llanto desconsolado, libre y aliviado del escocés de ojos pardos, es lo único que se escucha durante varios minutos.


Cuando finalmente Alec consigue calmarse lo suficiente, la muchacha taheña le limpia las lágrimas de los ojos, y ambos salen de la comisaría de policía, habiendo decidido airearse un poco. Tras las emociones del día anterior y esta madrugada, necesitan respirar el aire fresco de la mañana. Se acercan al muro que separa el agua del puerto de la comisaría, donde Ellie Miller los está esperando, ataviada con su habitual chaquetón naranja, con unas leves ojeras bajo los ojos, pero indudablemente satisfecha por su desempeño en este caso. Coraline se siente junto a su buena amiga, sonriéndole con ánimo a pesar del cansancio que invade todo su cuerpo. El inspector trajeado se sienta a la izquierda de la joven analista del comportamiento.

—¿No encontraron restos de Rohipnol en el cuerpo de Pippa? —cuestiona Ellie en un tono suave, habiendo advertido la mirada apenada, así como la hinchazón y la rojez de los ojos de su jefe y amigo.

—Se elimina del organismo en unas 24 horas —responde su buena amiga, quien ha memorizado los entresijos del caso—. El cuerpo se encontró días después...

—Lina tiene razón —afirma el hombre de delgada complexión tras suspirar pesadamente, intentando responder con claridad y concisión—. Además —traga saliva con dificultad, pues aún está muy sensible—, el agua había... —no puede terminar la frase, de modo que niega con la cabeza, indicando que la mayoría de las pruebas habían desaparecido para ese momento, imposibilitando el encontrar esa sustancia o el resto de alguna otra en el cuerpo.

—Lo ha logrado —intenta animarlo la castaña con un tono firme—. Ya los tiene.

—Se acabó mi penitencia... —la voz de Alec es extremadamente suave, y la taheña de ojos cerúleos nota inequívocamente un resquicio de tristeza en ella, como si se dispusiera a marcharse de ese pueblo, para nunca más regresar. No puede evitar que esa sensación se arraigue en su corazón, estremeciéndola, pues no quiere perderlo—. No dejo de pensar en el daño causado —se sincera con sus dos amigas, habiendo posado su mirada en el horizonte, donde el sol poco a poco ocupa su lugar en el firmamento. La diestra mano cálida de la pelirroja de piel de alabastro pronto encuentra su izquierda, posándose sobre su dorso—. Todas esas vidas...

En ese momento, el teléfono de Ellie vibra con el tono de un mensaje de texto. La castaña rápidamente lo lee, antes de desviar su mirada hacia su buena amiga. Odia tener que interrumpir este momento tan tierno entre ellos, pero es imperativo que ambas se reúnan con el remitente del mensaje.

—Es Beth: está aquí —anuncia, y sus dos compañeros la observan—. Quiere que Cora y yo nos reunamos con ella —asevera, y la mirada confusa de la mujer de ojos celestes se posa en ella al momento, arqueando una ceja, pues no entiende qué puede querer la madre de Danny de ella en este momento—. ¿Le importa que...? —sabe que no tiene por qué pedirle permiso a su jefe para marcharse, pero siente que debe hacerlo, habiéndose percatado de que se encuentra más sensible de lo habitual.

—No, no —él niega al momento con un tono amable—. Vayan con ella, tranquila.

Ellie se levanta del pequeño muro al mismo tiempo que su compañera y buena amiga, pero esta ultima se detiene momentáneamente, antes de apelar al hombre que ama, quien ha vuelto nuevamente su vista al horizonte.

—Creo que te equivocas, Alec —sentencia en un tono suave, lleno de cariño, sus ojos azules encontrándose con los pardos de él—. Te equivocas respecto a lo que le has dicho a Lee ahí dentro —clarifica, haciendo un gesto hacia la comisaría de policía—. No estamos completamente solos.

La muchacha pelirroja de piel clara espera que el hombre que ama pueda captar el significado implícito de sus palabras, que en su defecto quieren transmitirle: «no estás solo, y nunca lo estarás, porque yo estoy contigo. Siempre estaré contigo, hasta el final». No sabe si él habrá comprendido su mensaje, pero una sutil sensación de alivio la recorre desde los tuétanos al contemplar la suave y leve sonrisa que el escocés le dirige.

—Espero que tengas razón...

El hombre de delgada complexión da un último asentimiento a la mujer que ama, antes de desviar nuevamente la mirada. Escucha cómo los pasos de sus dos compañeras se alejan de su posición, y suspira pesadamente.

