Capítulo 4

Era de noche y un tímido haz de luz proporcionaba una leve luminiscencia a la habitación. Me sentía nervioso, aunque no tenía claro el motivo. Necesitaba hablar con Mayra; tomé mi celular, que descansaba sobre la cama, y marqué su número, pero no contestó. En cambio, escuché el contestador del buzón de voz. Esperé un momento y volví a intentarlo. Una, dos, tres veces, pero obtuve la misma respuesta. Pensé en escribirle. Me senté tras el escritorio y encendí la computadora portátil con mis temblorosas manos. Tiritaba aunque no sentía frio, de hecho no creo haber sentido nada, todo transcurría de una manera pausada como si estuviera siendo grabado en cámara lenta. Abrí mi Facebook y en el inicio vi una publicación que me desarmó como un temblor. Mi cuerpo comenzó a estremecerse, sacudido entre violentas respiraciones y sollozos. Todo se rompía como olas bajo mis pies. Me resultaba familiar esa sensación, pero ¿Por qué? intenté respirar, pero no era necesario. ¿Podría ser esto real? Mi cabeza comenzó a nublarse por el dolor. Necesitaba tranquilizarme, calmarme, tomar aire fresco. No podía ser verdad lo que estaba pasando. Salí al patio y me apoyé en una camioneta blanca. Sin embargo, me faltaban las fuerzas para sostenerme de pie y sucumbí ante el poder de una fuerza superior. Terminé tumbado sobre el capó del vehículo, mientras algo parecido a una voz, bajo el agua, se escuchaba a la distancia. Todo a mí alrededor se fue apagando lentamente. En la soledad del lugar fui visitado por la peor sensación que puede sentir una persona: la angustia y el miedo.

Desperté agitado y empapado en mi propio sudor. Me hallé mirando un techo desconocido. Mi mente se encontraba un tanto desorientada producto de la somnolencia, entre parpadeos logré ver algunas de mis pertenencias desparramadas sobre la cama, el celular a un costado de la almohada y mis zapatos en el suelo junto a una cómoda. No recordaba donde estaba. En las paredes había posters de grupos musicales y películas extranjeras. También había un olor característico, que me resultaba familiar. Cuando me senté en la cama, me di cuenta que estaba en la casa de mi madre, en la habitación que me había pertenecido, hasta que decidí independizarme.

Era el mismo sueño, que el último tiempo, como era habitual, volvía a visitarme. Cada vez se sentía más real. Nadie sabía de la existencia de ellos y tampoco me atrevía a contárselo a alguien.

Me levanté y bajé a la cocina para refrescarme. Odié a Mayra y me odié a mí mismo por amarla tanto. Tenía claro que nada de esto estaría sucediendo, si no hubiéramos terminado, y yo no tendría esos sueños que no me dejaban dormir.

La conversación que tuve con mi madre, horas antes, no consiguió levantarme el ánimo. Recordaba que luego de despedirme, subí a mí habitación y me quedé despierto, revisando fotos y leyendo antiguos mensajes de Mayra en mi celular. Cada vez que encontraba un escrito con un mensaje especial o alguna dedicatoria, se me hacia un nudo en la garganta y mi cabeza me mostraba un montón de recuerdos junto a ella. Permanecí un buen rato leyendo hasta que el peso de los ojos se impuso contra mi voluntad de permanecer despierto.

Hubo un tiempo, no muy lejano, en que Mayra escribía hermosas declaraciones de amor, me dedicaba letras de canciones y se tomaba todo el tiempo del mundo para hablar conmigo. Pero todo eso, había cambiado, ya no me hablaba y poco le importaba lo que estaba sintiendo o por lo que estuviera pasando. Me pregunté si acaso había fingido todos esos sentimientos, o si, quizás, se habían evaporado como la lluvia lo hace al tocar el suelo. 

En el primer piso, mientras todos dormían, pude oír el monótono ruido de las agujas del reloj jugando al pillarse. Eran pasadas las tres de la madrugada. Por la ventana del living se colaba la luz de la luna. A oscuras tomé un vaso de la despensa, lo llené con agua y bebí su contenido para matar la sed. En ese preciso instante, para mí sorpresa, la puerta de la calle se abrió y la figura de un hombre se dejó ver. El vaso resbaló de mi mano y se estrelló contra el suelo rompiéndose en mil pedazos.

–¿Quién anda ahí? –pregunté asustado.

El misterioso hombre apoyó todo el peso de su cuerpo en un pie, y luego en el otro, imperturbable. Mi voz no lo alteró, permaneció en silencio, sin preocuparse por mi presencia. Agarré un cuchillo, desde uno de los cajones del mueble de cocina, y me armé de valor para enfrentarlo si era necesario. Caminé hacia el oscuro living.

–No te atrevas a dar un paso más –dije con un hilo de voz.

El hombre cerró la puerta y se dirigió tambaleándose hacia la escalera. Tomé con fuerza el cuchillo y avancé con precaución hacia él. Sentía que se me iba a salir el corazón. Cuando llegué al sector del living, ubiqué el interruptor en la pared y encendí la luz con mi temblorosa mano. Las luces dejaron al descubierto al infiltrado.

–¿Abuelo?

Bajé el cuchillo, aliviado de descubrir que no se trataba de un ladrón, y lo devolví a su lugar. Luego, me acerqué a las escaleras para hablar con el abuelo. Aún podía escuchar el latir de mi corazón.