De modo que no estoy solo. En cierta forma, supongo que no lo estoy. Tengo a Daisy, a Miller... y a Lina. Aunque, ahora que he acabado mi penitencia, no tengo motivos para mantenerme alejado de Sandbrook. Además, el tren ya ha pasado: he perdido la oportunidad de confesarle lo que siento a la mujer más maravillosa que he conocido. No me queda otra... Es el momento de volver a casa", piensa con acritud el inspector taciturno, antes de levantarse del pequeño muro con un gesto cansado, encaminándose hacia su casa, a fin de recoger sus pertenencias lo antes posible.


Jocelyn Knight está esperando pacientemente cerca del puerto de Broadchurch, en una colina verde. Ha estado reflexionando durante toda la noche, y ha tomado una decisión que, evidentemente, cambiará su vida y su futuro con efecto inmediato. Mientras la brisa de la mañana revuelve su cabello rubio-platino, de pronto, por la periferia de su visión, es capaz de distinguir la silueta de Sharon Bishop, a quien ha citado allí.

—No sabía si ibas a venir —le confiesa a la abogada negra.

La susodicha tuvo un leve encuentro a distancia con Beth Latimer el día anterior, a las pocas horas de haberse dado a conocer el veredicto, habiéndose sentido increíblemente culpable por la no-culpabilidad de Joe Miller. Apenas ha dormido la noche anterior, tal y como le dijera su antigua mentora, a quien tiene ahora delante, con un bolso colgado de su clavícula.

—No puedo creer que me lo hayas pedido —suspira la abogada de cabello oscuro, antes de suspirar, cruzándose de brazos—. Bueno, nunca pierdo la oportunidad de que me desprecien —se encoge de hombros—. ¿Qué quieres?

—Quiero trabajar contigo —la respuesta de la veterana abogada coge completamente desprevenida a la joven abogada de cabello oscuro, quien la contempla como si le hubieran salido dos cabezas en lugar de una.

—¿Qué quieres qué? —se carcajea, evidentemente incrédula.

—No estoy lista para parar —sentencia Knight en un tono determinado—. De hecho, quiero ponerme en marcha otra vez.

—No quieres acabar con una derrota...

—No, no quiero —admite la mujer de ojos verdes—. Y mucho menos contra ti.

—¿Por qué iba a querer volver a trabajar contigo?

—Porque aporto prestigio, que es importante —comienza a argumentar—. No protestes —le advierte, alzando el dedo índice para hacerla callar, pues ya se esperaba un reproche por su parte. Sharon la observa con evidente divertimento—. Soy brillante, de modo, que seré tu conciencia: cuestionaré todo lo que hagas, y creo que lo necesitas desesperadamente —se sincera con ella, explicándole sus intenciones con un tono sereno, mientras ambas observan el azul mar que se extiende ante ellas—. Te equivocas con el derecho, y entiendo por qué —empatiza con su punto de vista, algo que sorprende a Bishop, pues en todos los años que se conocen, jamás habría esperado que ella, la siempre imperturbable Jocelyn, considerase prestar atención a otra persona que no fuera ella misma—. Pero sí es una vocación, y sí es noble —argumenta con franqueza antes de suspirar—. Y creo que necesitas recuperar eso.

—No necesito un tutor.

—Todos lo necesitamos.

—No funcionaría —encuentra atractiva la proposición, pero debe negarse, pues ambas tienen puntos de vista y personalidades demasiado opuestas como para trabajar armoniosamente—. Lo siento, pero no —empieza a alejarse, pero no llega a dar ni dos pasos cuando la voz de Knight la detiene en seco.

—He estado trabajando en esto —la abogada de cabello casi platino saca unos archivos de su bolso, extendiéndoselos a la otra abogada, quien los observa con algo de reticencia, antes de acercarse, examinándolos—. Hay fallos en el caso de tu hijo —ante sus palabras, la mirada de Sharon se torna sorprendida a la par que algo esperanzada—. Creo que podríamos apelar.

—¿De dónde has sacado estos archivos? —quiere saber la abogada negra, quien no había visto tales documentos desde que se los entregase a su antigua mentora, hace ya varios años.

—Son los originales que me mandaste.

—¿Y los has guardado aunque no te caiga demasiado bien? —está incrédula: nunca pensó que Jocelyn le tuviera un mínimo de estima, y estaba convencida de que se había desecho de tales archivos hace años, habiéndolos destruido, quemado, o vete a saber qué más.

—No tienes que caerme bien —admite Jocelyn en un tono cordial, esperando poder enmendar aquella amistad y relación laboral que perdieron hace tanto tiempo por culpa de su orgullo y su afición a seguir las normas, a no involucrarse personalmente con sus socios—. Pero necesito creer en ti —añade en un tono suave, y poco a poco, las barreras que la abogada negra hubiera erigido para protegerse de la amabilidad o la ayuda de externos, se derrumban—. He pasado demasiado tiempo aquí, paralizada por el miedo —la abogada de ojos verdes no piensa volver a quedarse quieta, y piensa ejercer su trabajo hasta el mismo momento en el que su condición visual no se lo permita—. Necesito volver a ejercer.

—Está bien, Jocelyn —suspira Sharon tras alzar la vista al cielo—. Trabajemos juntas.


A varios kilómetros de allí, Nigel Carter y Mark Latimer abren las puertas de la furgoneta de fontanería del segundo. Joe Miller, que ha pasado la noche encerrado en aquel lugar, habiéndose resignado al hecho de no tener ninguna posibilidad de escapar, parpadea rápidamente en cuanto la luz del día golpea de lleno sus ojos. Sus captores parecen estar realmente tranquilos para haberlo secuestrado tan impunemente de la iglesia de Broadchurch, y cuando los ojos de Joe se posan finalmente en el exterior, comprende por qué: el miedo corroe sus entrañas al percatarse de que lo han traído a la cabaña del acantilado. A la misma cabaña en la que solía citarse con Danny. La misma cabaña en la que acabó con su vida.

—¡No, no! —palidece, resistiéndose a salir de la parte trasera del vehículo—. ¡Aquí no!

—¿Qué pasa? —cuestiona Mark con un cierto tono siniestro, entrando a la parte trasera de su furgoneta, sujetándolo por el cuello de la camisa—. ¿Te preocupa lo que vaya a pasar aquí arriba? —le dice en un tono malicioso, sacándolo a la fuerza de la furgoneta, dejando que el aire fresco de la mañana golpee contra su cuerpo y su rostro.

—¡Mark! ¿¡Qué vas a hacerme!? —exclama Joe, completamente atemorizado, mientras Nigel y su jefe lo arrastran colina arriba, por el sendero que conduce a la cabaña. No recibe respuesta alguna por su parte, y a pesar de que intenta resistirse, los otros dos hombres son más fuertes que él, y lo reconducen hacia su destino sin apenas despeinarse—. ¡Por favor, no! —está desesperado, pues su mente horrorizada y aterrada conjura en su mente multitud de escenarios posibles, siendo cada uno más funesto que el anterior—. No... —a medida que se acercan a la puerta de la cabaña, su pulso se incrementa exponencialmente, hasta que, de pronto, sus ojos se abren con pasmo: Paul Coates, el vicario, a quien él consideraba un amigo, abre la puerta con una expresión serena en el rostro—. Confié en ti... —musita, creyéndose traicionado de la peor de las maneras, antes de que el sacerdote del pueblo de Broadchurch baje las escaleras de la cabaña, apartándose a un lado, con Nigel empujando a Joe al interior—. Oh, Dios mío... —el asesino de Danny se horroriza ante lo que contemplan sus ojos: Beth Latimer está sentada en una silla frente a una mesa, y Ellie, su mujer, está de pie, a su lado.

Mark Latimer entra entonces a la cabaña, cerrando la puerta a sus espaldas, con Nigel y Paul montando guardia. Se coloca al lado derecho de su mujer, justo a su espalda. Joe contempla a las dos mujeres cuya vida ha destrozado en un silencio estupefacto, antes de escuchar cómo la voz clara y contenida de la madre de Danny resuena en la estancia.

—Siéntate.

—Beth...

—Ha dicho que te sientes —una voz de ultratumba llega desde su espalda, y un agarre férreo se hace notar en su hombro izquierdo, obligándolo a sentarse en la silla que hay libre, justo frente a Beth.

Cuando ha ocupado el asiento, temblando de pies a cabeza debido al miedo que lo invade, los ojos azules de Joe siguen la trayectoria de la mano clara que aún sujeta su hombro izquierdo, en busca de su propietaria. Sus ojos se paralizan de terror en el momento en el que contempla el rostro lleno de ira, desprecio y rencor de la Sargento Coraline Harper. Va vestida con su habitual uniforme de trabajo, y lo está observando como si no fuera más que un insecto. Un insecto al que está dispuesta a aplastar en cualquier momento, en cuanto vea el menor indicio de un comportamiento sospechoso u agresivo hacia cualquiera de las personas allí congregadas.