–¿Dónde andabas? Me has dado un buen susto.

El abuelo Manuel me miró desconcertado, como si no esperara verme despierto, luego clavó la vista en el suelo. Se tocó su escaso pelo gris plateado, me fijé en la creciente calvicie en la parte superior de su cabeza y en que venía todo desordenado: con la camisa afuera y desabotonada. Cuando volvió a mirarme, parecía estar avergonzado.

–Shh, despertaras a todos –susurró y se llevó un dedo a la boca.

Su hálito alcohólico me dio una bofetada en la cara.

–¿Estuviste tomando otra vez? –pregunté en voz baja.

El abuelo se hizo el desentendido y subió las escaleras.

–¡Abuelo! –insistí.

–No...no te pongas como tu madre –dijo, tambaleándose en su lugar.

Por un segundo temí que perdiera el equilibrio. Lo ayudé a subir los peldaños que quedaban y lo acompañé a su habitación para asegurarme de que se acostara. El lugar estaba hecho un desastre: encontré su cama sin hacer, los zapatos desparramados por el suelo, su ropa amontonada en una silla, sin ordenar. Parecía como si un furioso huracán hubiera pasado por su dormitorio y hubiera puesto todo patas arriba.

Hice su cama y lo ayudé a sacarse los zapatos. Luego, lo arropé con las frazadas y me puse a ordenar su habitación; coloqué sus zapatos a un costado del velador y guardé la ropa, que descansaba sobre la silla, dentro del closet.

Cuando estaba por abandonar la habitación, su voz me detuvo. 

 –Landon, por favor, no... no le digas a tu madre que me viste llegar. No la quiero molestar.

–Sabes que no la molestas, solo se preocupa por ti. Todos nos preocupamos por ti –Agregué.

–Mentira. Sé que ahora no les sirvo y solo molesto en esta casa –dijo, su voz sonaba quebrada.

–¿Pero qué dices abuelo?

–Es verdad. Tengo que esperar que se les de la gana para que me acompañen a cobrar mi pensión o para que me lleven a comprar mis cosas al supermercado. Si me pudiera ir a otro lado para no molestarlos más, lo haría.

Mis oídos no podían creer lo que acababan de escuchar.

–Abuelo, mira las cosas que dices cuando te emborrachas. Debes parar de tomar –dije de manera enfática –solo te haces daño a ti mismo.

–¿Me prometes que no se lo dirás a tu madre? –volvió a insistir.

Consideré por un momento lo que me estaba pidiendo. No era una promesa difícil de cumplir, pero en estas circunstancias ¿Era lo correcto de hacer? Patricia me enseñó, de niño, que no era conveniente hacer promesas cuando no se tiene intención de cumplirlas. No soy el tipo de personas que promete cualquier cosa. Para mí las promesas siempre han sido importantes.

–Está bien, pero debes parar de tomar –dije finalmente.

–Hoy es un día especial. Tenía que celebrarlo.

–¿Tenías que celebrarlo? –pregunté incrédulo.

–Sí –afirmó.

No sabía si hablaba en serio o me estaba tomando el pelo.

–Ven, acércate un poco –me pidió.

Me senté en la cama. El abuelo sacó, con dificultad, una fotografía de su velador y me la acercó para que la viera. La imagen, en blanco y negro, mostraba a dos jóvenes, en lo que parecía ser una estación de trenes. El apuesto hombre posaba junto a una hermosa mujer. No superaban los veinte años. Sus sonrisas eran radiantes. Él llevaba puesto una camisa y un oscuro pantalón y ella un elegante vestido con encajes.

–¿Eres tú? –pregunté.

El abuelo asintió.

–Que diferente te veías con pelo –fue lo único que atiné a decir.

–Cuando tengas mi edad... quiero ver si te queda tanto pelo como a mí.

–Falta mucho para eso –bromeé.

La sombra de una sonrisa acarició sus labios. 

–¿Sabes? hoy, hace sesenta y cinco años conocí a tu abuela.

–No lo sabía –confesé –¿Es la mujer que aparece contigo?

–Así es. Hace sesenta y cinco años conocí a la mujer de mi vida, mi musa, mi amiga y compañera –dijo con nostalgia y pena. –Desde entonces hemos celebrado esta fecha, pero ahora ya no se puede.

El abuelo se quebró como el vaso que se me había resbalado en la cocina momentos antes y comenzó a llorar. Noté su angustia y una tensión creciente en el vientre.

–Esa maldita enfermedad se la llevó para siempre. ¡Oh Landon! no es justo tenerla cerca, pero que no sea capaz de recordar quién soy. Que no recuerde lo nuestro. Ya no puedo más, hijo. Me quiero morir.

–No digas eso, abuelo –me apresuré a decir.

–Ustedes ya están grandes, no le hago falta a nadie. No quiero seguir con todo esto.

–Puede que la abuela ya no te reconozca, pero tengo la certeza que una parte de ella te siente y te necesita. Yo te necesito, también –dije y lo abracé con todas las fuerzas del mundo.

Cuando al final logré que el abuelo se quedara dormido, clavé la vista en la ventana, pensando en lo que acababa de decir. No me imaginaba la vida sin él. A su lado, mi quiebre con Mayra era algo insignificante. Apagué la luz de su dormitorio y regresé a mi habitación mientras intentaba engullir el nudo que se me había formado en la garganta.




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