—¿Sabes cuántos cuchillos hay aquí? —la pregunta de Beth es retórica, y Joe Miller la observa impotente—. Catorce —la respuesta es rápida y concisa, y el tono de voz de la madre de Danny apenas flaquea, por muy duro que le esté resultando este encuentro—. Los he contado mientras esperaba —se sincera, antes de tragar saliva, observándolo con todo el rencor que es capaz de canalizar en este momento—. Pensaba cuál sería el más apropiado para ti.

El color se desvanece del rostro de Miller, quien a cada momento ve con mayor claridad la posibilidad de que lo maten por lo que hizo. Debería haber supuesto que se tomarían la justicia por su mano. Desvía la mirada hacia la sargento que tiene a su espalda, vigilando cada movimiento de su cuerpo: tiene el revolver reglamentario en su cartuchera, evidentemente cargado.

—Lo siento...

—No, no, no, no —rápidamente, la voz clara y contenida de la taheña de piel de alabastro lo interrumpe—. Ni se te ocurra abrir esa boca que no dice más que mentiras —un escalofrío recorre al hombre declarado inocente en cuanto escucha esa orden, acallándose al momento—. No tienes derecho a hablar... No después de lo que nos has hecho a todos nosotros.

—Cora tiene razón —afirma la matriarca de los Latimer tras tragar saliva—: podrías haber tenido un poco de humanidad —le indica en un tono sereno, intentando que no se le resquebraje—. Podrías haber afrontado lo que hiciste... Aceptar tu castigo, y ser una persona decente —parece reconsiderar sus palabras, y sonría con ironía—. ¿Pero qué digo? Tú no eres eso. Nunca lo has sido —acusa con un tono firme, antes de intercambiar una mirada con la sargento taheña que tanto ha sufrido a manos de este homúnculo—. Cuando mueras, nadie llorará por ti —siente cómo su voz le tiembla ligeramente—. Podríamos matarte aquí, tirar tu cuerpo a una playa... Y nadie lloraría, nadie se daría cuenta —sus ojos vidriosos y el veneno que sale por su boca, impregnado en cada palabra, dan testimonio de que desearía hacerlo con todas sus fuerzas—. Pero somos mejores que tú —asegura, recomponiéndose, sintiéndose arropada y apoyada por sus amigos y familia, antes de hacerle un gesto de asentimiento a la muchacha de ojos cerúleos de veintinueve años.

—No dejaremos que esto nos hunda —asevera con confianza la analista del comportamiento, bajando su tono de voz, de manera que resulta mucho más amenazante—. Vamos a seguir viviendo, pero a ti ya no te queda vida... Aquí no —sentencia antes de suspirar—. ¿Recuerdas lo que me dijiste? ¿Qué acabarías lo que habías empezado? —la voz de la joven está llena de malicia—. No vas a hacerlo, ni conmigo, ni con ningún otro niño —su voz es clara y concisa, habiéndose acercado al oído de su agresor sexual, con éste estremeciéndose ante la amenaza que su proximidad le provoca—. Ya no tienes poder alguno sobre mí, ni sobre ninguno de nosotros... Se acabó, Joe —la taheña finalmente se ha armado de valor, confrontando a aquella persona de su pasado que tanto daño le hiciera, y ha salido victoriosa del encuentro.

En cuanto el asesino de Danny y el agresor de Cora nota que la segunda aleja su rostro de su oído, parece que retoma el habla, intentando justificarse ante aquellas personas que ahora lo observan con evidente desagrado y menosprecio.

—Me han declarado inocente.

—¡Cállate! ¡Cállate cabrón de mierda! —la voz de Ellie truena de pronto, interrumpiéndolo nada más escucha esa justificación tan barata.

La ira que recorre a la sargento de cabello castaño es el resultado de sus acciones: de lo que le hizo a Danny, de lo que le hizo a Cora, del atrevimiento de declararse inocente, de hacerlos pasar por ese juicio a todos ellos... Y de no ser lo suficientemente valiente como para afrontar las consecuencias de sus propios actos.

—Lo siento, Ellie...

—¡No lo sientes! —niega su mujer al momento, mediante una exclamación que se asemeja al gruñido de una loba que defiende a sus lobeznos—. ¡Si lo sintieras, primero de todo, habrías confesado lo que le hiciste a Cora cuando tenía quince años! —asevera en un tono firme, defendiendo a su buena amiga de cabello cobrizo, quien le dedica una disimulada sonrisa de agradecimiento—. ¡Y ahora, te habrías declarado culpable en el juicio por la muerte de Danny! —Joe no parece poder argumentar nada ante sus palabras, por lo que opta por mantenerse en silencio—. Ya las has oído —apela a Beth y Coraline en sus palabras—: vas a marcharte, y no volverás jamás —da su veredicto con contundencia antes de apostillar—. Y no volverás a ver a ninguno de tus hijos.

—No puedes hacer eso... —intenta rebatir el paramédico en un tono firme.

—Oh, claro que puedo —lo interrumpe la castaña al momento—. Si intentas verlos, si les sigues, si vas a su colegio, si contactas con ellos de alguna forma, te mataré —la amenaza y el ultimátum quedan entonces sobre la mesa, y nuevamente, el asesino del niño de once años se estremece por el filo lleno de frialdad con el que Ellie se ha dirigido a él.

—Si te acercas a mi hija —la voz de Tara Williams rompe el silencio que se ha formado, habiendo entrado a la estancia sin ser consciente el hombre alopécico—, si contactas con ella, si posas tus ojos en ella, si respiras el mismo aire que ella, te mataré —asegura sin ningún asomo de duda, con una voz llena de odio—. Y al contrario que tú, Ellie y yo asumiremos las consecuencias —lo hiere en su orgullo, provocando que agache el rostro.

—Para nosotros estás muerto, ¿lo entiendes? —la voz de la mentalista de piel de alabastro llega nuevamente desde su espalda, gélida como el hielo, y el hombre que tanto daño ha causado a esta pacífica comunidad, asiente lentamente—. Y ahora, levántate, y no mires atrás.

—Te vienes con nosotros —apostilla Mark, contemplando cómo el hombre alopécico que asesinó a su hijo se pone en pie al momento con la cabeza gacha, siguiendo la orden que ha recibido tras su gesto de asentimiento—. Vamos —toma al exmarido de la sargento de cabello castaño por el antebrazo, llevándoselo al exterior de la cabaña sin apenas resistencia.

Ellie Miller, Beth Latimer, Coraline Harper y Tara Williams se quedan en el interior de la cabaña entonces. Todas ellas intercambian una mirada. Han conseguido enfrentarse a ese monstruo que les ha hecho tan ingente cantidad de daño, y han sabido ser mejores que él. La Sargento Miller posa su mano derecha en el hombro izquierdo de Beth, con la joven madre tomando su mano en un gesto de apoyo y consuelo. La madre de Chloe y Lizzie, nota entonces que la mano izquierda de la sargento de veintinueve años se posa en su hombro derecho, y le dedica una sonrisa suave, llena de ánimo y agradecimiento. Ánimo por la fuerza que ha demostrado al enfrentarse al hombre que la agredió aquellos años atrás, habiéndose percatado de cómo le temblaban las piernas al estar en su presencia, y agradecimiento por todo lo que ha hecho por Danny y ella, por su familia. Nunca podrá devolvérselo, pero ahora mismo, sabe que han forjado un vínculo, una amistad, que durará para el resto de sus vidas. Tara por su parte, rodea los hombros de su estrellita con el brazo izquierdo, reconfortándola y dándole todo el apoyo y el cariño del que dispone. Ahora ya pueden cerrar este funesto capítulo de sus vidas. Concentrarse en el futuro, en aquello que aún está por llegar.

En el exterior de la cabaña del acantilado, Mark pasa de largo, dirigiéndose al taxi que han llamado para que aleje a Joe Miller de su pueblo. El susodicho se ha quedado cerca de Paul Coates, quien, a pesar de todo el daño que ha provocado, está dispuesto a darle un último empujón, pues como cristiano de buena fe, debe ayudar en lo que pueda a aquellas personas descarriadas, y ahora mismo, este hombre es una de ellas.

—Tus maletas están en el taxi —le comenta, rememorando que, hace varios minutos, la propia Ellie ha depositado dicha maleta en el taxi, con todas las pertenencias del hombre alopécico en su interior—. Te llevará hasta la estación de Bournemouth —le comunica en un tono sereno, contemplando que el padre de Tom desvía su mirada hacia el taxi, algo nervioso por la incertidumbre de lo que le depara el futuro—. Un amigo vicario te recogerá, y se asegurará de que cojas el tren a Sheffield... Te he apuntado a un centro de reinserción —traga saliva, pues considera que, estas acciones que tiene con respecto a Joe apenas empiezan a enmendar los errores que cometió al visitarlo en prisión, pero es un comienzo, como otro cualquiera—. A partir de ahí, estás solo.

Joe Miller desvía su mirada hacia la colina que llega hasta el coche que deberá llevarlo hacia su nueva vida, alejado de todas aquellas personas que una vez conoció, y las cuales una vez llegaron a llamarlo amigo, vecino, marido, padre, tío, cuñado, compañero... Esas mismas personas lo observan ahora con una mirada crítica, llena de desprecio. Comienza a caminar lentamente hacia el taxi, pasando primero entre Oliver Stevens y Nigel Carter. Pasa después junto a Becca Fisher y Maggie Smith, quienes lo observan con evidente desagrado, juzgándolo silenciosamente. Mientras continúa su descenso por la pequeña ladera de la cabaña del acantilado, pasa junto a Chloe Latimer y Lucy Stevens, con la primera posando una mano en el hombro de la adolescente rubia, cuya mirada llena de ira no se aparta del asesino de su querido hermano. Entonces, pasa junto a Mark y Beth Latimer, y frente a ellos, con los brazos del fontanero rodeando sus hombros, está Tom. Éste ni siquiera le sostiene la mirada, sino que se la aparta, negándose a mirarlo siquiera.

—¿De verdad creéis que podéis hacerme desaparecer? —cuestiona Joe en un tono que intenta permanecer firme, pero que, ante la mirada severa del padre de Danny, va bajando de intensidad.

—Estamos seguros, Joe —asevera el fontanero de cabello castaño con un tono férreo.

Ninguno de los allí presentes hace el amago de consolarlo, y es lógico, pues como Paul Coates le ha asegurado, está solo. Ya nadie le quiere allí. Está muerto para ellos, tal y como Coraline Harper le ha asegurado. Y hablando de esa mujer pelirroja... Mientras desciende lo que queda de la colina, se percata de que la sargento taheña de piel de alabastro y su mujer, Ellie, están junto al taxi, esperando a que ingrese en su interior. Se han dado la mano, y mantienen una expresión serena y decidida en sus rostros. Junto a ellas también se encuentra Tara Williams, observándolo con una mirada llena de resentimiento y odio, lo que provoca que desvía la mirada, recordando su amenaza de hace unos minutos. El taxi arranca su motor cuando se percata de que el hombre con la camisa blanca se acerca, y la sargento castaña de cabello rizado abre la puerta trasera del vehículo. Joe hace lo que se le ha ordenado, y no vuelve la vista atrás: entra directamente al taxi, con la que antaño fuera su mujer cerrando la puerta.

El taxi se aleja entonces, con todos los habitantes de Broadchurch que han sido víctimas, directa o indirectamente de este último caso tan desgarrador, observando cómo el causante de todo aquello desaparece de sus vidas para siempre. Ya no tienen por qué seguir sufriendo. Ahora ha llegado el momento de empezar a curar sus heridas, por mucho que esto último vaya a costarles a todos. La comunidad se ha unido para hacer frente a aquello que los había dividido en su momento, y pueden decir, sin la menor sombra de duda, que esto los hará más fuertes para aquello que les depare el futuro.


En su casa alquilada, aproximadamente a las 08:21h, Alec Hardy está recogiendo todos sus documentos y pertenencias. Los clasifica según la fecha antes de meterlos en sus respectivas cajas. Se deshace de las pruebas, las notas adhesivas, los mapas, los esquemas, las fotografías etc. de la pared de la sala de estar, donde, hace ya varios días, Lina y Ellie dejasen constancia de su investigación sobre Sandbrook. Ahora que el caso por fin se ha cerrado, ya no tiene sentido mantenerlo allí, y está seguro de que al dueño de la casa no le gustará para nada el tener un diagrama completo de un caso cuando reclame la vivienda e intente volver a alquilarla. Solo de pensar en esa posibilidad, hace que al escocés le entre la risa. Guarda con cuidado las pruebas y cada esquema y prueba que sus dos compañeras de profesión colocaron en su pared. Se detiene un momento, contemplando las fotografías de Pippa Gillespie y Lisa Newbery, que ahora le devuelven una sonrisa agradecida, donde antes solo podía ver expresiones de reproche por no haber conseguido hallar a su asesino. Tras recomponerse, suspirando pesadamente, guarda las fotografías donde les corresponde. Una vez ha limpiado y catalogado todo lo que estaba en la pared, termina de hacer su maleta.

Siente una leve presión en el pecho al contemplar la posibilidad de alejarse, quizás permanentemente, de la mujer que ama, pero se dice que es lo mejor, dadas las circunstancias... El momento ha pasado, y francamente, prefiere continuar disfrutando de su amistad, conservándola. Estaría conforme con continuar en la zona amigos, aunque tuviera que guardarse lo que siente por ella en su interior lo que le quede de vida. No quiere malinterpretar aquellos gestos, miradas y tonos que ha logrado captar desde hace un tiempo, pues no quiere equivocarse y perder la amistad que tan fuertemente los ha unido.

Mientras se encuentra sumido en sus pensamientos, con una leve llovizna cayendo en el exterior, no advierte que alguien toca la puerta principal hasta que el insistente repiqueteo de ésta se vuelve realmente estridente. Evidentemente, quienquiera que está al otro lado se ha hartado de esperar, y ha empezado a golpearla con el puño. Cuando abre la puerta, unas sonrientes Cora y Ellie lo saludan, y él las invita a pasar.

Se mantienen en silencio por unos minutos hasta que la castaña decide romperlo, pues es terriblemente consciente de lo que esta separación está provocando en estos dos testarudos y densos policías. Puede ver lo mucho que los destroza la idea de separarse, cuando han estado juntos tanto tiempo, ayudándose, apoyándose... Y queriéndose. Al menos, nadie podrá decirle que no ha intentado que se percaten de lo que sienten mutuamente.

—¿A qué hora llega su taxi?

—Como en media hora —responde el escocés, desviando la mirada, pues no se atreve a mirar a su subordinada de cabello carmesí a los ojos, pues no soportaría ver el mismo dolor que siente por abandonarla reflejado en ellos—. No tienen por qué esperar.

—Entendido —afirma la castaña con una sonrisa amigable, habiéndose apoyado en el dintel de la puerta de la cocina, con su buena amiga de ojos cerúleos a su izquierda, quien tiene la cabeza gacha, tampoco atreviéndose a mirar a los ojos al hombre que ama, por miedo a perder la compostura.

El silencio inunda nuevamente la estancia, pues ninguno de ellos sabe qué decir exactamente. No están acostumbrados a las despedidas, y es algo que, francamente, ninguno encuentra agradable. Aunque no lo dicen en voz alta, todos piensan que es mejor decir «hasta luego» que decir «adiós», porque el primero deja abierta la puerta a un reencuentro, mientras que el segundo la cierra de golpe, como si jamás fueran a volver a verse. Y la amistad que ahora une a los tres no piensa marcharse así como así, de manera que, no quieren despedirse. Al menos, no de momento.

—No lo habría conseguido sin ustedes —dice de pronto Hardy, rompiendo el silencio, pues no los soporta, y no cree que vaya a acostumbrarse a ellos allá donde va, sin la presencia constante de la taheña.

—No, lo sabemos —afirma la castaña con un tono suave, lleno de cordialidad.

—Y no lo has hecho —añade Cora en un tono cariñoso.

La analista del comportamiento se esfuerza en sonreír, intentando ocultar lo mucho que la está desgarrando por dentro la idea de dejar marchar a este hombre que tiene delante. Pero se dice que es lo mejor, dadas las circunstancias. El momento pasó, y no quiere que su adorado inspector se sienta obligado a quedarse únicamente porque admita que lo echará demasiado de menos. Como pensó en su momento, estaría conforme con mantenerse en la zona amigos, preservando su amistad hasta el día en el que se muera, amándolo en secreto. No quiere arriesgarse a malinterpretar las señales que ha ido captando desde hace tiempo, haciéndose una idea equivocada, y destrozando su amistad por completo.

—En serio... No lo habría conseguido sin su ayuda.

—Sí, no sea amable con nosotras, o conmigo al menos —lo amonesta la castaña en un tono algo incómodo, pero efectivamente cordial y amable—. Nuestra dinámica no funciona así, y lo sabe.

—Bien... —él suspira pesadamente, desviando su mirada hacia el techo de la estancia.

—¿A dónde irás? —la voz de Lina, que rompe nuevamente el silencio que se ha formado entre ellos, resulta tan dulce y suave, que por un momento, el escocés de cabello castaño teme que vaya a partirse en dos y resquebrajarse.

—No lo sé —admite Alec, esforzándose por mantenerle la mirada, pues puede ver en sus ojos una gran tristeza. Una, que casi podría hacerlo llorar a él—. Cerca de Daisy, supongo —asiente vehementemente en cuanto decide hacerlas partícipes de sus intenciones—. Necesito estar con mi hija.

—Sí, por supuesto... —el tono de la analista del comportamiento se resquebraja levemente en cuanto esas palabras salen de su boca—. Haces bien —asiente con una sonrisa forzada, intentando contener las lágrimas—. Dale recuerdos de mi parte.

—Lo haré.

Ellie carraspea, algo nerviosa, antes de suspirar pesadamente: nada, que estos dos son tan tercos como mulas. Evidentemente, prefieren morirse de tristeza antes de arriesgarse y declarar lo que sienten el uno por el otro. Pero no está en su mano el intervenir y hacérselo confesar a la fuerza. Es su decisión al fin y al cabo. Y deberá respetarla, sea cual sea.

—Bueno, gracias por todo —se acerca al que antaño fuera su superior, extendiéndole la mano derecha, a fin de estrechársela a modo de despedida. Él observa su mano con una ceja arqueada.

—¿Un apretón? —cuestiona el escoces, dejando de apoyarse en la mesa junto a la ventana.

—Sí, no pienso abrazarle —responde la castaña con evidente vergüenza, desviando la mirada, provocando que una sonrisa divertida aparezca en el rostro del hombre de cabello lacio, quien le estrecha la mano con firmeza a los pocos segundos.

—Cuídese mucho, Miller —le desea, y ella asiente.

—Te espero fuera, Cora —le indica a su amiga, antes de salir por la puerta principal.

La joven de cabello carmesí y ojos azules siente cómo el pulso le va aumentando exponencialmente en cuanto su amiga de cabello rizado y castaño cierra la puerta a su espalda, quedándose en el exterior a esperarla. Agradece que les haya brindado un momento de privacidad. Da unos pasos hacia el hombre que ama, aún agachando el rostro, pues no sabe qué hacer exactamente para despedirse de él. Por su parte, Alec está en su misma situación, pues no sabe qué hacer para despedirse de ella sin cruzar los límites de la amistad. Le encantaría abrazarla contra su pecho, como en tantas otras ocasiones, pero siente que no sería demasiado apropiado en esta situación, y que, de hecho, podría propiciar que perdiera el control por completo, llegando a decirle algo de lo que podría arrepentirse. Cuando parece haberse decidido finalmente, escucha la voz de la persona que ama, hablando tan sutilmente, que casi parece no haber hablado en absoluto.

—Dijimos que nos apoyaríamos hasta el final, si no recuerdo mal —dice la muchacha con un tinte inequívoco de dolor en sus palabras, sintiendo cómo cada una le inflige un dolor extremo en su corazón. Observa cómo el hombre de vello facial castaño asiente lentamente ante sus palabras—. Así que, supongo que... Este es el final —intenta distanciarse, no provocarles a ambos más daño con esta despedida, aunque sabe que es inevitable.

—Supongo que sí —afirma él en una voz queda, tampoco encontrando las palabras para hacer esta despedida menos dolorosa de lo que ya lo es—. Me alegra mucho haberte conocido, Coraline Harper Williams —añade el escocés, intentado mantener las lágrimas a raya, recordando perfectamente aquel primer día en el que se conocieron, con la taheña presentándose con su nombre completo, el cual acaba de utilizar, haciéndola sonreír tan dulcemente como siempre—. No tengo ninguna duda de que serás la mejor subinspectora que Broadchurch haya visto.

—En realidad, voy a ser la mejor inspectora que Broadchurch haya visto —dice ella, corrigiéndolo, provocando que él se ría levemente—. Pienso superarte, así que, más te vale ponerte las pilas —asegura en un tono decidido, sintiendo que ninguno de ellos desea que esta despedida se acabe en ningún momento.

No se resiste a bromear con él, compartiendo ambos una nueva carcajada.

—Será mejor que te tome la palabra —responde él con una sonrisa suave.

—Me alegra haberte conocido, Alec Hardy —la mentalista corresponde las palabras que el hombre que ama le ha dirigido hace escasos instantes, antes de tragar sus lágrimas, ignorando cómo su corazón se rompe en miles de pedazos en cuanto el extiende la mano derecha—. Cuídate mucho.

—Tú también, Lina —el escuchar su nombre, dicho de esa forma tan cariñosa, es lo que termina por romper por completo el corazón de la muchacha de cabello carmesí—. Cuídate mucho —le desea él, estrechándole la mano que ella le ha ofrecido, sintiendo cómo su corazón se parte en mil pedazos—. Si necesitas un amigo...

—...Sé dónde encontrarte —finaliza ella por él aguantándose las lágrimas, antes de soltar su mano, sintiendo al momento esa sensación gélida que la recorre al no sentir ya su calidez—. Hasta pronto —se despide y él asiente, dándole la espalda, intentando ser fuerte y continuar hasta el final con su decisión de mantenerse en la zona amigos, pero la voz de Alec la detiene de pronto.

—¿Qué hay de Joe?

—Ya está arreglado —respondela muchacha de ojos cerúleos antes de volver su rostro hacia el hombre que ama,contemplándolo por última vez, memorizando su rostro antes de dedicarle unaúltima sonrisa dulce tan característica de ella, antes de atravesar a puerta desu casa.

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